“¿Me pregunta usted qué clase de felicidad sentía? Todo el mundo se siente feliz cuando ve a mi hijo y nuestro país. Así que ¿qué iba a sentir yo como madre?”
Keke, madre de Stalin
Junto a la estación de autobuses de Tbilisi, apenas hay taxis porque no se espera ningún autobús en las próximas horas. Me aproximo al único que veo y el taxista se niega a llevarme a Gori. Según dice con un atisbo de lamento, sólo trabaja en Tbilisi. Cuando me alejo en busca de otro taxi, algo le hace cambiar de opinión y grita:
- Venga, por 65 laris (25 euros) os llevo a Gori.
¿Ilusión? ¿Nostalgia? En su rostro se dibuja un diente de oro que se va abriendo paso entre sus finos labios a medida que cerramos el trato. Ese brillo no es nada comparado con el de sus ojos. Aflora un entusiasmo infantil de quien sabe que acaba de hacer una trastada.
–Por 80 (poco más de 30 euros) os llevo y os traigo. Pero sólo espero dos horas.
El taxista se llama Misha y se coloca las gafas de sol con esa sonrisa que se le ha quedado grabada en la cara. Remanga su camisa de rayas y deja ver sus tatuajes.
El taxi es un coche destartalado: una de sus lunas está rota y Misha usa el cinturón de seguridad a modo de fular. El de los demás no importa porque en el Cáucaso es de mala educación ponerse el cinturón de seguridad. Hacerlo sería cuestionar la capacidad de este taxista de 83 años.
"NADIE HABLA MAL DE STALIN"
Misha arranca toda pastilla y en dirección contraria. Todos empiezan a pitarle y se encuentra con la policía. Él devuelve pitidos entusiastas, saluda a los agentes y cambia de sentido. De pronto, frena y estalla: “¡Quiero ir por el otro carril, pero no me dejan!”.
Hubo un tiempo en el que Tbilisi era el centro cultural del Cáucaso y aún hoy alberga a georgianos, armenios y azeríes. Como muchos taxistas, Misha es armenio.
Hay algo en Misha que se ha quedado en otra época, como si no lograse concebir que su ídolo ya no vive, que el tiempo demostró que no era ese hombre campechano o que sus estatuas fueron derribadas. Por un momento, pienso si la emoción de Misha no albergará la recóndita esperanza de encontrarse con Stalin.
El taxista habla alterado, gritando, de forma entrecortada. Le basta oír el nombre de su héroe y todas las palabras quieren llegar a la vez y se convierten en nada:
–Stalin…
–¡Oh! ¡Oh! Sí. Sí. Sí. Sí. ¡Oh!– exclama gritando con el pulgar en alto.
–¿Qué piensa usted de él?
–Era muy buena persona. No como el primer ministro que tenemos ahora, que no vale nada. Stalin era bueno. Oh. Oh. Oh. Saakashvili… En fin. En tiempos de Stalin todo era barato. Ahora sólo sube, sube, sube…– se altera tanto que el coche parece vibrar con él y no me atrevo a decirle que Saakashvili no gobierna en Georgia desde 2013.
–A los jóvenes ya no les parece tan bueno.
–A los jóvenes también les gusta. Nadie habla mal de Stalin. Sólo hizo cosas buenas.
–¿Entonces por qué derribaron sus estatuas?
–Nadie ha derribado sus estatuas.
–¿Cómo que no?
–No.
–¿Y la de Gori?
–Allí está. Ahora la veréis.
LA ESTATUA DERRIBADA
No es la primera vez que viajo a Gori. La estatua que presidía la Avenida Stalin fue derribada como las demás. No obstante, por tratarse de su pueblo natal, Gori logró un permiso para mantenerla durante más tiempo y fue la última en caer.
Nadie pudo impedirlo: una mañana de junio de 2010, los vecinos se levantaron y la estatua ya no estaba. Desde entonces, Stalin se ha convertido en el protagonista de la política local en un pueblo que no tiene del todo claro si ama u odia a su vecino más famoso. Reinstalar la estatua o cerrar el museo marcan la agenda y el ayuntamiento comenzó a pedir fondos en 2013 para erigir de nuevo la efigie del dictador. Los georgianos suelen declararse abiertamente antisoviéticos aunque aproximadamente la mitad tiene una visión positiva de Stalin, según las estadísticas.
La invasión de Georgia en 1921 promovida por Stalin y la Gran Purga causaron estragos en una población que hoy parece vivir una amnesia profunda. Más de 30.000 georgianos fueron enviados al destierro o a la muerte por orden de Stalin. Pero decir “era georgiano” se ha convertido en el argumento por antonomasia. Quizá porque él mismo se enorgullecía de serlo aunque en Moscú le tratasen como a un aldeano con ínfulas.
No quiero acabar con la ilusión de Misha y decirle que la estatua ya no preside esa plaza de Gori. En cierto modo, tiene razón: aunque la efigie ya no está, su museo rebosa bustos con bigote.
EL NIÑO QUE SOBREVIVIÓ DE MILAGRO
Un museo mastodóntico, rematado con almenas, domina un pueblo que se va abriendo entorno a este edificio con aspecto de iglesia. Se construyó en 1957, cuatro años después de la muerte de Stalin. Junto a ese museo se colocó su vagón de tren particular, otra estatua junto a la que posan los turistas y la casa en la que nació.
Para sus padres aquel niño fue un milagro. Después de perder tres hijos, no esperaban que el bebé sobreviviese. Es difícil afirmar cuándo nació porque Stalin, del mismo modo que se inventó su apellido, reescribió su vida hasta alterar varias veces su fecha de nacimiento antes de formalizar la que más le gustaba: el 21 de diciembre de 1879.
Tan convencidos estaban sus padres de que no sobreviviría que su madre aseguró que habían adelantado el bautizo “para que no muriera sin bautizar”.
Sobrevivió pero creció como un niño débil y pasó por varias enfermedades y accidentes que le dejaron marcado de por vida. Entre los muchos sobrenombres de Stalin, destacan 'Renco', 'Picoso' y 'El picado de viruela'. Después de ser atropellado, su madre lamentaba que el día que llegase a ser sacerdote los feligreses advertirían sus dificultades para levantar el cáliz. “Cuando sea sacerdote”, le respondió, “el brazo se habrá curado de tal manera que podré levantar con él la iglesia entera”.
Soso (Iósiv) no fue una excepción en su pueblo. Según Simon Sebag Montefiori, que describe Gori como el lugar más violento del Cáucaso a finales del siglo XIX, “los habitantes de esta localidad eran famosos en toda Georgia y considerados matrabazi, truhanes jactanciosos y violentos”. Hoy parece un pueblo apacible y silencioso. Tras quedar devastado por un terremoto en 1920 y sufrir la ocupación el ataque aéreo por parte de Rusia en 2008, ahora es un lugar renovado con 60.000 habitantes. Gori está dominado por la fortaleza en la que Stalin solía hacer de las suyas cuando era pequeño. A pesar de que Stalin parece vigilar desde todos los rincones, en esta calurosa mañana reina la tranquilidad en unas calles semidesiertas en las que cuesta encontrar un bar.
La infancia de aquel niño no fue fácil. Demasiado pronto presenció las palizas que su padre daba a su madre y las que él mismo llegó a recibir. Para aquel padre era un bastardo. Para su madre, era su vida entera. La mujer se obstinó en que fuese sacerdote y casi lo logró.
UNA VIDA BASADA EN UNA MENTIRA
La primera mentira en la vida de Stalin la orquestaron su madre y un cura, que dijeron que era hijo de un clérigo para que pudiera ingresar en el colegio religioso de Tbilisi. Allí destacó por una elegancia desmedida al vestir, nada acorde con su verdadera clase social. Pero también por una personalidad voluble que le llevó de saltar de alegría a la ira más desmedida.
Años después, aún en el seminario, comenzó a ofrecer libros prohibidos y se propuso poner el mundo patas arriba. La primera vez que salió del seminario, su padre le secuestró para enseñarle el oficio de zapatero. La segunda, le echaron por agitador. Al ser expulsado de la escuela eclesiástica, comenzó a trabajar como meteorólogo. Entonces se hizo un nombre como poeta firmando como Soselo. En el observatorio comenzó un interminable historial de detenciones de las que siempre acabaría escapando por todos los medios, fingiendo ser inválido o disfrazándose de mujer.
Los retratos de Stalin aparecen a una altura sobrehumana. Como si de un infame mensaje subliminal se tratase o como si una sonrisa cáustica nos dijese desde las alturas: estáis ahí porque estoy aquí.
El museo perpetúa la faceta de héroe campechano. Cuando se trata de retratos fotográficos, las imágenes originalmente más pequeñas aparecen pixeladas como si se hubiese querido inflar al personaje y el heroísmo le hubiese dejado más afectado de viruela de lo que estaba.
Desde niño le gustó posar para las fotos. Al organizar su primera foto grupal en clase, encontró su lugar predilecto ante la cámara: el más favorable a un pequeño dictador, en la fila más alta y en el centro. Siempre con una actitud altiva y con esa sonrisa medida, nunca demasiado amplia, que ensayó durante su vida.
PUÑO DE HIERRO, MANOS DE MUJER
Iosiv Djugashvili eligió el apellido con el que el mundo entero le conocería: Stalin, que significa “puño de hierro”. Más allá de la fuerza férrea con la que gobernó, las observaciones de los que escribieron sobre sus manos resultan paradójicas. Para Osip Mandelstam, Stalin tenía “dedos gordezuelos...y grasientos”. Para Gabriel García Márquez, “tenía manos de mujer”.
El colombiano tampoco entendió que hubiese podido atesorar tanta barbarie un hombre al que, ya muerto, descubrió como en las fotos de este museo. “Es un hombre de una inteligencia tranquila, un buen amigo, con cierto sentido del humor”, observó.
Llego a un cuadro que culmina el mal gusto del museo. Stalin celebra su 60 cumpleaños, sonriente y rodeado de gente. Con el tiempo, uno de los invitados se reveló non grato. Y aquí se recurre a lo fácil: una mancha blanquecina que imita un escupitajo. Bajo la mancha, alguien ha escondido a un hombre. No cuesta mucho averiguar de quién se trata. Los georgianos suelen defender la figura de Stalin por el mero hecho de ser paisano y consideran a Lavrenti Beria, también georgiano, el culpable de todo aquello de lo que se acusa a Stalin.
Por un momento, el museo se oscurece y rebosa patriotismo, heroísmo y ese punto colosal tan staliniano. Stalin deja de ser el hombre cordial que cualquiera querría como tío y se convierte en el indiscutible héroe nacional: el vencedor de la II Guerra Mundial aclamado por todos y receptor de los regalos más sofisticados. Por ejemplo, una carta escrita en un grano de arroz o un acordeón decorado con cristales de Swarovski que conforman una felicitación.
PREGUNTAS INCÓMODAS
Al final del museo, junto a la máscara fúnebre de Stalin, rodeada de lo que parece ser el sol o el mundo en cuyo centro aparece de nuevo su rostro, hablo con una trabajadora del museo. Es una mujer menuda, de ropa oscura y rasgos armenios. A veces parece que espía y otras parece que duerme. Con una voz parsimoniosa, entre triste y cansada, como si estuviese agotada de repetir un discurso memorizado, empieza a decir: "A todos nos enorgullece que haya nacido aquí. Vienen muchos turistas. Hoy, por ejemplo, han venido unos 50 polacos, además de gente de otras partes. En el pueblo todos se alegran de que el museo esté aquí".
–Bueno, todos… ¿No se intentó cerrar el museo?
–Hay políticos que quieren cerrarlo. Sus abuelos fueron arrestados y asesinados en tiempos de Stalin. Pero hay gente a la que le gusta mucho porque con él había trabajo, los pisos eran gratuitos y las universidades también. En tiempos de Stalin muchos vivían de una fábrica de algodón que ahora se cerró.
Como si acabase de recordar algo importante que ha olvidado añadir, interrumpe: “En tiempos soviéticos, las vacaciones eran gratis para los niños. Los llevaban a Crimea y a otras partes de la Unión Soviética. Ahora no hay nada de esto. Casi todos amaban a Stalin”.
La mujer, que no parece sentirse incómoda ante las preguntas, aprovecha para desaparecer fingiendo que responde a la llamada de alguien.
Recorro el museo de nuevo. Hasta ahora la mujer de negro con ojeras resaltadas por el rímel me había seguido como una sombra silenciosa. Ahora parece haberse esfumado por completo. Lo intento con una segunda trabajadora, que he visto sentada a la entrada de la primera planta. Como advertida por la otra, esa mujer que parecía clavada a una silla también desaparece.
A punto de marcharme, encuentro a una tercera. Habla con la dependienta de la tienda de recuerdos, donde cualquiera puede llevarse un dictador de recuerdo. Es una joven morena de pelo corto que asegura que lo que buscamos no ha desaparecido del museo. Abre una puerta que se funde con la pared, junto a la taquilla. Esa puerta pasa inadvertida, bajo una escalinata tocada con una alfombra roja que culmina con una estatua de Stalin. Aunque oculta, cumple su función: sirve para aclarar a los curiosos y críticos que el museo no es un homenaje. Da paso a una habitación enmohecida y a otra que muestra lo que habría podido ser una celda de aquellas a las que iban a parar los enemigos de Stalin.
–Este cuarto sólo lleva aquí unos años. Lo hicimos hace poco para mostrar cómo eran las celdas en el gulag. No es idéntico, pero tratamos de representarlo de forma aproximada.
Y sin embargo lo más llamativo es un vestido de volantes de color coral que cuelga de una percha sin mucho sentido y que ella reconoce que no tiene nada que ver con esa habitación. En este lugar tan surrealista, es inevitable imaginar a Stalin enfundado en el vestido y tocando el acordeón con cristales de Swarowski que le regalaron por su cumpleaños. Cuando cree que ya me ha contentado, insisto:
–¿Y la lista de víctimas de Gori?
–Ah, eso está aquí mismo. Estos son los hombres que fueron arrestados y ejecutados durante el Gran Terror.
Como sus compañeras, la mujer se esfuma antes de que pueda preguntar más, fingiendo también que alguien la ha llamado con urgencia.
"FUE UN HOMBRE BUENO"
Hilos rojos unen techo y suelo. Sobre ellos, papeles doblados en forma triangular y con aspecto de servilletas grapadas a los hilos conforman algo parecido a una cortina. En papel cuadriculado, con la tinta de cualquier boli a punto de gastarse y escritos a mano incluso con tachones, aparecen los nombres de aquellos vecinos incómodos para un hombre que después de su muerte se convirtió en una figura casi religiosa. Es difícil interpretar que lo que vemos, escondido, se parezca a un homenaje a las víctimas.
Detrás de la casa en la que nació Stalin y que sus padres perdieron cuando él todavía era pequeño, una pareja se hace carantoñas, una señora camina y habla sola y los turistas se hacen fotos con su estatua. Es el parque en el que todo fluye y todos se relajan. Al lado discurre la Avenida de Stalin, que es la principal arteria del pueblo. Fuera de su verja, junto a un quiosco, Levan, un hombre de 72 años, completa una sopa de letras sentado sobre una carpeta para no mancharse el pantalón. Para él, como para muchos de su edad, Stalin fue un hombre bueno y repite las mismas frases memorizadas.
–Era una persona excepcional. Muy, muy, muy buena persona. Era muy inteligente y lo sabía casi todo. No sólo era un buen político. Valía para todo.
Su percepción, como la de otros vecinos, parte de una nostalgia casi universal cuando las personas alcanzan cierta edad y que se resume rápido con una expresión simple: “Antes se vivía mejor”.
Con Stalin o con quien fuese. Pero sólo el miedo a la muerte y la añoranza del tiempo perdido podrían llegar a justificar que personas normales a las que cuesta imaginar ordenando matar rindan un culto ciego a quien sí lo hizo con argumentos tales como “era de aquí” o “con él todos teníamos comida, casa y trabajo”.
Tras las dos horas acordadas, vuelvo a reunirme con Misha y trato de averiguar lo que las trabajadoras del museo no han llegado a contar:
–¿Qué pasó con Beria?
–Beria era muy mala persona. Fue él quien arrestó y mató a todos. Él fue el verdadero responsable de todo lo que se le endosó a Stalin. Él era bueno y Beria lo manchó.
–Hemos visto a Beria tapado en un cuadro…
–En todas partes es así: lo borramos de todas las fotos.
EL VATICINIO DE STALIN
Stalin vaticinó que se hablaría muy mal de él, pero que el tiempo se lo llevaría todo y solo se hablaría de lo bueno que fue. El museo y su pueblo le dan la razón.
Montefiori escribió en Llamadme Stalin que durante su juventud fue “considerado persona non grata en Georgia y desacreditado por su descarada burla de las reglas del partido y su carácter sanguinario”. El hombre al que describe como “padrino mafioso, atracador audaz, asesino, pirata e incendiario”, que ordenó la deportación y ejecución de millones de personas, dejó morir a su hijo y envió a la muerte a su yerno, es todavía un héroe en Gori.
Todo aquello, aquí, parece haberse olvidado. Como escribió García Márquez, a su paso por Moscú hace casi 60 años, “se necesita mucha historia para saber en realidad quién era Stalin”.