El Príncipe: españoles invisibles
El barrio ceutí es lo más parecido a una favela que existe en España. Un lugar al que el Estado todavía lucha por llegar y donde hay unos 500 vecinos españoles sin pasaporte.
28 noviembre, 2015 00:57Noticias relacionadas
El bisabuelo de Fátima Ahmed Abdekri perdió un ojo en la Guerra Civil. "Luchó por España, por su país", cuenta sentada en una silla de plástico, con expresión seria y un pañuelo cubriendo su cabeza.
Su tatarabuelo era de Ceuta. También su bisabuelo, su abuelo, su padre y su hijo. "Nací y crecí en el barrio de El Príncipe y me siento ceutí y española. Toda mi familia lo es". La particularidad de Fátima como la de muchos españoles de Ceuta (y de Melilla) es étnica (es magrebí) y religiosa (es musulmana). Dos factores que a tenor de su historia la convierten en una española de segunda.
En la Península está claro. O al menos ha estado claro durante muchos años: los españoles son católicos, blancos y hablan castellano (además de cualquier lengua peninsular). En Ceuta la cosa no es tan sencilla. Hay españoles que son musulmanes, magrebíes y que además de castellano hablan dariya, una variante magrebí del árabe que en Ceuta se convierte en un dialecto salpicado de palabras y expresiones españolas. Son españoles que se salen de lo establecido. Por eso, durante décadas, estuvieron al margen de la oficialidad: sus familias llevan en Ceuta desde que la ciudad es española, pero su estatus legal estaba en suspenso.
En los años 80 el Gobierno de Felipe González decidió regularizar su situación y dotarlos de DNI. El problema fue que algunos vecinos ignoraron el papeleo y mantuvieron su estatus de ciudadanos invisibles. Los perjudicados fueron sus hijos. Hijos como Fátima, que hoy tiene 53 años y desciende de españoles hasta donde su memoria alcanza pero no tiene nacionalidad. En su poder, sólo tiene un permiso de residencia que caducará dentro de unos meses. Una inaudita situación que la llevó incluso a dormir en la calle.
Fátima enviudó de un marroquí en 1994. Diez años después, se casó con un español con el que tuvo una hija. Solicitó que fuera regularizada su situación cuando el marido empezó a maltratarla. Fátima acudió a una casa de acogida pero después de 45 días le dijeron que tenía que irse: era el límite para extranjeros.
Fátima intentó explicarles que ella era española pero que no tiene ningún papel que lo acredite. La echaron un miércoles de marzo a las 11 de la noche. Con lo puesto ("mi marido me había tirado la ropa a la playa") y su hija en brazos, intentó cruzar la frontera para pedir cobijo a unos familiares. Pero estaba cerrada y buscó un callejón del barrio de El Príncipe donde no soplara mucho el viento. Enroscada sobre su hija, hizo como que dormía.
Al día siguiente, logró entrar en Marruecos e instalarse en casa de unos amigos.
Días después, se enteró de la existencia de la fundación Al Ámbar, un pequeño centro empujado por voluntarios del barrio que atiende a mujeres en situación de exclusión. Es ahí, sentada en la silla de plástico y repitiendo que no quiere llorar, donde cuenta su periplo. Afuera, en las calles de El Príncipe, un chico hace chillar las ruedas de su coche metalizado mientras sonríe.
"Esta asociación me ayudó a que me dieran la residencia española pero me la quitarán en unos meses si no encuentro trabajo", dice Fátima, que se desespera ante el escenario que se avecina: "Mi hija es española, ¿quién se va a hacer cargo de ella? ¿Su padre, que nos pega? ¿Cómo me la voy a llevar a vivir a Marruecos si ella es española?". Sólo al final, llora.
Habiba Abdelkader Mohamed interviene. Es la presidenta de Al Ámbar y el alma de El Príncipe: la mujer a la que acuden las vecinas del barrio que necesitan ayuda. "Fátima no es el único caso", explica. "Hay más mujeres en Ceuta en esta situación. La mayoría de ellas al final acaban volviendo con el marido que las maltrata. No tienen otra salida".
La charla con Fátima tiene lugar el 25 de noviembre. Los titulares de los periódicos que tiene al lado, sobre una mesa, recuerdan que estamos en el día internacional contra la violencia de género.
El perfil de Ceuta
El 5% de la población de Ceuta es judía sefardí. Otro 5% son hindúes. El 40% son cristianos y el 50%, musulmanes. Se da una equivalencia casi completa en cuanto a etnia (valga el término para hacer un perfil social): la absoluta mayoría de cristianos son hispanos europeos, mientras que casi todos los musulmanes son magrebíes. De entre estos últimos la mayoría son ceutíes (es decir, españoles) y otros muchos son marroquíes con permisos temporales o irregulares. Hay también unas 500 personas como Fátima abocadas a la invisibilidad.
Hana tiene 25 años, su marido es español y sus dos hijos son españoles. Ella es hija de marroquíes aunque nació y creció en el barrio de El Príncipe. "Estas familias no son marroquíes, son familias españolas, con uno de sus miembros marroquíes. No pueden dejar a un miembro sin residencia, sin derechos", explica Habiba, directora de Al Ámbar.
La ley española dice que no se concede la nacionalidad por nacer en suelo español. En el caso de Hana, además, se casó en Marruecos, con lo que tampoco ser mujer y madre de españoles le otorga un DNI. Lo que sí le concede es la residencia. Pero la ley vuelve a advertir: si el cónyuge español está en paro más de dos años, se retira el permiso y el marido de Hana lleva sin trabajar tres años. Puede parecer mucho pero es lo normal en El Príncipe, donde más del 80% de los vecinos viven de los servicios sociales.
No tener nacionalidad española es un problema para Hana, cuyos hijos dependen a tiempo completo de ella. "No puedo acudir al médico con normalidad ni a los servicios sociales ni hacer un montón de trámites legales. Mi vida está condicionada", dice con expresión de enfado. Al contrario que la mayoría de los vecinos del barrio, Hana no tiene inconveniente en dejarse fotografiar: "No tengo miedo".
Hace unos meses regresaba de Castillejo, el pueblo marroquí que está al otro lado de la frontera del Tarajal cuando se topó con problemas. Las autoridades españolas no le dejaban entrar. "Me puse un poco nerviosa porque iba con un niño de la mano y otro en el cochecito. Me puse a llorar". Habiba es más clara: "Le dio un ataque de ansiedad porque le decían que sus hijos podían entrar pero ella no. Sus hijos tienen uno y seis años".
Sora Barjeje, otra vecina de El Príncipe de 34 años, padeció un capítulo semejante cuando se llevaron a su hija de siete años a Cádiz en helicóptero por una urgencia médica. "A mí no me dejaron subir porque tengo la residencia caducada. Aunque mi niña es española y mi marido también". La niña se fue sola a Cádiz y sólo dos días después dejaron viajar a Sora.
En el barrio también hay hombres. A Ali Ahmed le entra la risa cuando muestra el documento que le han entregado hace unos meses. Con cerrado acento andaluz se pregunta: "¿Pero esto qué es, quillo?". Y enseña un 'título de viaje', una especie de pasaporte cuya equivalencia legal no tienen muy clara ni siquiera en la asociación. "Pero si yo nací aquí y llevo viviendo toda la vida aquí. Si yo soy más español que otra cosa". A Ali, la entrega de DNI en los 80 le pilló en a cárcel. "Y ahora no me quieren dar la nacionalidad porque tengo antecedentes. Pero bueno, si toda mi familia es española. ¡Que yo soy español!".
"Lo que creemos", cuenta Uzman Bersabé, voluntario de la asociación Al Ámbar, "es que debe tenerse en cuenta que Ceuta y Melilla son las únicas fronteras terrestres entre Europa y África. Somos una singularidad y así deben tratarnos. No pueden pretender aplicar aquí las leyes de extranjería sin ser flexibles o entender el contexto, porque se crean injusticias y absurdos como estos".
Uzman opina que el Gobierno español gestiona estas dos ciudades desde un punto de vista geoestratégico pero no social: "El equilibrio es delicado".
El sociólogo de la Universidad de Granada, Carlos Rontomé, publicó un detallado estudio en el año 2012 en el que se explicaba que la elite de Ceuta, el segmento social con dinero, es el cristiano, mientras la mayoría de vecinos musulmanes pertenecen a clases bajas. Rontomé advierte en su tesis que, de romperse este mecanismo, la ciudad podría padecer una crisis social impredecible hasta el punto de que la presencia misma de cristianos hispanos en Ceuta estaría en peligro.
En el barrio de El Príncipe el equilibrio se rompió hace tiempo. Cristianos y musulmanes convivían hace dos décadas, pero hoy queda una sola familia cristiana en el barrio. Paco y María son dos ancianos que afirman que de El Príncipe sólo los sacarán muertos. Cuando eso ocurra, el barrio será 100% musulmán.
Historia de un barrio
El Príncipe tiene fama de ser uno de los barrios más peligrosos de Europa. La mayoría de ceutíes no ha puesto en él un pie jamás. Lo consideran un gueto apartado de la ciudad sin más normas que las impuestas por las bandas de traficantes de hachís.
El Príncipe no es un barrio sino dos: el del Príncipe Felipe (la zona baja que mira al mar) y el del Príncipe Alfonso, el núcleo de la barriada. Aquí viven 12.000 vecinos censados y unos 20.000 en total, aunque la cifra es imposible de conocer con certeza. Se sitúa en la parte oeste de la ciudad, muy cerca de la frontera marroquí del Tarajal.
Al otro lado está la localidad de Castillejos. Para muchos ceutíes, El Príncipe es más un barrio de Castillejos que de Ceuta. No existe solución de continuidad urbana con el resto de la ciudad. El Príncipe es un limitado, aislado y apartado barrio que durante muchos años se mantuvo al margen de la oficialidad.
Nació en los años 50, con chabolas y cabañas que se descolgaban hacia el mar de pescadores magrebíes. Todavía una de estas chabolas, como un involuntario monumento a la memoria, se mantiene en pie en en el centro mismo del barrio. Es la única.
En la década de los 80 los vecinos, cada vez más numerosos, empezaron a edificar casas de ladrillo. Lo hicieron sin orden ni concierto, levantando edificios sin nada parecido a un plan urbanístico, sin saneamiento y añadiendo una altura con cada nueva generación familiar. Lo siguen haciendo a día de hoy.
El desorganizado crecimiento de El Príncipe sigue su curso. El resultado final es un laberinto imposible en el que se hacinan miles de personas y en el que sólo dos calles admiten la circulación de coches. "Muchas partes del barrio son inaccesibles", explica Ángel Ruiz, agente de la Policía Local de Ceuta. "Es un barrio en el que no se puede intervenir, es todo enrevesado y los callejones aparecen y desaparecen. En algunos no cabe siquiera una persona obesa".
Mohamed es el nombre de un vecino que se ofrece como guía para una ruta por este entramado esquizofrénico. Avanza decidido por recovecos mostrando casas que se han levantado hace apenas unas semanas.
"Esto me lo conozco yo como mis manos", dice. "Anda que no he corrido yo por aquí de crío escapando de la policía". Ahora un arco de ladrillo añadido, ahora un piso recién incorporado al edificio. Ahora unas escaleras, ahora un pasadizo nuevo. Las tripas del barrio son un circuito de estrechísimas calles por las que ningún foráneo se aventura. No hay tiendas ni comercios. Apenas un par de cafeterías en una de las calles principales. El resto son locales ilegales o puestos ambulantes. Las mujeres venden fruta y verduras en las aceras.
Mohamed gira una esquina y se queda parado. "Coño, por aquí había salida el mes pasado", dice intrigado. Frente a él, una casa recién hecha. Con su número de portal y su buzón. "Aquí aparecen casas por generación espontánea".
La orografía pone también de su parte. El laberíntico Príncipe está situado sobre una colina y varias partes del barrio desciende por la ladera. Cada casa es de un color y la imagen desde el mirador de enfrente es llamativa: un barrio único, por momentos una colorida ratonera. Probablemente, lo más parecido a una favela que hay en España.
La favela española
Todas las casas del barrio menos dos son ilegales. El Gobierno autónomo las ha dotado de luz y agua y a cambio las ha incluido en el catastro para cobrar el IBI. Pero no están escrituradas. Son casas que no están en el mercado, que pasan de familiar en familiar o de amigo en amigo.
Algunas partes del barrio tienen problemas de saneamiento y falla el alcantarillado, pero las callejuelas suelen estar limpias. La basura se acumula en los descampados de alrededor, en donde se pueden hallar hasta coches desmenuzados. Desde hace un año los servicios de limpieza entran una vez a la semana y esto es un avance memorable.
La comparación arriesgada con una favela no se sustenta sólo en la aislada orografía. El Príncipe lleva años siendo un barrio al que el Estado no llega de forma adecuada. En algunos aspectos, directamente no llega.
Faltan servicios sociales que atiendan a la población. La laguna la cubren organizaciones como la Fundación Cruz Blanca, donde trabajadores sociales como Isabel Larios intentan sacar del agujero al barrio. El economato es una de las iniciativas estrella.
"Como veis, se trata de un supermercado con todos los productos básicos", cuenta Isabel entre los pasillos de aceite y arroz. "A las familias le damos una moneda llamada Tau que equivale a un euro y ellos compran lo que consideren necesario. Dejamos que ellos gestionen sus necesidades, creemos que es importante para dignificarlos y también para que aprendan a llevar una economía doméstica".
Cruz Blanca atiende a unas 3.000 personas. Son miembros de unas 500 familias que no tienen dinero ni para comer una vez al día.
Aquí falta también presencia de las instituciones. Tal y como explica Uzman Bersabé, de la fundación Al Ámbar, El Príncipe sigue, en gran medida, organizado de forma tribal. "El barrio vive en gran parte de espaldas a la oficialidad porque ésta ha dejado al barrio siempre de la mano de dios".
Aquí quien marca las normas y las leyes no es el Gobierno sino los líderes vecinales, que Uzman califica de "líderes tribales". Unos clanes con lazos familiares rigen el barrio. Si alguien tiene un problema, una disputa o una duda, acude a estos líderes. Estos, a su vez, pueden acudir a las asociaciones.
"Los políticos de aquí, además, se sirven de estos líderes", explica Uzman. "En lugar de tomar las riendas de esta situación y conocer el barrio, delegan en los líderes de aquí para conseguir votos. A muchos les pagan".
Mohamed, el vecino-guía sorprendido por toparse con una calle cortada, explica que, hace unos años, un político local del Partido Popular (fuerza que gobierna en Ceuta) le propuso ser apoderado. "Me dijeron que me darían un trabajo y yo lo que tenía que hacer era ir por el barrio diciendo a la gente que votase al PP". Así lo hizo Mohamed, un vecino respetado y conocido en El Príncipe. "Me puse una chapa y venga a decirle a los vecinos que votasen al PP". "¿Y el trabajo? ¿Te lo dieron?". "Todavía estoy esperando, illo".
El PP saca muchos votos en El Príncipe, a pesar de que, durante años, apenas ha hecho caso al barrio. En los últimos años trabajan en normalizar el área y han ideado un canal de comunicación entre los entramados vecinales y las instituciones. Se trata de una unidad de la Policía Local de Ceuta, compuesta por cuatro agente que, cada mañana, suben al barrio. Julio Cabanillas es el jefe de esta unidad. "La labor es más de agentes sociales que policiales. Organizan el tráfico, ayudan a los vecinos con los papeleos, aconsejan, median en disputas... Los vecinos los ven como figuras de colaboración, no de represión".
No fue fácil. Ángel Ruiz, uno de los agentes que cada mañana sube a El Príncipe, cuenta que, la primera semana, los agentes tuvieron serios problemas. "Un compañero llamó la atención a un chico por hacer un caballito con la moto sin casco. Empezaron a discutir y de pronto, los tres agentes se vieron rodeados por unos 20 chavales, que luego fueron 30. Les empezaron a tirar piedras y a perseguir con palos y se tuvieron que refugiar en casa de un vecino". Fue el único incidente serio que la unidad ha vivido. "Poco a poco nos hemos ido ganando la confianza de los vecinos -continúa Ángel-. La mayoría han comprendido que estamos para ayudar y acuden a nosotros. Si al principio te rodeaban diez chicos para llamarte la atención si multabas a alguien, ahora son esos diez chicos los que nos apoyan y le dicen a los niños que se pongan el casco. Yo creo que la mayoría del barrio deseaba presencia policial. Y ya la hay por fin". Lo que no hay -ni parece que vaya a haber- es comisaría.
Los de la unidad de la Policía Local son pasos para intentar recuperar un barrio sin ley en el que casi todos los jóvenes queman el hachís en plena calle con la naturalidad de quien come pipas. Los agentes les suele pedir que sean más discretos, aunque no les multa por ello. Es demasiado frecuente, demasiado normal como para liarse a sanciones. Después, cuando empieza a caer el sol, los agentes se van del barrio. Y las cosas cambian.
Las bandas del hachís
A la entrada del Centro Polifuncional, el único centro de servicios sociales que la ciudad tiene en el barrio, un niño que difícilmente supera los nueve años observa la cámara de vídeo.
–¿Vais a grabar en el barrio?
–Sí, ¿por qué?
–Porque os van a tirar piedras.
–¿Quién?
–Los niños. Pare hacerse los chulitos.
Los adolescentes y los jóvenes son el foco de problemas más grande que conoce El Príncipe. Existe una actitud vital chulesca, agresiva, entre los jóvenes del barrio. No significa, ni mucho menos, que todos ellos lo sean. Es más, a juicio de un veterano vecino que dirigió varias asociaciones vecinales, es una pose. "Aquí los chicos se ven sin futuro, están en la calle todo el día y sus relaciones y códigos sociales son callejeros. Su actitud es así, callejera, pero los que dan problemas reales son una minoría".
Hace un par de meses un grupo de niños de El Príncipe de entre 10 y 12 años prendieron fuego en un descampado pegado al barrio. Cuando los bomberos llegaron al lugar, fueron recibidos por los chavales a pedradas. Tuvieron que llamar a la Policía Nacional, que también fue apedreada. Subieron varios furgones y finalmente se logró dispersar a los adolescentes y apagar el fuego. "Y así echaron la noche", cuenta un periodista local.
El vandalismo de los chavales sin futuro y sin nada que hacer es el principal problema del barrio. Forman pandillas que desde el atardecer campan a sus anchas por El Príncipe. Casi sin presencia policial y atentos a que ningún extraño se acerque al barrio. Lo convierten en coto privado y estigmatizan al resto de vecinos. Esculpen la fama del área como lugar prohibido, como territorio hostil.
Algunos de estos chicos se unen a las bandas que trapichean con hachís. El Príncipe es enclave fundamental en la ruta de esta sustancia hacia la Península y aumenta la peligrosidad del barrio.
El asunto va por épocas. Hace dos años había una pax romana. El Príncipe era el sosegado ojo del huracán en el que dos capos, El Nene y Tafo Sodía, marcaban el ritmo y dirigían el negocio. Eran venerados por los jóvenes. El primero desapareció y el segundo fue baleado en un callejón del barrio. Se desató entonces una guerra que dejó varios cadáveres por el camino. En marzo del año pasado Munir El Mgharbi, un estudiante de 20 años, fue acribillado a tiros al lado de su casa, en el centro del barrio. Lo remataron en el suelo. Los vecinos insisten en que los sicarios se equivocaron de objetivo y que Munir nada tenía que ver con las bandas.
El pasado verano una bala entró en el pómulo de Yusef I., un chaval de 16 años que murió en el acto. “En este barrio hay muchas pistolas. Muchos chicos la llevan, les da estatus. Y a veces hay lío. Los últimos meses están siendo tranquilos”, cuenta un vecino. Parece que las bandas han recuperado los equilibrios.
Estas bandas, además de balas perdidas, imponen códigos de silencio. Todos en el barrio saben quiénes están implicados y todos insisten en que son una minoría. Pero nadie dice nada. Como un recordatorio, en varios muros del barrio, se leen torpes pintadas: 'Fuera chotas (chivatos) del barrio'.
Las pandillas toman el control del barrio cuando se pone el sol. Entonces ya no hay autobuses que se acerquen (por el día hay uno), ni taxis ni nada que conecte El Príncipe con el resto del mundo. La Policía Nacional se limita al perímetro de la barriada. Dentro la ley es otra. El Príncipe se vuelve inviable. De nuevo el contrapoder. Otra vez el barrio autogestionado a la brava sin que el estado imponga su presencia. La favela española.
Yihad
El caldo de cultivo para optar por el mal camino es propicio: el paro en El Príncipe ronda el 90% y el fracaso escolar es estratosférico. "Es un bucle", cuenta el vecino ex dirigente de varias asociaciones, "los chicos no ven futuro y se lo buscan en el hachís. Después, cuando crecen, no tienen formación, así que desatienden a sus hijos, que se crían en la calle sin normas. Y así lleva sucediendo décadas en este lugar".
Una profesora que prefiere no dar su nombre ve en este panorama la clave del fracaso de El Príncipe. “Muchos niños del barrio crecen a su aire, sin normas ni referencias. Se educan entre ellos y entienden que estudiar no conduce a ninguna parte”.
Para muchos vecinos, esta falta de oportunidades, este aislamiento que El Príncipe padece a todos los niveles, es también una explicación válida para intentar comprender por qué en los últimos años se han dado casos de radicalización yihadista en el barrio.
El pasado mes de marzo la Policía detuvo a dos hombres “listos para atentar”, según explicaron las autoridades. En el barrio se quedaron alucinados. “De piedra”, dice un veterano vecino, uno de los líderes vecinales. “Dos chavales normales, de familias tranquilas. Yo no sé qué les pudo pasar por la cabeza. No sé qué puede haber en la cabeza de dos chicos que se pasan la vida sentados en un bordillo de la calle sin nada que hacer. Supongo que por ahí va la cosa”, argumenta. Otro vecino es más claro: “Unos imbéciles. Sin luces, que se dejan manipular y se creen muyahidin sólo para fardar delante de los amigos”.
El sentir aplastantemente mayoritario en el barrio es este último: los pocos jóvenes salidos del barrio con rumbo a Siria eran jóvenes sin oficio ni beneficio, no demasiado despiertos y que, una vez en Siria, llamaron desesperados a sus familias suplicando poder volver. La realidad del barrio está a años luz de algunos titulares de prensa que califican El Príncipe como un foco yihadista.
La desconfianza
Más allá de líderes locales, pobreza, aislamiento urbano y delincuencia, hay un barniz que todo lo cubre en El Príncipe: la desconfianza. Después de reportajes, cámaras ocultas, infinitos listados como líderes de los peores barrios de Europa y hasta una serie de televisión, los vecinos de la barriada poco quieren saber del periodismo. Hay un rechazo frontal contra todo lo que parezca una cámara. “Ya no se fían”, cuenta Uzman. “Así que nadie quiere hablar, lo que alimenta el aislamiento”.
La paradoja es que, desde que existe la serie televisiva, se organizan rutas de curiosos y turistas por el barrio, que van a echar un ojo por las mañanas. “Ya somos hasta exóticos”, comentan en un corrillo de vecinos.
En los próximos cinco años se van a invertir 20 millones de euros para regenerar la zona. “Van a tener que cancelar la serie si funciona”, añade riendo. Enseguida le replican: “Puedes estar tranquilo por eso”. Todos ríen con un rastro de resignación. Una mezquita cercana llama al rezo con altavoces. El Príncipe sigue esperando poder incorporarse al mundo real.