El Garlochí, el bar de Sevilla donde la carne se embriaga en una jungla barroca de la Semana Santa
Hay quienes se santiguan al entrar. Y no, no es una iglesia, aunque se beba sangre de Cristo rodeado de santos, y algún que otro trasnochado.
13 abril, 2017 02:47Hay quienes al entrar se santiguan de pura impresión. Es lo que tiene el Garlochí, un espacio —llámenlo bar o sagrario según convenga— entre lo profano y lo sagrado donde se embriaga la carne bebiendo sangre de Cristo. Vírgenes, santos, terciopelo, cenefas bordadas, mucho repujado de oro, cirios e incienso, claveles rojos y siemprevivas moradas… y telas de Damasco, y... ¿Alguien ha dicho barroco?
Anda mosca Miguel, el dueño, ideólogo y sostenedor espiritual del Garlochí, por la entrevista que hace días le hizo un periodista de un medio extranjero. “Me preguntó que cuántas copas hay que tomarse para ver al Señor. Yo, claro, le contesté educado que esa pregunta era absurda, que yo no necesito beber para ver a Cristo”, detalla a EL ESPAÑOL. Insistía el tipo, cuenta Miguel, con la idea de irritar a quien se ha pegado décadas detrás de una barra y tiene más tablas que las barreras de la Maestranza. “¿Usted cree que Jesús vendría a esta casa?”, acometía de nuevo el plumilla. “Dios está en todas partes —zanjaba templado Miguel—, no hace falta que venga, ya está aquí”.
Miguel, de apellido Fragoso, natural de Sevilla, criado en una familia de siete hermanos del barrio del Cerro del Águila y padre de dos hijos, es un hombre creyente. De pequeño, los jesuitas le tenían tomada la medida a sus orejas de tanto tirar de ellas; tal es así que salió rápido del colegio para hacerse seise y monaguillo. En la escolanía aprendió a amar a Sevilla y sus tradiciones y a conocerse los vericuetos de la Catedral, de donde salió también por los tirones de orejas que le daban los guías turísticos, a quienes quitaba el pan por contarle los secretos a los guiris a cambio de la voluntad.
Huyendo de los tirones de orejas, Miguel tuvo una visión que se materializó el 15 de junio del 1978 y llamó Garlochí. Por el poema de Rafael de León, que terminó siendo una canción de la Pantoja. “Ven y espérame, ven junto a mí. Y te daré, mi garlochí”. Que en caló, la lengua de los gitanos, significa corazón.
—¿Y cómo definiría este bar?
—La gente lo llama bar cofrade, pero en realidad no es así. Es un bar decorado con inspiración sevillana, usando imágenes que no están bendecidas, figuras de anticuarios, pero que no han estado expuestas al culto en iglesias.
Una jungla barroca donde el incienso camufla el olor de los más bajos instintos. Porque en el Garlochí se bebe, cómo no, y con el alcohol afloran los pecados capitales propios de cualquier cantina que se precie. Lujuria, gula, envidia, pereza… pero con mesura, que Dios observa. También la virgen, literalmente.
LA SANGRE DE CRISTO, A SEIS EUROS LA COPA
“Yo soy muy creyente”, confirma Miguel, a sus 62 años. Tanto que, angustiado por la duda, recurrió a su viejo amigo Francisco de Gil Delgado, doctor en Derecho Canónico y licenciado en Derecho Civil y presidente del Tribunal Eclesiástico de Sevilla, para consultarle si el nombre de sangre de Cristo, una mezcla de champán, granadina y güisqui que se vende a seis euros la copa, con el que una clienta había bautizado a su cóctel estrella podía llegar a ser sacrílego. “Paco, ¿tú crees que el nombre de la sangre de cristo es malo o irreverente?”, le preguntó. Y esta, recuerda el hostelero, fue la respuesta: “No, Miguel, si las cosas se hacen con cariño, con gusto y no para reírte, no pasa nada”. Y habiendo conseguido los parabienes de la Iglesia siguió con lo suyo.
Poco a poco, Miguel fue llenando lo que fue un piso bajo de un edificio de la Alfalfa, heredero de la arquitectura regionalista que tanto venera Sevilla, con un sinfín de bustos de santos, cristos y tallas de vírgenes, que va moviendo según mande el almanaque. En Cuaresma, un San Juan preside el altar de la entrada; en Semana Santa, una dolorosa; una cruz en mayo; una custodia para el Corpus… Y el cliente, que siempre vuelve, se topa de bruces con un Garlochí que siempre es el mismo pero nunca es igual.
“Hay clientes que llevan a amigos con los ojos tapados, y alucinan cuando los abren dentro del bar”, relata Miguel, testigo de muchas noches de juerga. Y el equipo de EL ESPAÑOL lo confirma. Entran guiris, y sevillanos. Y pocos evitan sacudirse la cara de asombro.
Quizás sea por toparse de bruces con una talla virgen del Rocío frente a las botellas de brebajes alcohólicos, o con una Inmaculada, un San Juan, un niño seise, o una replica de la Giralda que le regaló su amigo Pascual González, de los Cantores de Híspalis. O cuadros, muchos, pintados por él mismo, como el de la Esperanza de Triana regresando a su templo por el Altozano. Y todo bien exornado con claveles, velas e incienso.
“Nadie me ha dicho nada malo. Nunca. Y si alguien me lo dice, le digo la verdad, aquí no hay nada bendecido. Una vez compré una imagen, y cuando supe que venía de una iglesia, la retiré y la regalé. No la quise tener aquí. No puedo poner en mi bar algo que esté bendecido, nunca lo haría, como católico que soy”, cuenta Miguel.
—¿Qué cree que les gusta del Garlochí?
—El barroquismo, el ser diferente… Aquí nos pasamos de barrocos.
—¿Qué opina de los bares minimalistas?
—Es el estilo de ahora. De hecho, yo voy a alguno… ¡y paso un hambre! Con esos platos tan grandes y tan poca comida.
El hambre en el Garlochí pasa inadvertida entre las anécdotas de Miguel, que llegó a pasear una Giralda en andas con flores por el palacio del Hassan II de Marruecos gracias a la amistad que fraguó con los hijos del monarca, especialmente con Lalla Meryem. Ha estado en la boda de Isabel Pantoja y Paquirri y en la del hermano de esta, es amigo íntimo de Luz Casal y sostuvo en sus brazos a Falete nada más nacer.
De las oscuras paredes rojo bermellón de su local cuelgan fotos suyas con Julio Iglesias, Massiel, Juanito Valderrama y Dolores Abril o El Cordobés. Y un retrato de Cayetana, la duquesa de Alba, que él mismo pintó con motivo de la boda con Alfonso Díez.
EL GARLOCHÍ Y LA DUQUESA…
Horas después de acabarlo, con el óleo todavía fresco, a Miguel le sonó el teléfono. Era Cayetana. Y él recuerda la conversación tal que así:
—Me encanta, está muy bien pintado. Es increíble cómo el vestido es tan parecido al mío. ¿No te habrá dicho algo José Víctor? [Por Vittorio, de Vittorio & Lucchino, los diseñadores del traje de novia de la duquesa].
—No, señora, no me ha dicho nada.
—Pues es muy parecido, y está muy bien pintado.
—Pues no, no está pintado.
—¿Cómo que no está pintado? ¿No es un óleo?
—No.
—Ay, Miguel, entonces ¿qué es lo que es?
—Es un chal que he comprado en los chinos.
—¿¡En los chinos!? ¿Y cómo lo has puesto?
—Pues con unos alfileres y pegado en el lienzo.
—Oy, oy, oy… ¡Qué artista eres, por Dios! Pero el pelo sí es pintado, ¿no?
—Sí, el pelo sí. Pero la flor no.
—¿Tampoco la flor?
[“Eso era para haberlo grabado”, dice Miguel entre risas. Y sigue narrando la llamada con mucha teatralidad].
—Ni los pendientes.
—¿Los pendientes son de verdad? ¿Y cómo los has puesto?
—Clavados en la oreja, en el lienzo, señora.
—¡Qué artista! ¡Qué artista eres, Miguel! Pues tengo que ir a verlo.
Y fue. No era la primera vez que Cayetana pisaba el Garlochí. Ya había ido antes con su primer marido, Luis Aguirre, asiduo al bar de Miguel. “Se sentaba justo al entrar a la izquierda”, recuerda.
… Y UMA THURMAN VESTIDA DE DOLOROSA
Al otro lado de la barra, oculto en una pequeña vitrina de madera con la puerta de cristal, Miguel guarda con celo los avíos con los que viste de dolorosa a quien se lo pide el cuerpo. ¿Quién no ha ido al Garlochí con la esperanza de que Miguel haga de las suyas? Le pone la saya, la mantilla y hasta la diadema dorada que el visitante despierto distinguirá sobre el espejo del fondo del local. Lo hizo con la actriz Uma Thurman, que visitó Sevilla para el enlace de un amigo. “You are an artist”, le espetó la protagonista de Kill Bill.
Pero Miguel prefiere no hablar del tema. “Perdí mucha clientela”, lamenta. En buena parte, motivado por el sector rancio de la ciudad, vigilante, siempre por exceso, para imponer unos códigos de conducta que haría a veces laxa la de la Inquisición.
El Tribunal del Santo Oficio tuvo su sede en el castillo de San Jorge, hoy mercado de Triana. Y allí imaginó Dostoievski a Jesús volviendo al mundo y siendo apresado por orden del Gran Inquisidor. Puede que después de no decir palabra ante él, Jesús saliese camino a la Alfalfa, rumbo al Garlochí. ¡Claro que iría! La de anécdotas que le contaría Miguel.