Hay que tener pocas luces para seguir creyendo en esas historias de ángeles con alas de mariposa y demonios con cuernos y tridente. Pura tontería de catequesis para mentes blandas. La realidad, si es que alguna vez la olfateasteis, es mucho más cruda. Los ángeles y los demonios no son tan diferentes. Son la misma clase de criatura, el mismo perro con distinto collar. ¿O acaso creéis que el diablo, el mismísimo Lucifer, empezó siendo el villano? No, señores. Fue un ángel, el ángel más brillante y hermoso que haya existido. Y luego, claro, decidió mandar todo al carajo.
Porque esa es la historia de siempre: el que se atreve a pensar, el que no baja la cabeza ante el jefe, termina en la calle. O en el infierno, que viene a ser lo mismo. Lucifer no cayó porque fuera malo, sino porque tuvo las agallas de cuestionar el tinglado. Rebelarse contra el jefe supremo y sus ángeles sumisos, esos que no se atreven a decir ni pío aunque se les caiga el cielo encima. Así que lo mandaron al exilio, lo marcaron de por vida, y ahí lo tienen, convertido en el enemigo público número uno. Pero que no os engañen: sigue siendo la misma criatura, con la misma esencia. Solo que ahora, en vez de dar luz, la quema. Y la quema bien.
El cielo y el infierno, en el fondo, son dos versiones de lo mismo. Uno es la oficina perfecta, la burocracia celes al donde todo el mundo hace lo que le mandan. Ni una voz más alta que otra, ni un pliego fuera de lugar. Todo orden y concierto. El infierno, en cambio, es el club de los descarriados. Un sitio donde nadie va a misa, pero todos saben el precio de la libertad. Una libertad de esas que te cuesta la piel y las entrañas, porque no nos engañemos, en el infierno no hay descanso. Los demonios tienen mucho de ángeles, sí, pero son ángeles que se han jodido las alas al caer. Y siguen ahí, encabronados, pagando el precio de haber decidido ser libres.
Porque esa es la gracia del asunto, ¿verdad? Los ángeles nunca tienen que elegir. No saben lo que es la tentación, el vértigo de saltar sin red. Son soldados rasos de una causa que no eligieron. No se queman las manos, ni se manchan de barro. Viven en una pureza cómoda, en una gloria que no cuesta nada mantener. Los demonios, en cambio, están marcados por la caída, por haber tenido el coraje de abrir la boca y pagar las consecuencias. Claro que eso les da un aire más auténtico. Ellos no se esconden detrás de las nubes, no te sueltan sermones con cara de gilipollas. Te miran a los ojos desde el fondo del pozo y te dicen: "Sí, estoy aquí abajo, ¿y qué? Al menos yo elegí este sitio".
Y esa es la paradoja. Porque aunque nos lo pinten todo de blanco y negro, el cielo y el infierno se parecen más de lo que nos gustaría reconocer. Al final, en ambos lados hay esclavos: unos lo son de su propia obediencia y otros, de su condena. ¿De qué sirve la perfección si nunca has conocido el barro? ¿De qué vale la gloria si no te ha costado sudor y lágrimas? El auténtico valor no está en permanecer inmaculado en el cielo, sino en luchar en el infierno con las manos desnudas, en desafiar el orden cósmico, aunque eso signifique prenderse fuego a uno mismo.
Así que sí, mi conclusion, son lo mismo. A veces me pregunto si esos ángeles del cielo no sienten una pizca de envidia al ver a los caídos arder en su propio fuego. Al menos ellos tienen algo por lo que arder. En cambio, esos querubines de alas limpias y rostros inmaculados no han probado jamás el sabor de la libertad, la auténtica, la que te arranca las entrañas y te deja cicatrices. Pero claro, en el cielo no hay cicatrices. Todo es pulcro, ordenado y aburrido. Y eso, señores, también es un infierno. Solo que con vista panorámica y coros celestiales.
Al final, no hay tanto bien ni tanto mal. Hay decisiones, y hay consecuencias. Y lo que hacemos con ellas es lo que nos define. Quizá sea hora de dejar de verlos como polos opuestos y empezar a entender que son, simplemente, almas que eligieron distinto. Y en ese sentido, ninguno de nosotros es muy diferente. También nosotros somos ángeles que caen y demonios que se levantan, una y otra vez, mientras dure la función.