Como cada día, Carlos Alberto Ferraz se levantó el pasado 4 de marzo a las cuatro de la mañana para ir a trabajar. Cuando a las siete escuchó en la radio que la policía había ido a buscar a Lula da Silva a su casa para interrogarlo, no se lo podía creer.
Tiene 61 años y ha votado al Partido de los Trabajadores (PT) desde antes de llegar al gobierno, hace ya 14. Antes de nada, es lulista. O lo era: “Estoy enamorado de él. O lo estaba”.
Alberto ha trabajado en la construcción y en el comercio y ahora tiene una microempresa de transporte. Con Lula, cuenta junto a su camión, “pudimos comprar un coche, reformar la casa. Y lo más importante: todo el mundo tuvo acceso a alimentación. Hoy todos los brasileños comen carne. Hace 20 años ni la veían”.
Lo sucedido el 4 de marzo tocó la conciencia de ciudadanos como Carlos, residente de Sao Gonçalo, un suburbio cercano a Río de Janeiro. Brasileños de las capas medias y bajas que crecieron en los años del PT, que votaron por Lula y luego por Rousseff, asisten ahora desencantados al frenesí de acontecimientos que vive el país.
Lo discute con Carlos un hombre de 50 años llamado Antonio, portero de un edificio de un barrio acomodado de Río. “Lula solucionó algunos problemas, pero decepcionó después de irse y dejó un país bravo, con corrupción. Son todos corruptos”, denuncia mientras Carlos niega con la cabeza y replica: “Con Lula la gente salía a la calle a gastar dinero, estaba confiada en la situación del país. Dio al pueblo bienestar social y alegría. Luego yo voté a Dilma porque pensé que daría continuación a lo de Lula y luego volvería él, en 2018”.
Pero algo se cruzó en el camino. Y no fue un camión aislado en una carretera desierta, sino un complejo proceso que ha ido mermando la economía y emponzoñando el panorama político hasta volverlo irrespirable. Nada más lejos de aquellos días de vino y rosas, en que Lula era considerado el rey del mundo y los brasileños no se preocupaban más que de su felicidad, por una vez en la vida.
El tsunami después de la olita
Autor inagotable de frases lapidarias, en octubre de 2008 Lula da Silva, entonces presidente, dejó esta perla cuando se le preguntó cómo afectaría a Brasil la crisis financiera en Estados Unidos: “Allá es un tsunami. Pero aquí, si llega, será una olita que ni se va a poder surfear”. Efectivamente, su plan inmediato de inversión y estímulo al crédito logró frenar el maremoto mundial: después de contraerse levemente en 2009, al año siguiente Brasil creció nada menos que un 7,5%.
Brasil y el FMI creían que era un jalón más en el auge sostenido de un país emergente que crecía sin freno. Pero en realidad fue la última bocanada de un esprinter quedándose sin fuelle. La inercia del crecimiento fue apagándose hasta que se estancó a partir de 2012.
Ahora el país atraviesa una recesión con mayúsculas. Pero cuando la olita se volvió tsunami y alcanzó al fin Brasil, Lula ya hacía mucho que no era presidente. Desde 2010 lleva las riendas Dilma Rousseff, que tuvo que lidiar con todos los problemas que habían permanecido escondidos. La inflación y el paro aumentaron con vigor. La moneda local, el real, se derrumbó frente al dólar y la producción industrial se desplomó. Hasta el consumo, motor del Brasil, se retrajo.
Según un informe reciente del Wall Street Journal, Brasil no ha sufrido el frenazo brusco clásico de los países emergentes. Al contrario, es el fruto de muchos años de deficiencias en la productividad, la falta de inversiones públicas en infraestructuras o el bajo porcentaje de exportación tras un ciclo de bonanza por el auge de las materias primas.
Ése es el análisis más repetido por la oposición (y negado por el gobierno): que la crisis se coció a fuego lento. Tan sólo en 2014, a dos meses de las elecciones de 2014, el país entró en recesión. Aun así Rousseff fue reelegida.
“El primer mandato no le fue mal, prolongó la dinámica anterior. Pero ahora es cuando todo explotó en las manos”, dice Luiz Gonzaga Belluzo, economista de la Universidad de Campinas y profesor de Rousseff.
“Se creó un clima de tensión e incertidumbre, que hizo que Dilma comprara el discurso de los mercados. Colocó de ministro a Joaquim Levy, un ortodoxo. Creyendo que le iría bien al país, intentó despertar a la economía de un puñetazo en la barbilla y entonces cayó KO”, completa Belluzo.
Brasil se hundía en sus índices macroeconómicos y en ese contexto afloró el escándalo de corrupción en Petrobras, empresa de capital mixto con fuerte presencia del Estado que hasta entonces era el orgullo del país.
Las capas medias y altas de la sociedad salieron a la calle para gritar todo lo que antes se habían callado. “Porque si la economía va bien, el elector tiende a perdonar la corrupción. Pero si la economía va mal, la tolerancia y la comprensión se terminan. No es la corrupción la que hace que la gente crea que la economía irá mal, es al revés, la economía va mal y por tanto la corrupción no se perdona”, apunta Carlos Melo, profesor de la universidad Insper, de Sao Paulo.
Los dos extremos de la pancarta
En un quinto piso de un edificio de una callejuela del centro de Río de Janeiro, tres jóvenes queman pestañas bajo un flexo, entre libros y papeles, en una sala que corona un retrato del economista austriaco Friedrich Hayek. Es el Instituto Liberal, un think tank de las ideas que “están conquistando Brasil”, según su director.
Bernardo Santoro es además coordinador del Movimiento Brasil Libre (MBL), uno de los tres grupos antigubernamentales que han cobrado protagonismo en los últimos tres años. Hoy Santoro está exultante por la capacidad de movilización demostrada en las manifestaciones del 13 de marzo, las más numerosas en la historia de la democracia. Le hace feliz sobre todo su rentabilidad: “Nos gastamos en total 8.000 reales (unos 2.000 euros) para meter un millón de personas en Copacabana. Pero no es magia: es Internet”.
En las redes nacieron y en las redes se multiplican. La génesis fue contradictoria: en 2013 grupos de liberales se sumaron en varias ciudades a las protestas de jóvenes indignados que pedían la congelación de las tarifas de autobús, aquellas marchas que terminaron tomando todo el país y pidiendo el boicot del Mundial de 2014. Por extemporáneo que parezca, allí también estaban Santoro y compañía, aún sin nombre ni pancarta. “Sólo éramos un dos o tres por ciento de la gente, pero empezamos a ir a esas manifestaciones de izquierda porque creíamos que el transporte era un problema de Estado y no de mercado”.
Con Facebook y Twitter de por medio fueron creciendo y en 2014 alargaron el paso, a tono con el momento político. “Al ser reelegida Dilma Rousseff, sin ninguna duda gracias al dinero de la corrupción en Petrobras, empezamos a pedir su destitución”, afirma Santoro.
2015 fue un año de explosión de los movimientos de derechas contra el Gobierno: las calles se poblaron de otro tipo de manifestaciones, poco habitual, sin banderas de partidos ni eslóganes ideológicos, sin adolescentes con la cara tapada por camisetas reivindicativas, sin bombos ni bengalas. Había en cambio matrimonios de mediana edad, de extracción social más elevada y vestidos casi siempre con banderas brasileñas y camisetas de la seleçao.
La ola verde-amarela consiguió llevar millones a las calles en marzo de 2015 y de nuevo el pasado día 13 de marzo de este año. Sin partidos pero organizados por tres movimientos: el MBL (liberal), Vem pra Rua (anticorrupción y más vinculado a partidos opositores como el PSDB) y Revoltados on Line (heterogéneo, conservador y con una estética más radical).
El líder de este último grupo en Río se dio un baño de masas este 13 de marzo. Subido al camión de oradores que avanzaba entre el gentío en la playa de Copacabana, Farid Assed –gafas de piloto, cadena de oro y polo negro con la leyenda “Dios, familia, libertad” sobre un blasón de Brasil– decía a este reportero: “Lula va a ir a la cárcel y Dilma va a perder el mandato. Aquí continuaremos hasta que así sea”.
Más que hablar, gritaba a voz en cuello para apagar el ruido que llegaba de abajo, con el coro de cánticos de sus correligionarios: “Nuestra bandera jamás será vermelha (roja)”. “Patada en el culo de ella, Brasil no es Venezuela”.
La postal de Copacabana repleta dio la vuelta al mundo, pero fue la marcha de Sao Paulo la que midió, como siempre, la temperatura del país. La avenida Paulista es el termómetro de la política brasileña: en el mismo lugar donde el domingo cientos de miles de personas gritaban contra Dilma y contra Lula, el viernes siguiente apareció teñida de rojo, con una multitud menor que la opositora pero igualmente imponente. Bajo el eslogan “En defensa de la democracia” se reunieron para cerrar filas con el Gobierno y escuchar al auténtico protagonista de las dos semanas locas que vivió Brasil.
Lula da Silva apareció como una estrella de rock cuando más llena estaba la avenida después de escuchar a los teloneros para dejar su minuto de oro. Con su voz rijosa y su camisa roja, el ministro suspendido se subió al escenario y recitó las palabras mágicas: “No va a haber golpe”.
“Hay que sensibilizar a la opinión pública mundial y decirle que hay un intento de golpe en Brasil. No es que haya polarización sino que hay un grupo muy definido con un objetivo y unos métodos claros, y del otro lado hay un Gobierno legítimo y gente que quiere que se respete el ciclo democrático”. Así lo dice Quito Pedrosa en su casa de Ipanema, Río de Janeiro. Músico y artista plástico, Pedrosa pertenece a una familia vinculada a la izquierda brasileña y al PT. Su abuelo, Mario, fue una figura del arte del siglo XX en el país y, además, fue uno de los fundadores del partido.
Al acto inaugural, en el colegio Sion de Sao Paulo en 1980, lo acompañó Quito con 15 años y desde entonces no se ha separado del partido. Hoy se revuelve indignado cuando lee en la prensa que el país está polarizado: “Ellos no representan la diversidad social ni racial de Brasil y es aterrador porque esa parte de la sociedad sólo se ha movilizado cuando quieren frenar las transformaciones progresistas. No quieren que el país siga saliendo del subdesarrollo”.
Para Pedrosa, las marchas de la oposición representan la antipolítica: “No defienden un modelo, están movidos solo por emociones y ansiedades. Parecen hipnotizados por las redes y los medios”, asegura y cree que las acusaciones contra el expresidente son parte de un acoso que se podría traducir en algo así como una destitución a priori: “Lula se convirtió en el principal objetivo cuando se dieron cuenta de que echar a Dilma significaría muy poco si no lo echaban antes a él”.
¿Comida o corrupción?
Un mando del PT que prefiere no dar su nombre cree que el país no corre riesgo de una confrontación seria entre sus habitantes. Lo dice desde el convencimiento de que “este es un conflicto entre burguesías, la progresista y la conservadora”, y que precisamente las conquistas sociales han conseguido que el país se mantenga a flote sin que se siembre el caos. Las periferias han conseguido en los años del PT un estatus que jamás habían tenido, dice, y no están para manifestaciones ni para procesos de destitución.
El PT defiende el PT lo que ha sido una gestión premiada por la ONU al sacar a Brasil del mapa del hambre: durante los años de Lula y Dilma salieron de la pobreza y entraron en el sistema decenas de millones de personas: más de 30 según los datos del Gobierno.
Esas personas que en su mayoría les queda lejano el caso Lava Jato o no saben quién es el juez Sérgio Moro. Alrededor del personaje más citado en la crisis brasileña gravitan las posturas más antagónicas que explican el momento del país. Los oficialistas lo tachan de “juez litigante”. Pero para los opositores es un ídolo y en las marchas se multiplican los disfraces de SuperMoro, juez y justiciero contra la corrupción.
En los estratos más alejados del debate político, sin embargo, la cuestión de la corrupción se simplifica en una pregunta básica: ¿es creíble Lula o no? Así lo dice Carlos Alberto Ferraz, resignado con los políticos brasileños, aún perplejo por los acontecimientos devenidos desde aquel 4 de marzo:
–¿Usted votaría a Lula si consigue presentarse a las elecciones?
–(Duda) Sólo si demuestra que no hizo lo que imaginamos.
–¿Y qué imaginan?
–Que tal vez robó, igual que todos los demás.