Tengo ansiedad. En este momento. A las 3.40 de la madrugada del sábado 17 de julio del dosmildieciséis. Tengo ansiedad porque hace un par de días, un psicólogo en la polvorienta Santa María de la Cabeza me explicó que la ansiedad es la sensación que tenemos cuando estamos entre dos polos que nos atraen con fuerza similar. No iba a yo a tratar mi ansiedad, ni mis miedos, que los tengo, igual que tú, para llenar una hormigonera de la operación asfalto. Fui a ver a Miguel por responsabilidad, por una carambola, un daño colateral. Gran tipo Miguel, dice que también tiene ansiedad.
Estoy ansioso, de eso no cabe duda, porque me encuentro en este mismo momento sobre 164 metros de agua. A estribor la luna lunera, creciente (88% visible), a 404.757 kilómetros de distancia de mi bajel, a escasos minutos de desaparecer en el horizonte. De color oro viejo, eso que los gitanos del Rastro llaman el color del colorao, envuelta en unas las nubes favoritas de Nosferatu. A mi estribor la luna, color brasa de chimenea de casa de pueblo, moteada por esas nubes que te llevan a ese país en el que no estuviste jamás porque Peter Pan no te invita porque aún eres Peter Pan. Como pie de foto de esta luna que hoy tiene de vida 11,4 días, de esta luna de la que llevo enamorado más de 5 horas de travesía nocturna, la bandera del bote, constitucional por supuesto, con su corona borbona, que si se te ocurre usar otra, y te para la Guardia Civil del mar la multa te va a costar lo mismo que una dorada agosteña en los chiringuitos de Formentera (un ojo de la cara).
A babor la luz centelleante del Faro de Barbería, el punto más meridional de las Baleares, con su cova foradada, el milenario refugio de piratas berberiscos y contrabandistas de perico.
La luna acaba de irse. Se ha ido a dormir. La oscuridad es total. Mi ansiedad desaparece porque ya no tengo dos puntos entre los que decidir. Ya solo tengo el Faro. Antes dudaba entre editar revistas para los selenitas, y escuchar Dark side of the Moon, y preguntarme si la pisada de Armstrong fue un montaje de televisión, mientras siento el peso en mi muñeca izquierda del Omega Speedmaster Professional. O desembarcar y buscar a Lucía, que como todos sabéis, continúa viviendo en Formentera atormentada por la imaginación de su sexo a lomos de la mobilette más sexy del mundo.
La oscuridad se llevó la ansiedad. La profundidad ha descendido por debajo de los cien metros. El firmamento se ha despertado y me grita, para que no se me olvide, que La Vía Láctea no era un bar de Malasaña. Y que este texto es más fugaz que la estrella que acabo de ver caer frente a mi proa.
A babor, el Faro de Barbería centellea con dos destellos cada 30 segundos tan solo para mí. Y me canta como las sirenas enamoraron a Ulises, a que lo rodee.
En apenas 3 horas mis ojos, que pierden foco gradualmente gracias a la generosa luminosidad de las pantallas de Apple y su hito como empresa más valiosa del mundo, divisarán la claridad. Y entonces mi ansiedad entre la luna lunera y el faro pirata se convertirán en un amor de verano.