A principios de enero, Boston.com publicó una entrevista con el cocinero personal de Gisele Bündchen donde daba las pautas de lo que comían la supermodelo brasileña y su marido, el jugador de la NFL, Tom Brady. De manera inmediata, todas las páginas de moda y belleza se hicieron eco del contenido de la entrevista y publicaron piezas con titulares del tipo "ya tenemos los secretos de Gisele para estar así de guapa", o "La dieta de Gisele con la que estarás perfecta para este verano". Como por ejemplo en esta revista que dice que si hay que comer de alguna forma para bajar kilos, debe ser esta.
No nos hacemos una idea del daño que hacen este tipo de noticias que reducen la perfección de una mujer a someterse a tal o cual dieta porque lo diga gente famosa. Inmediatamente propuse a mis jefes hacer de conejillo de indias y someterme a los hábitos alimenticios que propone este cocinero y así poder conocer en primera persona las virtudes o defectos de esta forma de comer.
Si comes como Gisele no te vas a quedar como Gisele
Así que me presento: soy Patricia, tengo 30 años, mido 1,73 metros y peso (antes del experimento) 63 kilos. Con esta experiencia quiero dejar claro que lo importante es estar bien alimentados y no seguir hábitos de quienes llevan una vida que no es la nuestra. Y así me lo dijeron los médicos.
Lo primero que hice fue ponerme en contacto con un equipo de nutricionistas. Hablé con la Clínica Londres, de Sanitas, donde me informaron de todos los beneficios y defectos que tenía iniciar este tipo de experimentos. “Obviamente tiene partes positivas y partes negativas. Pero que te quede claro que si comes como Gisele no te vas a quedar como Gisele", me advierte la nutricionista Elena de la Fuente Hidalgo.
La doctora Hidalgo me dejó claro que la genética tiene mucho que ver en cómo nos afectan los alimentos. Primera lección: no hacer las cosas a la ligera y por nuestra cuenta. Hay que someterse a las directrices de un médico y estar controlados en todo momento.
El primer paso
Durante la primera consulta en la clínica me hicieron un estudio donde me pesaron, me midieron, me hicieron análisis de sangre y un estudio antropométrico. También me preguntaron acerca de mis hábitos alimenticios y sacaron conclusiones: yo no necesitaba dieta. Solamente una "reeducación alimentaria". Con todo y con eso me ayudaron en mi propósito, sin locuras y supervisada en todo momento.
Mi nutricionista me recomendó hacer un diario con las sensaciones que iba experimentando a lo largo de los días. Y así lo hice, pero en una cuenta de Instagram donde he contado, día a día y comida a comida, cómo me sentía.
¿En qué consiste esta alimentación? ¿Es buena para la salud?
Lo que hacen Gisele y su marido no es una dieta per se, sino una forma de vida donde "el 80% de lo que comen son vegetales. El 20% carnes magras. Si comen pescado, cocino salmón salvaje", decía Alan Campbell (el cocinero) en esta entrevista.
Pero aunque no fuera una dieta como tal, sí que me deshice de multitud de alimentos que marcan mi vida diaria. Me quitaron el café, la carne roja, la mantequilla, la mermelada, las patatas, las ensaladas imposibles de mil ingredientes. Los tomates fuera. El aceite de oliva que tanto me gusta sólo lo pude usar crudo. Nada de pimientos, arroz blanco o pasta normal. Para cocinar: aceite de coco. Tuve que comer todo ecológico y todo más caro de lo habitual. Tampoco bebí coca-colas o refrescos. Ni vino ni cerveza. Para mi fue una tristeza. Para una supermodelo, algo normal.
Y de esa tristeza de no comer lo que me diera la gana (como llevo haciendo toda la vida) vinieron mis cambios de humor y mi desgana. Al tercer día de empezar la dieta compañeros de trabajo me preguntaban el por qué de mi mala cara. Uno me dijo, preocupado, que yo no era así.
Y tenía razón. No sé si fue el cambio radical de alimentación o la impotencia de no saber cómo cocinar estas cosas. Los primeros días tuve que cocinar cosas que no había hecho en mi vida. Gracias a los comentarios que fui recibiendo en la cuenta de Instagram supe cómo aderezar mejor las comidas para que supieran a algo.
Mi humor cambió y mi vida social también se redujo. Durante el primer fin de semana fui con mis amigas a cenar fuera. La nutricionista me dejó un día más o menos libre para comer sushi con salmón. El siguiente fin de semana también salí a comer fuera y a punto estuve de levantarme de la silla con ganas de llorar. No podía comer nada salvo un trozo de salmón. Otra vez.
La leche tenía que ser de avena, almendras o arroz. El pan para los desayunos debía ser de espelta, avena o cereales. Para superar el sabor de este tipo de bebidas tuve que poner té chai. Por el contrario, pude conocer un montón de gente que toma este tipo de bebidas.
Las mañanas sin café fueron un horror. Eché de menos el café como quien intenta dejar de fumar. Creo que sentí el mono de la cafeína y ya empezaba los días sin energía. Así eran mis desayunos:
Gisele y Tom no toman azúcar blanca, ni harina blanca. La sal que comen es rosa del Himalaya (unos 3 euros el paquete) y nunca comen nada cocinado con aceite de oliva, según su cocinero.
Tampoco ingieren solanáceas porque no son anti-inflamatorias. Así que no había tomates, pimientos, champiñones o berenjenas. "Quitar alimentos que están tan arraigados en nuestra cultura es difícil", me decía la nutricionista, que siempre guiaba mis comidas y me recomendaba recetas para intentar animarme.
La primera semana fue fatal. Cuando hacía deporte (juego dos veces por semana al pádel) notaba que me faltaba gasolina. Incluso llegué a marearme en el trabajo por falta de azúcar. También me dolía la cabeza y la mayor parte del día tenía hambre.
Aunque mi nutricionista me advertía de que comiera todo lo que quisiera cada dos horas, solamente podía comer o fruta o frutos secos, naturales y ecológicos y, para mi, sin sabor. Me empezó a dar asco, así que opté por comer siempre fruta y la cosa cambió: con ella llegó el azúcar a mi cuerpo. Eso sí, toda ecológica y más cara.
¿Cuánto cuesta comer así?
El primer día que fui a hacer la compra solo tuve tiempo para ir a una gran superficie y sumergirme en su parte ecológica. Luego descubrí los locales especializados y aluciné. Un par de yogures de soja (recordad que los lácteos estaban prohibidos) me costaron casi 2 euros. Un paquete de pan de espelta, casi 3 euros. Un bote pequeño de aceite de coco, 12 euros. Un paquete de quinoa, 7 euros.
Compré todo lo que veis en la imagen y me gasté 31 euros. Eso el primer día. Durante las dos semanas que duró mi experimento me gasté 105 euros. Algo que, ni de lejos, me gasto en dos semanas comiendo "normal". Así que si queréis comer como Gisele preparad el bolsillo. Es muy caro.
Me pongo en contacto con la Sociedad Española de Agricultura Ecológica para saber el porqué del auge de este tipo de alimentación en nuestro país. El director técnico, Víctor González, me cuenta por teléfono que "desde hace un par de años las ventas y el número de tiendas ha aumentado hasta el 1,5% del volumen total". Una de las principales razones que me cuenta es que "este tipo de agricultura no tiene residuos de productos químicos y beneficia al agricultor y a la sociedad, que ve en esto una satisfacción por estar contribuyendo a la mejora del Medio Ambiente".
¿He perdido peso?
Sí, 1,100 kilogramos. Antes de iniciar la dieta pesaba 63 kilos. Cuando la terminé: 61,9. Pero la realidad es que yo no necesito dieta. Seguramente igual que tú que estás leyendo esto. El michelín que te asoma en la barriga se quita haciendo deporte, no haciendo locuras alimentarias por cuenta propia como intentan vendernos desde ciertas revistas de moda.
Un consejo: si quieres perder los dos kilos que te sobran para este verano ve a un médico. Te dará la alegría de decirte que no tienes que hacer dieta, simplemente tendrás que comer algo más sano. Gisele, y el resto de modelos, viven por y para su cuerpo y quizá esta dieta sea buena para ellas. Para mi, con un trabajo y una vida terrenal, no lo es.
Con la tercera revisión en el médico llegó mi rechazo total a seguir haciendo esto. Me encontraba mal, de la mala leche, irascible y con cambios de humor drásticos. La doctora Hidalgo comprendió mi decisión y pusimos fin al experimento.
Mi nutricionista me dijo que si me gustaba este tipo de comida me iba a enganchar a comer de esta manera. Una dieta hipocalórica con unas restricciones altísimas. Reconozco que algunos de los platos que he comido los podría incorporar perfectamente a mi día a día. Hay otros que no quiero volver a ver en mi vida. Tampoco quiero volver a pasar hambre.
En conclusión, ¿es sano comer así? Sí. ¿Es buena para una vida normal y ordinaria? Mi experiencia dice que no. ¿Faltan alimentos? Muchos ¿He sido feliz comiendo así? Para nada.