Salgo de casa con miedo. Son las 8.30 de la mañana y llevo puestas las zapatillas que anhelan todos los niños: unas psicodélicas Heelys con ruedas. Me las he puesto para confirmar lo que los podólogos piden a gritos: prohibir su uso en los colegios como un zapato normal.
El tacón que suelo llevar no supera los cinco centímetros, justo la medida que mide la rueda que hay entre el suelo y mi pie. Mi primera sensación es de inestabilidad. Pienso que me la voy a pegar en el mínimo descuido. No me equivocaba.
De camino al metro estoy a punto de caer al suelo unas cuatro veces en un recorrido que no llega a los 200 metros. Las zapatillas provocan mi lento caminar y el miedo a pegarme la torta del año. En el trayecto me cruzo con unos cuantos niños y sus padres me miran raro. No sé si por mi forma de caminar o por lo llamativo de las zapatillas: son rosas, moradas, azules, amarillas y blancas, y yo tengo 30 años.
La boca de metro de mi casa no es de una de esas modernas y con ascensor. Me toca bajar las escaleras de piedra y lo hago agarrada a la barandilla. Parezco inútil pero soy realista y el miedo a resbalar me impide bajar los escalones corriendo como suelo hacer cada mañana para no perder el metro. Eso ni me lo planteo hoy.
Todavía me queda recorrer el pasillo y bajar dos tramos de escaleras mecánicas. Respiro aliviada porque no tengo que andar. El peligro está en caer en esas escaleras con pinchos y que se claven en mi espalda. Así que me agarro otra vez al pasamanos y sucede lo inevitable: los ancianos y los niños me adelantan y la gente no deja de mirar.
Ya me los quiero quitar
A la sensación de inestabilidad se une el dolor de pie y de rodilla que empiezo a experimentar por andar de una forma tan diferente: de puntillas para evitar resbalar. Ando de puntillas muy lento, como si intentara no hacer ruido mientras camino. Pero lo cierto es que no puedo hacerlo de otra forma. Antes de sentarme en mi silla, ya me quiero quitar estas zapatillas porque no puedo hacer una vida normal.
Durante mi camino de casa al trabajo me han mirado personas de todas las edades, sorprendidas supongo por lo insólito de la situación. Lo que no saben es que este jueves el Consejo General de Colegios Oficiales de Podólogos pidió a los colegios prohibir a los niños acudir con este tipo de calzado a clase. Lo hicieron tras analizar un estudio de Roberto Pascual, profesor de la Universidad Miguel Hernández de Elche, que ha demostrado que usar estas zapatillas aumenta la carga en el antepié y la presión media sobre el talón.
Me he puesto en contacto con Pascual para contarle mi experimento y que me cuente qué piensa. “Es un zapato muy inestable y necesita equilibrio. Vamos, para adultos ni me lo planteo”, dice en referencia a lo que estoy haciendo.
Pascual encontró la inspiración en un colegio al que va a hacer revisiones con sus alumnos. Cuando estaba haciendo esos análisis, se percató de que varias niñas llevaban ese zapato. “Pregunté en la clase si había alguien más con ellos y levantó la mano la mitad de una clase de 25”.
También ayudó que sus hijos le pidieran estas zapatillas sin parar, algo que muchos compañeros en la redacción también me confirman. Varios me cuentan que sus hijos dominan el arte de patinar con estas zapatillas. Intento hacerlo y me veo incapaz.
Leo una y otra vez las instrucciones que acompañaban a las zapatillas. Nada, imposible.
Empiezo a pensar en el error de haberme calzado esto pero quiero seguir adelante. A media mañana, mi conversación con el profesor Pascual me ayuda a entender que su estudio no va en contra de este zapato sino en contra de que se use incorrectamente. “No pasa nada porque se use de forma esporádica un rato uno o dos días a la semana”, dice Pascual, que me cuenta que no todo es negativo: “Tiene un efecto positivo porque trabaja la coordinación y el equilibrio. Pero hay formas más baratas”.
La zapatilla, de un número 38, me ha costado 80 euros.
A medida que avanza el día empiezo a sentir lo que Pascual me ha contado por teléfono: dolor en el antepié, rodillas y gemelos. Imagina caminar con un tacón que resbala. Eso es lo que siento cada vez que me levanto. La posición de mi cuerpo no es la misma que si caminara con una superficie fija. Esto no es un zapato: esto es un juguete. Y, como juguete que es, “no debería venderse en las zapaterías normales”.
El problema del peso
La moqueta de la redacción suena a mi paso como si llevara zancos. “¿No te da vergüenza?”, me pregunta una compañera. Otro me alerta del peligro de que me caiga y yo empiezo a sentir que mis pies pesan más de lo normal. Salir a la calle a por un café se convierte en misión imposible: tardo mucho, ando mal y los niños se ríen de mí.
El autor del estudio me confirma que estas ‘maravillosas’ zapatillas multicolor pesan el doble que una zapatillas normales. Y yo estoy haciendo mi jornada con ellas, como si fuera un niño que se las calza a las ocho al salir de casa y se las quita, con suerte, a las cinco de la tarde cuando acaba el cole.
“Es como si un niño de 8 o 9 años llevara cinco centímetros de tacón durante muchas horas. A mí no se me pasa por la cabeza mandarle al colegio con un zapato de tacón”, denuncia Pascual.
“No es adecuada para caminar”
Además del autor del estudio, también me he puesto en contacto con otra podóloga para que me asesore en esto de caminar raro. Se llama Cristina Avanzini y también está de acuerdo en prohibir su uso en los colegios. “Es muy peligroso para niños porque están en periodo de crecimiento y pueden no desarrollar igual el talón. Influye mucho en la musculatura. No es un buen calzado y no estoy de acuerdo en que se deje puesto una jornada entera de colegio”, denuncia.
Son las seis de la tarde y me estoy sintiendo incómoda, llevo unas diez horas con el juguete de ruedas y tengo agujetas. Me duelen los antepiés, los gemelos y los cuádriceps. Por no hablar de la espalda, que sufre cada vez que tengo un resbalón y estoy a punto de tocar el suelo. Diréis que soy una inútil. No os lo voy a negar, pero intentad usarlos y patinad a toda velocidad como hacen vuestros hijos. ¿A que no sois capaces?