Prince se ha muerto. Yo aún no, por eso escribo esto a riesgo de quedar como el periodista batallitas que presume de haber conocido a famosos, pero he tenido la oportunidad de ver a Prince de cerca y de lejos y esta es la historia de lo que vi, y de lo que creí ver, en cinco momentos. Nunca intercambié una sola palabra con él.
La primera biografía de Prince en España lleva mi firma. Me la publicó Cátedra (entonces ya en el transatlántico Anaya del salmantino Germán Sánchez Ruiperez), bajo el protectorado de Gustavo Domínguez y la dirección de la inquieta María Calonge. María me enseñó por primera vez un Macintosh 128, aquel aparato y su pantalla azulada cambió mi vida. La colección, de diseño dudoso, bautizada Rock & Pop, fue una apuesta de María por recuperar las biografías de músicos publicadas por Jucar en su colección Los Juglares, editorial promovida por el librero asturiano Silverio Cañada.
La biografía (232 páginas, 1989), hoy tan incompleta que ha quedado para el recuerdo, vivió dos ediciones (1995) y aún se pueden encontrar en eBay. Me pagaron 100.000 pesetas de la época de adelanto. Estos adelantos ya ni se huelen.
Mi primera vez. Me desvirgué con Prince en el Birmingham International Arena el domingo 1 de julio de 1990 a las 20 de la tarde. El concierto estaba organizado por Barry Clayman y la entrada costaba 18,50 libras, pero no la pagué, fue cortesía de Warner Brothers para ayudarme a escribir la crónica del concierto que ayudase a vender las entradas de su primer concierto en España. El concierto me gustó, pero pasé la mitad del tiempo mirando a dos chicas de la fila de delante que tenían un pase para la fiesta posterior, a una de ellas se le cayó el pase, y aunque el diablo que llevo dentro me empujaba con insistencia a quedarme con él, tonto de mí, se lo devolví.
El concierto de Madrid se celebró en el Vicente Calderón; Ketama fueron los teloneros. Prince le pidió a Ketama que llenase el escenario de mujeres guapas, así que los Carmona se fueron al Rastro y se llevaron todas las gitanas que aceptaron. La gira continuó en Valencia y Barcelona.
Prince fue mi jefe. Aunque más exactamente debo escribir que para el que trabajé fue para el incombustible Pino Sagliocco, que me contrató en 1993 para manejar a esa extraña fauna llamada periodistas (y fotógrafos), ante la gira más extensa de Prince, que nos llevaría al Estadio Ramón de Carranza en Cádiz, al auditorio Monte do Gozo en Santiago de Compostela, el Hipódromo Las Mestas en Gijón, la Plaza de Toros de las Ventas en Madrid y el Palau Sant Jordi en Barcelona. Aún conservo un taco de invitaciones para el concierto de Madrid que no pude repartir porque ya no me quedaba bicho viviente al que darle una.
En casa de Prince. En febrero de 1994 visité Paisley Park en Saint Paul (Minneapolis). En la troupe, un representante de Warner (Lucas Holten), mi compañero el fotógrafo Ricky Dávila (ese mismo año Premio Ortega y Gasset de Periodismo por su reportaje sobre la pesca en el Gran Sol), el periodista Julián Ruiz y la actriz Paz Gómez. El motivo del viaje -nada de entrevistas- fue arropar la campaña de lanzamiento de The most beautiful girl in the world, una balada pegajosa y pegadiza con concurso de chicas mundial incluido. La cita era a las 9 de la noche, pero Prince no apareció a tocar hasta las 3 de la madrugada; fuera la noche más fría que he sentido nunca, -22 grados bajo cero. Ni vimos la casa, ni vimos los estudios y lo que vimos de Prince nos dejó más que helados. Paz Gómez no ganó y se volvió a casa para ser actriz.
Fotografiando a Prince en los soportales de Las Ventas. En La Plaza de Toros de Madrid tenía a los fotógrafos bien “controlados” bajo las dictatoriales normas del manager: “solo una canción a pie de escenario y luego todos fuera”, me dijo. “¿Fuera?”, pregunté. “¿No les dejamos ver el concierto?” “No, fuera, a la calle”, Glup, tragué saliva. Las luces se apagaron, las casi 20.000 personas que se agolpaban en Las Ventas rugieron. Dejé pasar a los fotógrafos al foso y en ese momento el road manager me llamó. “Prince quiere que los fotógrafos le retraten antes de subir…”. Cambio de planes. Saqué a todos los compañeros con la promesa de una instantánea mejor, sin decirles aún que tras las fotos deberían irse a casa. En apenas unos segundos nos encontramos fuera de Las Ventas, en los soportales oliendo a orín de la Plaza, rodeados de vendedores de pipas y bocatas. La plaza seguía rugiendo ajena a lo que nos traíamos entre manos. En apenas unos segundos Prince apareció con su micrófono dorado en la mano, con forma de pistola, nos hizo unas posturitas y salió corriendo. A mis espaldas, Madrid, ajena al espectáculo que se producía fuera del recinto del espectáculo. Volvimos a acompañar a los fotógrafos, Las Ventas aún rugían más, tras cinco minutos de espera infinita, y por fin salió al escenario. Cada vez que paso a los soportales y huelo el pestilente olor a orines Prince se me aparece.
Concierto sorpresa en Barcelona. Durante toda la gira europea Prince había organizado pequeños conciertos para unos pocos elegidos tras el concierto oficial. Ni en Madrid, donde acabó en Pachá saboreando un chupa-chups hasta las 5 de la mañana, viendo bailar a la gente en la pista, ni en el resto de las ciudades se prodigó con un aftershow. En Barcelona, apenas una hora antes del concierto en el Sant Jordi nos anunció que volvería a tocar en la desaparecida sala Estandard. Mi labor fue conseguir que se vendieran todas las entradas, (Luis Hidalgo, que redactó la crónica para El País, también tuvo que pagar las suyas), aún más caras que las del Sant Jordi, para un show que arrancó a las 3 am y acabó a las 5 am y para el que los asistentes hubieron de hacer cola los hombres a un lado y las mujeres a otro. Te aseguro que, aberraciones de género aparte, el segundo concierto aún mereció más la pena que el primero.