Lyubov Kovaleva empezó a escuchar los golpes todavía dormida. Se entremezclaban en sus sueños hasta que razonó, incorporándose de la cama, que alguien estaba aporreando la puerta de su casa a las afueras de Vítebsk, en Bielorrusia. Miró el despertador, vio que eran las tres de la mañana y, todavía aturdida, distinguió los gritos: “¡Policía!”.
Abrió asustada y comenzaron a entrar agentes a trompicones, muchos de ellos sin identificar, otros ni siquiera uniformados. Ninguno portando orden de registro. El actual marido de Lyubov, que se quedó viuda muy joven, preguntó qué ocurría, pero nadie dio respuesta. También la hija de Lyubov y su marido, que viven en la misma casa, se preguntaban todavía en pijama qué estaba pasando. Nadie comprendía por qué los agentes movían muebles, rebuscaban papeles y entraban también en las casas de los vecinos.
Uno de ellos, el del primer piso, le preguntó a un agente. “¿Qué ocurre? ¿Qué buscan? ¿Tiene algo que ver con el atentado de ayer en el metro de Minsk?”. La respuesta del policía fue escueta e inquietante: “El chico estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado”.
Un chico tranquilo
Vítebsk es la quinta ciudad de Bielorrusia. Está en el noroeste, a 300 kilómetros de Minsk, la capital, y muy cerca de la frontera con Rusia. En el centro hay una gran iglesia ortodoxa que se mira cara a cara con una católica, pero sin desafiarse. Como en el resto del país, ambas comunidades conviven aquí en armonía.
La ciudad parece triste. Barrios monótonos, de grandes y descuidados bloques de viviendas, coches que evocan a la URSS, niños jugando en columpios viejos de hierro. Un vecino confiesa que no hay mucho que hacer en Vítebsk. Un deprimente zoo y la casa donde nació el pintor judío Marc Chagall son los únicos atractivos turísticos.
El barrio conocido como DSK (las iniciales de la fábrica que dio origen al barrio) está muy lejos del centro y también de ser un atractivo turístico. Lo ordenó construir Nikita Jrushchov en los años 60. El líder soviético decidió que los edificios fueran grandes y baratos para acoger a los trabajadores de la DSK. El resultado, 40 años después, son colmenas asfixiantes en verano y heladoras en invierno, sin ascensor, con basura en las escaleras y donde las tasas de alcoholismo de los vecinos están disparadas. La fábrica hace años que fue demolida.
En uno de estos pisos nació Vladislav Kovalev, conocido por todos como Vlad, en 1986. Su madre, Lyubov Kovaleva, se quedaría viuda a los pocos años y rehízo su vida sin cambiar de casa. Hoy, con 52 años, Lyubov comparte los escasos metros cuadrados de su vivienda con un nuevo marido, su hija, el marido de esta y dos gatos.
“Siempre fue un chico tranquilo, que no se metió en una pelea en la vida. Muy cariñoso. Tenía muchos amigos aquí”. La madre de Vlad tiene la expresión cansada. Se sienta en el extremo del sofá, arrinconándose aunque no hay nadie más en el sillón. Se agarra las manos y las hace descansar sobre sus muslos. Enseguida un pañuelo pasa a formar parte de la escena. Las lágrimas son constantes.
Cuatro meses antes de que la policía irrumpiera en su casa, Vlad había decidido irse a vivir a Minsk. Era enero de 2011 y Vlad comenzaba un curso de electricista. Era la primera vez que el chico salía de casa. Su madre y él hablaban casi a diario, tal y como explica la propia Lyubov. “Yo lo notaba muy feliz, muy ilusionado con el curso. Me decía que se llevaba muy bien con los compañeros y hasta hacía planes de futuro, como montar su propia empresa y llevar a vivir con él a su novia, que se había quedado en Vítebsk”. Vlad vivía solo en una habitación de alquiler que su madre le ayudaba a pagar. “Aquí era distinto. No es que fuera infeliz, pero estaba más cansado, apático… En Minsk era otro”.
-¿Ninguna señal o sospecha de que estaba en contacto con gente o ideas peligrosas?
-Ningua, dice Lyubov seca.
-¿Ningún amigo que fuera una mala influencia?
-Ninguno en absoluto.
“Ni siquiera Dmitry Konovalov”, añade Lyubov después de una pausa. Dmitry fue el otro chico acusado junto a Vlad del atentado en el metro de Minsk y que, como Vlad, acabaría ejecutado. “Era un buen chico. No se encontró tampoco una sola prueba contra él”.
La secuencia
El 11 de abril de 2011 a las 17:55 explotó una bomba en la parada de metro de Oktyabrskaya, epicentro de Minsk y cuyos andenes lucen abarrotados en hora punta. Un joven con gorra accedió a la estación y dejó una bolsa de deporte en el suelo, pegada a la vía. Después subió las escaleras, esperó a que llegase el tren y, cuando la gente que descendía se cruzaba con la que subía al vagón, detonó a distancia el explosivo que estaba en el interior de la bolsa. Once muertos en el acto, cuatro más en los siguientes días incapaces de recuperarse de las heridas y 200 heridos. Un mural con una llama eterna rememora hoy el drama.
La estación se convirtió en un escenario de escalofrío. Las cámaras de televisión llegaron antes que las ambulancias. Pasajeros corriendo entre el humo, decenas de personas tumbadas en el suelo cubiertas de sangre y vecinos alcanzando la calle para desmayarse en la acera.
Una hora y cinco minutos después, Lyubov vio la noticia en la televisión de su casa en Vítebsk. “Me preocupé mucho, porque es la estación donde él cogía el metro siempre”. Lo intentó localizar aquella tarde. Sin éxito. Vlad no respondía. Se fue a la cama sin lograr hablar con su hijo. “No dormí”.
Vlad y su madre hablaron por la mañana. “Estaba perfectamente. Me dijo que tenía mucho susto, pero que estaba bien. No le noté absolutamente nada extraño”. Lyubov repite: “Nada extraño, de verdad”. La madre se fue a trabajar. A las nueve de la noche la policía entró en la habitación alquilada de Vlad en Minsk y lo detuvo. Habían transcurrido 27 horas desde la explosión. Algunos se felicitaban por la efectividad de la KGB, los servicios secretos bielorrusos. Otros comenzaban a desconfiar. ¿Cómo era posible haber resuelto el asunto en apenas un día? En Vítbesk, Lyubov se acostaba sin saber que su hijo había sido arrestado. Y que lo estaban torturando. Durmió poco: a las 3 de la mañana la policía irrumpió en su casa en la escena que abre este relato.
En los calabozos del edifico de la KGB, muy cerca de la estación de metro atacada, Vlad y Dmitry, los dos detenidos, eran golpeados. A las cinco de la mañana, ambos chicos confesaron su culpabilidad. “La tortura es una práctica que tiene lugar de vez en cuando en nuestro país”, explica Valiantsin Stefanovic, vicedirector del Centro de Derechos Humanos 'Viasna', que significa primavera.
Valiantsin y sus compañeros trabajan en la supervisión y denuncia de la violación de derechos humanos que se produce con demasiada frecuencia en Bielorrusia. Su labor, y sus buenas relaciones con la Unión Europea, hacen que el gobierno de Alexandr Lukashenko, el primer ministro bielorruso que gana las elecciones con el 80% de los votos, los considere una organización ilegal.
Hace cuatro años llegaron a asaltar su sede y confiscar los ordenadores, además de arrestar a Valiantsin y los demás. Las torturas y la pena de muerte que el régimen bielorruso aplica son uno de temas que más preocupan en Viasna. “Seguimos teniendo casos de muerte en prisión. Hace unos meses un hombre murió en comisaría. Era alcohólico y le dieron una paliza en el calabozo. Llamaron a la ambulancia 45 minutos después”.
A primera hora del 13 de abril, poco después de que Vlad confesara entre golpes, el presidente Lukashenko apareció en la televisión pública. Lyubov, la madre de Vlad, lo escuchó mientras se preparaba para ir a trabajar. El dirigente aseguró que habían sido detenidos los dos autores del atentado. No dijo sospechosos y menos aún presuntos. Explicó que se trataba de dos “jóvenes radicales” de Vítebsk, que ya habían confesado y que serían castigados con “la máxima severidad”.
“Noté un vuelco”, dice Lyubov. “Un presentimiento muy desagradable. Muy angustioso, aunque no podía imaginar que mi hijo fuera uno de los arrestados”. Y con esa angustia, Lyubov se fue a trabajar. A su regresó sonó el teléfono de casa. Era Vlad. Un agente le había permitido hacer una llamada de un minuto. “No te preocupes mamá. Me tienen que soltar en 72 horas”.
Sin previo aviso
Nada más colgar, Lyubov se fue a Minsk. Ella sola, directa al edificio de la KGB, donde le impidieron la entrada. Ante la negativa, se fue a la habitación de Vlad, recogió todas sus cosas y se quedó dormida.
La mañana del 14 de abril la madre de Vlad fue a hablar con el profesor de su hijo. Según cuenta Lyubov, este le dijo que no había notado nada raro en el chico, que su comportamiento era normal y que se llevaba bien con los compañeros. Después acudió a una cita con el abogado de oficio. “No me dijo nada. No me explicó nada. Me ocultaba toda la información”. La justicia en Bielorrusia es la adecuada para un régimen totalitario. La selección de los jueces es llevada a cabo por el propio Lukashenko y, en este caso, se les negó a los dos acusados la posibilidad de apelar.
Bielorrusia es el único país de Europa que aplica la pena de muerte. Se desconoce exactamente el número de ejecutados, pero Viasna estima que han sido casi 400 desde 1990. Amnistía Internacional reduce la cifra a 329. Hasta 1999, y según Viasna, se ejecutaban unas 48 personas al año. Desde el año 2000, el ritmo ha descendido, y el Estado mata a unos seis presos al año: todos hombres y todos entre los 18 y 65 años. El último ejecutado fue Ryhor Yuzepchuk, en mayo del año pasado. Otros cuatro reos esperan en el corredor de la muerte. Ninguno dispone de apelaciones y la ejecución de uno de ellos es inminente. Y, como todas las ejecuciones, un misterio.
Las autoridades bielorrusas nunca avisan de cuándo va a ser ejecutado el condenado. Ni a la familia ni al propio reo, que desconoce el momento de su muerte hasta dos minutos antes de que se lleve a cabo. El preso es requerido para firmar unos documentos, se le dice que va a ser ejecutado sin especificar un plazo y 120 segundos después se le dispara en la cabeza. En el suelo se efectúan dos disparos más.
Todo ocurre en el palacio SIZO, un edificio en pleno centro de Minsk. La estructura pasa desapercibida, mezclada entre las demás casas, el tráfico y los universitarios que acceden al campus cercano. En el subsuelo del edificio se llevan a cabo los fusilamientos. Casi nadie en Minsk lo sabe.
El último sondeo oficial realizado en 1996, mostraba que el 80,5% de la población bielorrusa apoya la pena de muerte. En Viasna creen que el apoyo es alto todavía, pero que ha descendido. “Estará en torno al 55%”, admite Valientsin. “De todas formas depende del tipo de sondeo que se haga. Nosotros hicimos uno y preguntábamos:
-¿Está usted a favor de la pena de muerte?
-Sí, si son culpables sí.
-Pero puede haber errores. Y puedes resultar asesinados inocentes.
-Es verdad. Entonces no. No estoy a favor.
“Así son las cosas en Bielorrusia. A la gente no le importan estos asuntos hasta que le tocan”.
Las postales en blanco
La madre de Vlad estuvo una semana en el apartamento de su hijo sin que le permitieran verlo ni hablar con él. Esos días decidió poner un anuncio en internet para contratar un abogado. “Nadie quería defender a mi hijo. Tenían miedo. Me decían que si aceptaban el caso les retirarían la licencia”. Finalmente llamó Stanislav Abrazej. Lo hizo desde una cabina y le explicó a la madre de Vlad que los teléfonos estaban pinchados.
Desde que aceptó aquel caso, Abrazej está señalado y se niega en redondo a hablar del asunto. Lyubov recuerda aquellos días: “Me tenía que informar de lo que estaba pasando a través de los periódicos. Y apenas contaban nada. No sabía nada de Vlad”. Lyubov, sentada en su sofá, se seca las lágrimas.
Una semana después de ser contratado, el abogado Abrazej pudo ver a Vlad. Lo encontró animado y optimista por haber conseguido un abogado. Le entregó una carta en la que explicaba que le habían obligado a confesar y a aceptar el anterior abogado, el de oficio, que trabajaba para el gobierno. El encuentro duró dos minutos. Preparar una defensa en condiciones para Vlad era una utopía.
Lyubov tuvo que esperar hasta el 9 de septiembre para ver a su hijo. Lo hizo en una habitación pequeña y separada por un cristal. Vlad iba esposado y entre ambos había una lista con temas de los que tenían prohibido hablar. Uno de ellos era el propio caso. “Hablamos de la familia y los dos intentamos ser optimistas. Me entregó algunas cartas”. El 15 de septiembre arrancó el juicio. “Cuando empezó, los chicos ya estaban condenados”, dice Lyubov.
El juez no admitió una sola protesta de la defensa durante el tiempo que duró el proceso. Intentaba acallar lo obvio: las pruebas eran tan endebles que era imposible condenar a los chicos. Los restos de explosivos hallados en casa de Dmitry no correspondían a los que se detonaron en la estación de metro, no había huellas de ninguno de los dos acusados, ni testigos ni contactos que los implicaran en un plan de atentar. Sólo una grabación en la que se podía apreciar a un joven con gorra. Vídeo que, según el servicio secreto ruso, fue editado y manipulado.
Cuatro personas que el día anterior fueron vistas haciendo algún tipo de obra en la vía donde se produjo la explosión, no fueron llamadas a declarar. De hecho, desaparecieron del mapa. Vlad siguió todo el juicio en la sala, metido en una jaula de barrotes. Duró dos meses.
El 30 de noviembre se dictó sentencia. Ese mismo día, el juez ordenó destruir todas las pruebas de la defensa. “Mi esperanza de que Vlad no fuera ejecutado duró lo que tardó en llegar el juicio”, dice la madre. “Nos dimos cuenta enseguida que era todo una farsa. Una farsa que le iba a costar la vida a mi hijo”.
También ese mismo día, Lyubov pudo ver a Vlad por segunda vez. En esta ocasión ya con la certeza de que había sido condenado a morir. “Tenía cortes en las manos… Le habían castigado. Le pegaban...”. Lyubov no puede hablar. No quiere recordar aquel encuentro. Pide seguir adelante.
Y adelante están los meses en los que la madre recopiló nuevas pruebas que envió a distintos organismos internacionales. Estuvo en Estrasburgo, apeló a la Unión Europea y pidió clemencia a Lukashenko. “No hizo caso nunca. Jamás me recibió ni respondió a mis solicitudes. Era algo personal para él. Esos chicos tenían que ser ejecutados”.
La teoría de la madre de Vlad, como la de otros muchos bielorrusos, habla de un montaje. El atentado en el metro se produjo en unos meses en los que la popularidad de Lukashenko estaba por los suelos, después de haber vencido las elecciones amañadas unos meses antes. La represión era intensa y, según muchos vecinos, el ataque le permitió al gobierno rebajar las críticas y centrar la atención en un enemigo externo. En este supuesto, Vlad y Dmitry serían los cabezas de turco. Casi nadie en Bielorrusia cree en la culpabilidad de los chicos.
El 10 de marzo por la mañana, a la madre le de Vlad le dieron permiso para ver a su hijo por tercera vez. Estuvieron dos horas charlando. Por la tarde, sin previo aviso, dispararon a Vlad en la cabeza. No hubo información oficial. De hecho, Lyubov no se enteraría de la muerte de su hijo hasta siete días después. El 17 de marzo abrió el buzón de su casa de Vítebsk y encontró una carta oficial.
“Yo no sé dónde está mi chico”, dice Lyubov. “No nos dijeron qué hicieron con el cuerpo. No sabemos dónde está enterrado ni siquiera si está enterrado. No pudimos despedirnos ni ahora podemos llorarlo…”. Lyubov usa el enésimo pañuelo. Los ojos ya están rojos. “Él nunca se metía en líos… Era un buen chico”.
El único país de Europa que aplica pena de muerte lo hace con saña. Ocultan el momento de la ejecución, disparan a bocajarro y hacen desaparecer el cuerpo. Todo en el subsuelo del centro de Minsk, mientras que, en la superficie, la vida de la capital bulle ajena.
Lyubov muestra las cartas que recibió de su hijo durante el proceso. También tiene un montón de postales en blanco. Son las que Vlad, el chico que estaba en el sitio equivocado en el momento equivoca do, tenía previsto enviar.