“Tía, soy Sofía. No te localizamos. Hemos estado aquí. Llámanos, estamos preocupados”. La nota la dejó Sofía, de 15 años, en el buzón de su tía Ángela Gil. Lo hizo en febrero de 2015.
Desde octubre de 2013 ni Sofía ni el resto de la familia sabían nada de Ángela, que entonces tenía 52 años. Acompañada por su padre, cuñado de Ángela, Sofía subió hasta el segundo piso del edificio después de depositar la nota en el buzón y llamó a la puerta de su tía. Gritó su nombre mientras aporreaba la entrada. Del otro lado, sólo hubo silencio. Ángela yacía muerta en su sofá.
Sofía y su padre se rindieron y se fueron a su casa, en el pueblo de al lado. Creyeron que quizá Ángela se había ido a vivir a otro sitio sin avisar. El cuerpo llevaba un año y tres meses en el sillón y aún permanecería allí durante 13 meses más. Nadie hasta la semana pasada se dio cuenta de que Ángela estaba muerta en el sofá.
El lugar donde murió
Ángela vivía en Valdilecha, un pueblo de 3.000 habitantes a 40 kilómetros al sur de Madrid. Para llegar hasta allí uno tiene que recorrer primero una interminable recta de asfalto irregular. En este Jueves Santo se multiplica la sensación de soledad: sólo un rebaño de ovejas y su pastor, garrote en mano, humanizan el paisaje.
El pueblo se esconde en un valle al que se llega con la réplica de la recta: varias cerradas curvas que serpentean en pendiente mientras un tractor cargado de grano impide superar los 15 kilómetros por hora. En las estrechas calles del pueblo unas vecinas en chándal han salido a caminar. Después de dejar claro que no conocían de nada a Ángela, indican que su casa se encuentra en lo alto de la localidad.
El sol calienta en Valdilecha. En la plaza mayor se ultiman los preparativos para una Pasión viviente y la comisaría de la Policía Local está cerrada. El teléfono móvil que han dejado para emergencias está apagado.
Guerrilla con los vecinos
El edificio de Ángela está en el número 100 de la calle Ronda, un bloque pequeño y amarillo de dos alturas que ofrece bonitas vistas del valle. El solar sobre el que se levanta pertenecía al padre de Ángela, que lo vendió a una constructora con la promesa de que uno de los pisos fuera para su hija. En concreto, el segundo B.
Allí se instaló Ángela en octubre de 2005. Se acababa de divorciar después de haber vivido en pareja en Carabaña, el pueblo vecino, a unos 10 kilómetros de Valdilecha.
Durante el primer año, la mujer mantuvo una relación cordial con sus vecinos. Los problemas empezaron a finales de 2006 con unas goteras que salían de casa de Ángela y que inundaban el piso de abajo. Subió el vecino a hablar, pero Ángela se negó a arreglarlo. Las goteras fueron a más. También las humedades. El enfrentamiento entre Ángela y el resto de propietarios se convirtió en una batalla.
Cuenta un vecino que Ángela comenzó a comportarse de manera extraña y violenta. Echaba agua por las escaleras dañando con la humedad la pintura y las paredes. Arrojaba la basura por el patio interior, rompía las bombillas, tiraba comida por las escaleras y subía y bajaba sin saludar.
La situación llegó a tal extremo que los vecinos decidieron colocar cámaras para registrar los desmanes de Ángela. Ella logró romper una con una escoba, pero la otra captó su conducta.
En los vídeos, que un vecino envió al juzgado, se puede ver a Ángela, una mujer morena, delgada y con canas, paseando por el edificio en pijama rosa y con el pelo recogido. En una de las escenas grabadas, se asoma a la ventana de su casa, mira al vecino y le hace el gesto amenazante de cortarle el cuello.
El tribunal condenó a la mujer hace unos meses a pagar 4.200 euros. Cuando salió la sentencia, Ángela llevaba muerta en casa casi dos años.
Éxodo vecinal
La conducta de Ángela empujó a largarse a dos de los cuatro vecinos. Un tercero también acabaría por mudarse. Sólo uno permaneció y mantuvo su enfrentamiento con Ángela. “Varias veces tuvimos que ir al edificio porque había problemas entre los vecinos”, cuenta un agente de la Policía Local de Valdilecha. “La mujer rompía el inmueble y arrojaba desperdicios. Varias veces la denunciaron. Era una persona conflictiva”.
Y sin embargo, más allá del portal, nadie en Valdilecha conocía esta realidad. Para sus amigos, Ángela era una persona tranquila y afable.
“Era honesta, era buena y era muy buena amiga”. Lo dice uno de sus mejores amigos, un vecino del pueblo que prefiere no decir su nombre. “Es verdad, tenía problemas psicológicos importantes. Pero como los tienen muchos y no por ello son mala gente”. Ángela tenía unos tres o cuatro amigos en el pueblo. Otro dormía con ella en su piso de vez en cuando. Cuando se cruzaba con algún vecino de Ángela en la escalera, el hombre intentaba ejercer de mediador. Les decía que tenían que ser más pacientes y comprensivos con ella. Que Ángela se estaba medicando y lo estaba pasando mal.
Por el patio interior los vecinos escuchaban de vez en cuando a Ángela hablar por teléfono, a veces a gritos. Decía que no podía más, que no dormía. Que tomaba ansiolíticos pero que no le hacían efecto. Y que lo único que tenía en la vida era a su sobrina Sofía, la chica de 15 años que le dejó la nota en el buzón.
Muerta en el sofá
En el año 2011 Ángela desapareció durante un tiempo. Al parecer, se fue a vivir con un amigo. Su salida supuso un respiro para los vecinos. Estuvo fuera unos meses y regresó en octubre de 2013. Para entonces le habían cortado el agua y la luz porque no pagaba y decidió hacerse una toma casera ilegal.
Al cabo de un mes, a principios de noviembre de 2013, sus vecinos la vieron por última vez.
“Pensamos que se había vuelto a ir y nos alegramos mucho”, dice un vecino. Pero no. Ángela murió ese mes en su sofá.
¿Muerte natural? Las autoridades no se pronuncian de momento. Se hizo una autopsia preliminar pero el avanzado estado de descomposición del cuerpo dificulta los resultados. El mejor amigo de Ángela tampoco quiere especular, pero tuerce el gesto y acaba susurrando: “No lo creo. No creo que fuera muerte natural. Se medicaba mucho”.
Desde noviembre de 2013 hasta las cinco de la tarde del 16 de marzo de 2016, el cadáver de Ángela permaneció en su sofá sin que nadie se percatase de que había muerto. Su familia vive en Carabaña y durante ese periodo acudieron dos veces a su casa, preocupados por su ausencia.
La relación no era muy fluida, no se comunicaban con frecuencia. Un amigo de Ángela va más allá e insinúa que la familia se había desentendido de la mujer. “Entre todos la mataron y ella solita se murió”, dice. “Le faltó apoyo humano. La familia sabrá. Ellos sabrán...”.
La primera vez que la familia fue a ver qué ocurría, por qué Ángela no daba señales, fue en invierno de 2014. La hermana de Ángela llegó a aporrear la puerta. “¡Ángela! ¡Ángela!”. No hubo respuesta. Un año después, aparecieron Sofía y su padre. Lo que sucedió aquella mañana ya lo sabemos: la sobrina dejó una nota y también golpeó la puerta. Otra vez silencio.
Por increíble que parezca, los vecinos aseguran que nunca hubo olor. Tampoco otros indicios. Sólo había desaparecido como ya lo hiciera en 2011. A tenor de los problemas de convivencia, no iban a ser los vecinos quienes emprendieran la búsqueda.
Fue el mejor amigo de Ángela quien el 16 de marzo habló con la Policía Local. Les dijo que temía que algo malo le hubiera pasado a la mujer y que tal vez habría que mirar dentro de la casa. Dos agentes se desplazaron al piso de Ángela y miraron por la mirilla de la puerta. No vieron el cuerpo como tampoco lo habían visto antes los familiares, pero sí algunos indicios. El suelo estaba manchado con fluidos corporales fruto de la descomposición.
Decidieron llamar a la Guardia Civil. Un furgón se presentó en el lugar y tiraron la puerta abajo. El escenario era desagradable. Los vecinos se sorprendieron. Algunos amigos, no.
“La familia estaba desesperada por ayudarla, pero no se dejaba”, cuenta un amigo de Ángela. Sólo quería tratarse con su sobrina Sofía, a la que llamaba por teléfono cada Navidad”. Ella fue la que dejó la nota en aquella visita en la que llegó a preguntarse en voz alta, mirando a los vecinos y después de haber llamado a la puerta: “No estará muerta ¿no?”.