Mercedes apoya su mano arrugada en la barbilla con gesto de concentración. Está calculando su edad. "83, creo", dice por fin. Es menuda y se apoya en un bastón que también usa para gesticular y señalar.
Avanza despacio por el suelo de tierra hasta su casa mientras explica que nadie se preocupa por esta zona de la ciudad. Vive en la parte final de la Cañada Real, donde el sector VI muere dejando Vallecas y rozando el municipio de Getafe.
Aquí hay menos casas que en otros sectores de esta vía pecuaria. Son las últimas del asentamiento y se levantaron de cualquier forma en medio de una explanada polvorienta que limita con el vertedero de Valdemingómez. Es la parte más aislada de la Cañada: no hay asfalto, no hay servicios de luz o agua, no hay transporte público y no hay nada que se parezca a un parque o a un espacio donde jugar. Sólo la explanada con el ruido constante de los camiones que descargan en el vertedero vecino.
Las casas están rodeadas de desperdicios, con muros de ladrillo a la vista y cortinas viejas. Los juguetes de niños se mezclan con chatarra y barro y hay perros famélicos que ladran al infinito. Estamos a 12 kilómetros de la Puerta del Sol.
"Llevo aquí 18 años", dice Mercedes, que nunca ha salido desde que llegó.
–¿Nunca has ido a la ciudad?
–No, nunca.
–¿Al médico o a comprar algo?
–Llevo 18 años sin salir de la Cañada. No sé cómo es Madrid ahora ni qué cosas hay fuera de aquí. Si necesito ayuda, viene el médico. Mi hija me hace la compra y mi nieto me ayuda en lo que necesito. Yo no salgo para nada.
Aunque quisiera, Mercedes no tendría fácil salir. Sin accesos ni servicios ni comunicación con el resto de Madrid, no son pocos los ancianos y niños que no conocen otra cosa que no sea este asentamiento chabolista.
Mercedes es viuda. A su marido lo mató el alcohol hace ya muchos años, cuando sus hijos eran todavía unos críos. "Hice de padre y de madre. Iba a pedir con mis hijos y también robé. No me avergüenza decirlo. Metía lo que podía al saco y se lo revendía a las gitanas", gesticula llevándose la mano al bolsillo. "Con el dinero compraba comida para mis hijos".
Se asentó en su vivienda actual después de dar bandazos entre casas de hijos y yernos. Es una chabola de ladrillo de dos estancias con un sofá y un colchón. Vive sola aunque su nieto está siempre pendiente de ella. Sufre artrosis y en invierno tiene que ponerse tantas mantas en la cama que a su pequeño cuerpo le pesan. En esta parte de la Cañada, abierta y sin cobijo, el viento en invierno es un suplicio que deja a los vecinos en casa.
Mercedes vive con los 360 euros al mes que cobra de la pensión de viudedad. Ella se encarga de mantener limpia y ordenada la chabola. Se asea en un barreño después de calentar un poco el agua, que llega hasta aquí en camiones cisterna. "¿Usted sabe lo que daría yo por un piso con mi agua, mi luz y mi tó?", cuenta. "Yo ya sólo quiero descansar porque me duelen los huesos y me dan mareos. Pero aquí es difícil".
Descansar en el sector VI de la Cañada Real es un lujo.
La vía pecuaria
La Cañada Real es una vía pecuaria de 75 metros de ancho que parte de La Rioja y después de 400 kilómetros termina en la Sierra de Alcudia, entre Córdoba y Ciudad Real.
La Cañada Real es también el tramo de esa vía que discurre a lo largo de 14,7 kilómetros en la frontera este y sur del municipio de Madrid y que alberga el mayor asentamiento de viviendas irregulares de Europa: una franja de casas y chabolas más larga que la calle Alcalá que pervive a día de hoy con el estatus de asentamiento ilegal.
Fue en los años 60 cuando un decreto franquista permitió plantar huertos en esta zona. Lo que en un inicio fueron pequeñas plantaciones y cobertizos de los vecinos de Vallecas se convirtió en un poblado de cabañas y chabolas para campesinos que emigraban a la ciudad. Enseguida la Cañada se llenó de pobladores que levantaban sus viviendas al margen de las instituciones.
Al inicio de la década de los 90, la segunda generación de vecinos convirtió la Cañada en un pueblecito a las afueras de Madrid. La llegada de inmigrantes extranjeros y los realojos de chabolistas cambiaron el paisaje con el nacimiento del nuevo siglo.
Cada extranjero sin recursos que aterrizaba en Madrid tenía una oportunidad en la Cañada. Marroquíes, rumanos, búlgaros, bosnios y serbios se unieron a los vecinos originarios. Comenzaron los problemas de masificación. Unos problemas que se completaron con el realojo de poblados que se desmantelaron en nombre de unos Juegos Olímpicos que Madrid nunca llegó a celebrar.
Los pobladores de La Rosilla, Pitis y Las Barranquillas se trasladaron al sector VI de la Cañada cuando sus chabolas fueron derruidas. Desde entonces, esta parte es un foco permanente de problemas y su fama ha salpicado al resto del asentamiento ilegal.
Según el último censo, en la Cañada viven 10.000 personas. La estimación habla del triple y la Comunidad de Madrid trabaja ya en un nuevo recuento poblacional.
La Cañada Real se divide en seis sectores a su paso por Madrid. La mitad norte de la vía acoge los cinco primeros sectores. La otra mitad corresponde al sector VI, que alberga a unas 5.000 personas.
El primero de los tramos está integrado en el casco urbano de Coslada, municipio colindante con Madrid. Se trata de una calle perfectamente normal, con casas consolidadas, circulación de coches y señalización. La diferencia es que todas las viviendas son ilegales porque fueron los vecinos los que las levantaron. Sucede lo mismo en el sector II, que avanza hacia el sur dentro del Ayuntamiento de Madrid. La mayoría de los habitantes de estos dos sectores son españoles.
Al entrar en el sector III se advierte un cambio de paisaje: la Cañada Real avanza por la frontera entre Madrid y Rivas Vaciamadrid y en ella las casas de calidad se turnan con chabolas y viviendas precarias. Los vecinos también son españoles, muchos de ellos de etnia gitana.
El sector IV prolonga la frontera entre ambos municipios y las condiciones empeoran: más chabolas y más casitas endebles. Aparecen los primeros escombros de casas derruidas y también se amontona la basura. Los vecinos aquí son mayoritariamente españoles y hay algunos marroquíes. La primera mitad de la Cañada se completa con el sector V: una zona habitada por marroquíes que se mantiene cuidada y con casas de calidad aceptable. Después ya llega el sector VI, que se prolonga por el distrito de Villa de Vallecas hasta alcanzar Getafe. Ahí es donde el paisaje empieza a cambiar.
La Cañada atrapa
“Esto es un mundo aparte”, dice Pilar mientras se cruza de brazos para cerrar su chaqueta y protegerse del frío. Lleva 13 años viviendo en el sector VI con su marido y sus dos hijas, que tienen ocho y 10 años. Su casa está hecha de cemento, con un tejado rojizo y un pequeño patio en el que la ropa secando se pierde entre sacos de arena, una bañera abandonada y hierba que crece por las rendijas que deja el cemento.
“Aquí no llega nadie", dice Pilar. "Correos no entra, tenemos que ir nosotros a la oficina. Pero no siempre podemos, y si nos llega una multa o un aviso se puede convertir en un embargo. Nos ha pasado alguna vez”.
En el sector VI las casas y las chabolas se levantan sobre la tierra y el barro. “Ya te puedes estar muriendo que la ambulancia aquí no entra sin la Policía. Se quedan esperando ahí fuera en la rotonda”, señala Pilar con la cabeza, sin dejar de cruzar los brazos.
La parada de metro más cercana es Valdecarros de la Línea 1. Está a una hora caminando y para alcanzarla hay que pasar por una vía de servicio y una vía de tren y atravesar la M-50.
El autobús está algo más cerca, pero no es un autobús corriente. Se trata del 339, que comunica el sector VI con la plaza de Conde de Casal y no hace paradas. Es una línea exclusiva para los vecinos de la Cañada, instaurada por el Ayuntamiento después de las quejas de los vecinos de otros barrios. “Ese autobús va lleno de yonquis”, cuenta Pilar. “Yo no lo cojo, me da miedo”.
“La Cañada atrapa”, dice Daniel Ahlquist. Él es el coordinador del proyecto de zonas desafectadas de Madrid de la Cruz Roja y una de las pocas personas que puede pasearse por el sector VI.
“Aquí no hay espacios de ocio ni infraestructuras ni parques ni colegios ni canchas de fútbol", dice Daniel. "El aislamiento es bidireccional. Durante años la administración ha dejado de lado esta zona”.
Daniel luce el chaleco de la Cruz Roja mientras juguetea con el pie con una piedra: “No hay transporte público ni transporte adaptado para mayores y minusválidos. Cualquier empresa, recado o reparto tiene el mismo mensaje para los vecinos: 'Te espero en la rotonda, yo ahí no entro'. Lo mismo que los taxis: se niegan a entrar aquí. Los servicios de limpieza entran poco y lo hacen con la policía”. Daniel patea la piedra.
No hay abastecimiento de agua en el sector VI. La traen con camiones cisternas. Fue Cruz Roja quien avisó hace dos veranos de que era necesario transportar agua. Dieron la alarma después de descubrir dos bebés deshidratados. “No puedo asear a mis hijas como debería porque tenemos el agua muy limitada”, cuenta Pilar. “A veces van algo sucias o con la ropa sucia y tengo miedo de que las vean los servicios sociales y me las quiten”.
Daniel recuerda que la vida es muy distinta para un habitante de la Cañada y lo explica con un ejemplo: “Si Pilar tiene que llevar a sus hijas al médico, necesita planificar todo ese día: pedirle a su marido que no vaya a recoger chatarra, perder el dinero de ese día, gastarse casi 20 euros en transporte, procurar que las niñas estén aseadas y arregladas para no tener problemas con los servicios sociales, gastar dos horas de viaje de ida y vuelta y confiar en que el médico quiera atenderla porque no puede pedir cita. Creo que los servicios de todo tipo deben tener en cuenta que cualquier movimiento para esta gente supone una odisea. No les pueden mandar de vuelta a casa sin más”.
“A veces", explica Pilar, "el conductor del autobús escolar regaña a las niñas porque van manchadas de barro. Pero es que no se da cuenta de que ellas tienen que caminar sobre el barro para llegar a la parada”.
En el colegio las niñas no dicen dónde viven. “Decir que eres de la Cañada es perder oportunidades de trabajo o hacer que los demás niños se burlen", dice Daniel. "Los críos no invitan a nadie a casa y no celebran los cumpleaños. Esconden su origen para evitar el estigma. Hay padres que llevan en coche a sus hijos al cole para que los demás no sepan que vienen de la Cañada. Incluso los empadronan en otros lugares de Madrid donde tienen familia o amigos”.
No se trata sólo de hambre o de carencias. Vivir en el sector VI es una marca en la piel que los vecinos tratan de tapar.
“El aislamiento es físico y social”, dice Daniel. “Hace que la zona empeore. Es difícil entrar en la Cañada pero es mucho más difícil salir”.
Unos mil niños residen en el sector VI. El absentismo escolar es galopante. Unos 100 niños ni siquiera están escolarizados y las tasas de embarazo juvenil son muy elevadas. “Los niños aquí deciden si quieren o no ir al colegio y también los horarios de sus comidas", explica Daniel. "Sólo ellos deciden dónde van y con quién. Se educan entre ellos”.
Es un escenario donde a menudo el tráfico de drogas es el único camino tentador.
Convertirlo en un barrio
No hace mucho que la Cañada Real se erigió como un problema político. Cuando los desalojados de los poblados de la ciudad se mudaron al sector VI, los medios recogieron una situación de precariedad y masificación. Enseguida también de delincuencia e inseguridad.
El mensaje se coló en la agenda política con estruendo. Un reportaje de El País titulado Los niños olvidados del vertedero explicaba cómo medio millar de niños sin escolarizar se movían entre droga y escombros. También entre los centenares de camiones que se dirigían al vertedero de Valdemingómez. Ese año cuatro pequeños murieron atropellados. Desde entonces se ha construido una carretera paralela a la Cañada.
En el año 2011 se aprobó la llamada Ley de la Cañada, que reconoce como interlocutores válidos y oficiales a los vecinos a pesar de que sus viviendas son ilegales. La ley ayudó a paralizar los derribos de casas, que hasta ese año suponían constantes problemas y enfrentamientos entre familias y autoridades. Sólo se destruyen aquellas casas destinadas a la venta de droga. Los escombros se dejan en el sitio para evitar que se levanten chabolas nuevas.
En 2013 la Comunidad de Madrid estableció un acuerdo marco en el que a través de mesas sociales se establece un proyecto urbanístico y social para la Cañada. “Pero desde ese año no se ha hecho nada urbanísticamente. No ha habido mejoras y el ayuntamiento de Madrid no ha dado ningún paso”. Lo explica Francisco Guerrero, de Arquitectura Sin Fronteras (ASF). Avanzado el siglo XXI, Madrid aún alberga un área de extrema marginalidad.
Javier Barbero es el concejal de Salud, Seguridad y Emergencias del Ayuntamiento de Madrid. “La solución depende de la Comunidad de Madrid, pero en el Ayuntamiento no nos lavamos las manos", dice. "Proponemos un plan mixto por el que la Cañada se convierta en un barrio normal. Tenemos que realojar a los vecinos de los sectores donde eso no sea posible”.
Para Cruz Roja ese realojo es una utopía: “¿Realojar a 10.000 personas? Es imposible. Hay que trabajar en normalizar esta zona y convertirla en un barrio”.
El plan para mejorar el barrio ya existe. Lo planteó ASF hace años. Pero de momento nadie ha empezado a aplicarlo. Los escombros, la basura y la droga siguen en el sector VI a 20 minutos del centro de Madrid.
Las familias que venden
El epicentro del sector VI es la parroquia de Santo Domingo de la Calzada. La iglesia, cuyo párroco es el padre Agustín Rodríguez, es un oasis en medio de un escenario que es un viaje en el tiempo a la peor época de la heroína de la España quinqui.
El templo se levanta en medio de una explanada junto a la que discurre el primer tramo del sector VI, el punto más duro de la Cañada, donde un grupo de familias gitanas se dedican al narcotráfico. “Este es el punto con más problemática social acumulada de Madrid”, explican en la parroquia.
En octubre se desmanteló el clan de Los bigotes, que operaba en este sector. Los agentes detuvieron a 17 personas y se incautaron de 17.000 euros en efectivo, dos escopetas, dos pistolas, un kilo de cocaína y medio de heroína. Desde entonces, la droga la gestionan aquí dos clanes principales.
Las operaciones policiales no son fáciles aquí. Las familias usan las chabolas como búnkeres donde se vende la mercancía. El comercio fluye durante las 24 horas.
Los bigotes, por ejemplo, tenían dos viviendas vendiendo por el día y una tercera por la noche. Las casas de venta suelen estar señalizadas de alguna forma, a veces con una estrella de David pintada, otras con un inequívoco "Se vende". Son también cuarteles acorazados con varias puertas, rejas y desagües para deshacerse de la droga en caso de redada. Por eso, a pesar de ser chabolas, se venden por hasta 250.000 euros. Según la Policía, los clanes pueden ganar hasta un millón de euros al año con el negocio de las drogas.
Alrededor de las casas se sitúan círculos de seguridad formados por machacas: chavales que se dedican al menudeo y la vigilancia. Si la policía se acerca, el tiempo de reacción es suficiente. El suelo de esta zona, para desgracia del resto de vecinos, está lleno de baches y agujeros intencionados que impiden que los coches policiales alcancen una gran velocidad.
El sector VI ha albergado 96 operaciones policiales en el último año. Hubo 271 arrestos de 13 clanes y se incautaron 242 armas. Según los datos recogidos por la Cruz Roja, 7.000 coches al día llegan cada día hasta aquí en busca de droga. Cada uno suele llevar unas tres personas dentro.
Las tiendas de campaña
Alrededor de la iglesia hay decenas de tiendas de campaña raídas. Dentro duermen toxicómanos envueltos en mantas y suciedad. Otros tantos lo hacen en coches abandonados. Uno de ellos, con la cabeza y la cara cubiertas de sangre seca, llama a la puerta de la parroquia y pide permiso para ducharse. Al lado, un chico en cuclillas se inyecta heroína pinchándose en los genitales.
El suelo está lleno de desperdicios y jeringuillas. Niños de etnia gitana vigilan cada esquina comunicándose con silbidos y carreras. Hay pequeños vertederos por todas partes que se mezclan con el barro y con los escombros de chabolas derruidas. También con módulos prefabricados frente a los que hay aparcados coches de lujo.
El sector VI no admite medias tintas: se trata de uno de los puntos más marginales, inseguros y degradados de Madrid.
Una vecina se queja: “La Policía es quien decide que todo se concentre aquí. Tener todos los yonquis y toda la droga aquí metida es una forma de que el resto de la ciudad esté limpia. ¿O tú has visto yonquis en otras calles de Madrid? Los tenemos aquí todos”.
Un poco más al sur, en la otra mitad del sector VI, el escenario cambia. La población gitana da paso a la árabe. Aquí no hay narcotráfico. Aunque es una comunidad cerrada, la inseguridad da un respiro. Más adelante vuelven los vecinos gitanos, que ocupan el tramo final. Aquí tampoco hay droga. Sus habitantes se dedican a la chatarra y a la venta ambulante.
Es aquí donde vive Pilar, la mujer con dos hijas pequeñas, y es aquí donde vive Carmen con su marido y su hijo Jorge. Barre con empeño sobre el barro a la entrada de su casa en la que viven desde hace cuatro años.
“Recogemos chatarra y nos dan siete céntimos por kilo, ¿qué te parece?”, explica.
La familia vive gracias a la Renta Mínima de Inserción (RMI): una ayuda de unos 400 euros que concede la Comunidad de Madrid. “En invierno no salgo de casa porque no puedo con el frío”, dice Carmen. De fondo se escucha el pitido de los camiones que descargan en el vertedero. Un fuerte olor impregna el aire. “Nosotros ya ni lo olemos”.
A un par de kilómetros de la casa de Carmen y como un poblado satélite de la Cañada, se encuentra El Gallinero, un asentamiento de gitanos rumanos en el que 500 personas malviven hacinadas en chabolas levantadas sobre la basura. Otros campamentos similares, aunque más pequeños, crecen en los aledaños de la vía.
“Los compañeros de cooperación internacional alucinan aquí”, cuenta Daniel, de la Cruz Roja. “Dicen que es lo mismo que trabajar en un lugar de conflicto o de crisis humanitaria”.
En uno de los bancos de la iglesia, enroscado sobre sí mismo, duerme un chico. Son las 11 de la mañana. Un trabajador social lo observa. Después añade: “Es el único sitio donde puede bajar la guardia”. Descansar en el sector VI es un lujo.