Manchester

Si alguien se asomase a Manchester como quien se asoma a una olla para remover el guiso, estirando el cuello vería que los barrios que se extienden a ambos lados de la Curry Mile recuerdan, en realidad, a una cocina.

No es por la obviedad del olor, que por cierto se introduce en las pituitarias como una serpiente, sino porque es un asentamiento que se asemeja mucho a un plato de curry. Parece que alguien se ha subido a un taburete y ha agitado su brazo para especiar la ciudad: keniatas, kurdos, turcos, sirios, iraquíes, iraníes, indios, bangladesíes, pakistaníes, afganos o egipcios comparten espacio aquí.

Según las cifras de Manchester, el 38% de la población de Rusholme es musulmana. Los datos son de 2011. Pero tal y como explica World Population Review, el número podría ser mayor: en la última década, el porcentaje de musulmanes se ha duplicado. Hoy son unos 80.000 en una población de 500.000 habitantes. Gran parte de la comunidad islámica se concentra en los barrios de Moss Side, Victoria Park y Longsight. Todos ellos pertenecen al área conocida como Rusholme y tienen una espina dorsal: la Curry Mile.

En menos de un kilómetro se concentran 53 restaurantes, 16 tiendas donde comprar ropa femenina (niqabs, hijabs, abayas, jilbabs y kaftans), nueve barberías y peluquerías para hombres y una para mujeres. La calle se llama Wilmslow Road pero todos aquí la conocen como “la milla del curry” aunque mide menos de una milla.

Tiendas del barrio. Alex Pepperhill

La Curry Mile está acotada por Moss Lane East y Dickenson Road. Arriba impera el orden. Abajo, el caos. La jerarquía se repite incluso en la estructura urbana. La parte de atrás de la calle principal está repleta de la basura de los restaurantes, colillas de camareros que apuran el cigarro en sus descansos y coches de lujo.

A un lado, el exotismo de la mezcla cultural atrae a ingleses y turistas que acuden a conocer Afganistán o la India en un viaje estomacal. Al otro, las palomas se reúnen para alimentarse de las sobras.

La Curry Mile no madruga. Es difícil ver movimiento antes del mediodía. La calle es un animal nocturno que despierta cuando se encienden las farolas y los carteles luminosos de los restaurantes. Las calles bostezan y se desperezan. Si eres mujer, los taxistas te aconsejan que no vayas sola por la zona a partir de las nueve de la noche.

Kate Joy, de 56 años, vive en Great Western Street, una de las calles perpendiculares a la milla del curry. Son las cinco de la tarde pero está despeinada como si acabara de levantarse. Se fuma un pitillo en la puerta de su casa. “Soy de las pocas blancas que verás por aquí. Aquí los extranjeros somos nosotros, los ingleses”, dice.

En los barrios que componen Rusholme, quienes no son blancos representan entre el 55% y el 73% de la población, según un estudio del Manchester City Council. Una cifra muy por encima de la del resto de suburbios de la ciudad.

“Cuando entras a esta zona no parece que estés en Manchester”, dice Kate. “Es como viajar a otro país. Bueno, a muchos países diferentes a la vez pero todos ellos islámicos. Supongo que cuando eres inmigrante te instalas en un sitio en el que hay gente de la que te sientes cerca”.

Un supermercado en el barrio. F.V.

¿Integrados o marginados?

En el libro Islam en Europa: ¿integración o marginación? (2004), Robert J. Pauly, profesor de ciencia política en la Universidad de Southern Mississippi, apunta que “en el Reino Unido, la comunidad musulmana se concentra en los distritos más pobres de Londres, Bradford, Manchester, Glasgow y Birmingham”. En estos lugares, muchos jóvenes sin estudios ni trabajo se sienten fuera del sistema. “La integración es importante, pero no puedes forzar a la gente a integrarse”, señala Pauly. “La tasa paro en estas zonas islámicas es tres o cuatro veces más alta que la media nacional. Son precisamente los inmigrantes de segunda y tercera generación los que están más desilusionados o desesperados. Creen que el gobierno no les ha dado oportunidades razonables para prosperar”.

Tienen la nacionalidad británica pero no siempre se sienten parte de su país.

Abedin Fokrul tiene 23 años y nació en Londres. Sus padres emigraron desde Bangladesh pocos años antes de que él naciese. Llegó con 15 años a Manchester. Aunque ha estudiado en institutos ingleses, su acento es el de una persona del país sudasiático. Ahora trabaja en una barbería de la Curry Mile y vive en Longshight con sus padres.

“Me siento inglés pero sobre todo bangladesí”, explica. “Tengo pocos amigos de aquí porque nuestras costumbres son diferentes. Los chicos ingleses quieren salir de fiesta, fumar, beber alcohol. A mí eso no me gusta porque soy musulmán. Tampoco quiero vivir aquí siempre. Pero es el sitio en el que me siento más cómodo”.

Uno de los compañeros de Abedin es Carlos Fernando, de 32 años, procedente de Colombia. En su brazo derecho tiene tatuados los nombres de su hijo, Liam Fernando, y los de sus padres, Diego y Belly. “Yo me dedicaba al negocio de la droga pero vi que aquello tenía que cambiar”, dice. “Me fui a Zaragoza y allí me casé con una española. Tuvimos un hijo y nos fuimos todos a Londres. Allí empecé a trabajar de peluquero. Ahora estamos separados y yo me vine a Manchester. Aquí trabajo de 10 de la mañana a 10 de la noche pero cobro bien. Unas 1.500 libras al mes sin pagar taxes [impuestos]. Pero porque el jefe no quiere hacer contratos. Aquí se mueve mucho dinero negro”.

Al llegar a la ciudad, Carlos Fernando alquiló una habitación en un piso de Victoria Park en el que vivía con dos bangladesíes y un pakistaní. “Mira, yo respeto todas las culturas, pero ellos no quieren relacionarse con otra gente. Pasados unos meses me fui a vivir a un piso yo solo en Fallowfield porque este barrio de muslims [sic] no lo siento mío. Prefiero ir a mi aire”, añade.

Libros para niños. F.V.

El encanto de la decadencia

Esta parte de la ciudad se esconde como una tortuga bajo su caparazón. Es reservada e introvertida, valora su intimidad y, por tanto, detesta las cámaras y las preguntas.

Intento hablar con varias mujeres que llevan burka o niqab, pero no se detienen o me dicen que no con la cabeza. A veces consiguen armar una frase para decir que no hablan inglés.

Atiya Muzafferi tiene 15 años, acaba de salir del instituto y se dirige al supermercado Worldwide, especializado en comida halal. Es decir, en alimentos permitidos por la ley islámica. No quiere hablar pero tampoco quiere parecer maleducada. “Me gustaría estudiar alguna ingeniería, pero también casarme y tener hijos”.

Atiya nació en Manchester, pero sus padres son afganos. En casa cocinan ella o su madre: “Mi padre ya lo hace en el restaurante en el que trabaja. Cuando llega, lo que menos le apetece es cocinar”.

La acompaño hasta la carnicería del supermercado, donde el olor a sangre es más fuerte que el olor a especias. Los hombres que trabajan detrás del cristal despellejando y despedazando animales cortan la carne como si estuviesen en plena autopsia.  A veces clavan el cuchillo y la sangre les salpica en la cara. Al fondo hay un cartel: “Carne fresca de oveja cada día”.

Sarah Williams es de Liverpool, pero vive en Mánchester desde hace cinco años. Tiene 38 años y se ha acercado al Worldwide en bicicleta. Deja atrás el pasillo del arroz y el cuscús (aquí se venden en sacos de diez kilos) y se dirige a la frutería.

“Me gusta comprar aquí porque encuentro cosas que no hay en la mayoría de supermercados ingleses”, dice. Ella vive en Fallowfield, el barrio que comienza donde acaba la Curry Mile. “Según mi experiencia, la población musulmana ha aumentado muchísimo estos últimos años. Viven casi todos en este gueto. No sé si es culpa nuestra o si ellos no quieren integrarse. A veces creo que el Reino Unido, por ser una isla, tiene un carácter más cerrado que no invita a la gente a mezclarse. Mi marido el otro día me dijo que le recordaba a Molenbeek [el barrio de Bruselas conocido por ser un punto caliente del yihadismo en Europa]. Yo no creo que haya peligro, pero sí creo que es un fenómeno al que hay que echarle un ojo, fomentar políticas de integración y el empleo entre los más jóvenes”.

En 2003, el British Social Attitudes (BSA) hizo una encuesta en la que preguntaba a los ciudadanos si creían que el aumento de población musulmana podía debilitar la identidad británica. Aquel año, el 48% de las personas respondió que sí; en 2013 repitieron la encuesta y el porcentaje alcanzó el 62%.

La investigación concluyó que más de la mitad de la población británica “está preocupada por el aumento de comunidades islámicas” y que esto se debe a que “las actitudes morales y sociales de los musulmanes son anticuadas”. Sin embargo, un estudio publicado en el Journal for the Scientific Study of Religion en 2013 determinaba que “estas actitudes (estar en contra del matrimonio gay, en contra del aborto o creer en los roles de género) no son muy diferentes de aquellos no musulmanes cuya educación ha sido pobre o mala”.

En esta misma encuesta también se preguntaba por la importancia de que un pariente o alguien cercano se casase con alguien de una minoría étnica. El 50% de los encuestados –todos de raza blanca– respondió que le importaría si la persona elegida fuese musulmana.

“Los ingleses aquí solo vienen a comer. Luego se van y los problemas quedan en el barrio, claro”. Habla Youseff Osman, camarero en un restaurante de comida india y pakistaní. La Curry Mile es uno de los atractivos turísticos de la urbe, el lugar al que cualquier mancuniano, extranjero o estudiante va a comer o cenar si quiere probar comida típica de Oriente Medio sin sentir que sigue en la misma ciudad.

El encanto de la zona es su decadencia. Pero ni turistas ni ingleses sufren las consecuencias de la senectud de sus edificio, ni de la suciedad de las calles. La digestión se hace en casa.

“No sé si esto es como Molenbeek porque no lo conozco”, explica Yousseff. “Yo no veo yihadistas a mi alrededor ni malas personas. Veo a gente que vive su fe porque Alá es grande y jóvenes sin trabajo, vendiendo drogas por la calle. Nadie hace nada”.

Uthmaan Nureni con sus muñecos. F.V.

Islam en son de paz

“No puedo darte la mano. Lo siento. Imagínate que estás casada o tienes novio y él me ve, ¿qué va a pensar?”, me dice Uthmaan Nureni cuando intento presentarme. Uthmaan es de Kenia, tiene 28 años y llegó a Manchester con 15. Ahora es dueño de The World of Islam, una tienda situada en Wilsmlow Road donde vende libros sobre el islam, perfumes, niqabs y peluches de cerdo en los que pone: “Thank you for not eating me”: “Gracias por no comerme”.

En una de las estanterías superiores reposan unos cuantos juguetes en cajas de cartón. Son Yousuf y Aamina, dos muñecos musulmanes. El primero para niños y el segundo para niñas. Cuando le aprietas la mano a la muñeca, dice: “I’m Aamina, ¡and I’m muslim!” (“soy Aamina, ¡y soy musulmana!”). Ella lleva hijab y él, una taqiyah, el gorro cilíndrico que lucen algunos musulmanes.

“Yo no solía ser un buen musulmán”, cuenta Uthmaan. “Bebía, salía, no estaba muy centrado. Pero un día vi el camino y desde entonces no me he apartado de él. Dios hoy te ha puesto a ti aquí por una razón, y es para que yo te enseñé el Corán”.

Este keniano considera que los barrios que se aprietan alrededor de la Curry Mile no son guetos sino comunidades multiculturales con una religión en común. “No creo que los ingleses nos discriminen en absoluto, pero sí creo que a veces tienen ciertos prejuicios. El islam tiene que ver con la paz. No es eso que se ve en la tele sobre ataques terroristas”.

Él es el único que se deja fotografiar: posa junto a los libros, junto a las muñecas y sonríe como si ése fuese su mandato en la Tierra. “Hago cualquier cosa que sirva para dar a conocer el islam verdadero”.

El olor a curry, a kebab y a cordero se queda impregnado en las calles como el olor a tabaco en las manos de un fumador. Por la tarde, la gente llega a los bares donde sirven todo tipo de cocktails sin alcohol y té, cubiertos por una tela de plástico para que la lluvia de Mánchester no apague la shisha que no dejan de fumar.

Una carnicería musulmana. F.V.