Puede que estemos en 2017, pero para Pedro Ortega siempre será el 19 de junio de 1987. Al menos, una parte de él se quedó anclada a esa fecha. “Aquí es donde estalló el coche”, especula en el aparcamiento del centro comercial Hipercor, en Barcelona. Es la primera vez que regresa a este lugar en 30 años, desde que ETA perpetrase la mayor masacre de su historia. 21 víctimas mortales, 45 heridos. Ortega tiene un porte gallardo y es seguro en sus movimientos, pero en este sótano quiebra la voz. Su relato vertebra aquel episodio fatídico: “Esto era un infierno”. Es fácil advertir en su mirada que su memoria está en otro tiempo, recordando escenas abominables: “Yo entré para buscar a mi cuñada, Mila, y… Y saqué cuatro cadáveres. También ayudé a reanimar a una mujer embarazada. Nunca hasta hoy había contado mi historia con tanto detalle. Es… como una terapia”.
Pedro Ortega (69 años) nunca sospechó que su destino se iba a romper en dos, como ocurrió aquel día. La amenaza terrorista, aunque extendida a toda España, se focalizaba principalmente en el País Vasco y Navarra. Cuando ETA asesinaba fuera de estos límites, los objetivos eran concretos: casi siempre policías, guardias civiles, militares. Todavía era habitual escuchar aquella frase de “algo habrá hecho” cuando los pistoleros actuaban. Eran los años de plomo, una década -la de 1980- que le costó la vida a 400 víctimas mortales. Con todo, era difícil imaginar una masacre de esta envergadura. Más aún en el corazón de Barcelona.
Ortega tiene grabados indeleblemente aquellos acontecimientos. Por primera vez los cuenta a un periódico. Vestido con traje impoluto -trabaja en el mundo de la farmacéutica- y sentado en una terraza de la avenida Meridiana, desde donde se ve el Hipercor, lleva bajo el brazo una gran carpeta azul. “La tenía archivada en casa, apenas la he abierto en estos 30 años”.
En esa carpeta están las portadas de los periódicos de la época y las fotos del atentado; también hay una explosión, fuego y fatalidad; y una vida rota, la suya, que naufragó durante años.
Los movimientos de los etarras
En realidad, su historia sobre Hipercor -hasta hoy, desconocida- comienza una semana antes de la tragedia.
“Fundé una empresa farmacéutica en 1974. Tenía los laboratorios en la avenida Meridiana, en los edificios que hay justo encima de Hipercor. A mi mujer, Candela, le habían diagnosticado un cáncer de ovario… Una semana antes del atentado, fui al laboratorio a recoger unos papeles médicos que necesitábamos para su historial. De pronto, se me cruzó un hombre: 'No puedes subir, hay amenaza de bomba'. No hice caso, necesitábamos los papeles. Era la salud de mi mujer. Subí en ascensor hasta la novena planta y cuando iba por la mitad me entró un escalofrío. 'Si explota esto...', pensé. Entonces sentí miedo”.
Su pensamiento fue casi una profecía. Santiago Arróspide Sarasolo, más conocido como Santi Potros y por entonces jefe de ETA, ordenó a sus comandos que golpeasen duro a las empresas de capital francés. Era su modo de protestar por las incipientes actuaciones policiales que la banda comenzaba a sufrir en el país vecino. A Rafael Caride, líder del comando Barcelona, se le ocurrió atacar al centro comercial Hipercor, al que erróneamente consideró francés. La cadena de establecimientos era propiedad de El Corte Inglés, puramente español. El plan debía ser sencillo: cargarían un vehículo con explosivos y lo dejarían en el aparcamiento. Así se lo trasladó a sus compinches, Domingo Troitiño y Josefa Ernaga.
Entre los tres constituían un comando temible, duro en sus golpes, invisible ante los cuerpos policiales. Contaban con una infraestructura sólida, con varios pisos en los que almacenaban las armas y en los que se celebraban sus reuniones. Pergeñaron el plan en uno de ellos. Ya tenían los explosivos: los 27 kilos de amonal y los 200 litros de líquidos incendiarios constituían un cóctel letal, al que también añadieron pegamento y escamas de jabón para multiplicar los efectos de la deflagración. Colocaron la bomba en el maletero de un Ford Sierra que les había facilitado el aparato de logística de la banda, un vehículo robado en San Sebastián el 16 de febrero anterior. Sólo faltaba el día y la hora. Optaron por el 19 de junio, por ser viernes. Y creyeron que si actuaban a plena luz del sol levantarían menos sospechas. El temporizador marcaba las 16.08 de la tarde de aquel 19 de junio de 1987.
Los terroristas habían estudiado el lugar con detenimiento. El centro comercial contaba con cuatro plantas, una a nivel de superficie y otras tres subterráneas. Las dos superiores correspondían a la tienda y las inferiores, al aparcamiento. Las conclusiones a las que llegaron los terroristas fueron claras: si colocaban la carga en la planta más alta del garaje, el daño sería mucho mayor.
Llegó el día.
Domingo Troitiño estacionó el vehículo en el lugar señalado y abandonó la escena sin levantar sospecha. Empezaba la cuenta atrás.
La explosión
Pedro Ortega tenía 39 años y comía con su mujer -“en un restaurante pequeño, de seis mesas”- en el carrer de Concepción Arenal, próximo a Hipercor. Habían formado una familia numerosa tras el nacimiento de sus tres hijos, Ana, Peter y Sergio.
Pedro y Candela apenas podían sospechar que, al mismo tiempo, Troitiño había telefoneado a las oficinas del centro comercial, a la Guardia Urbana de Barcelona y al periódico Avui para alertar de la colocación de la carga. “A las 15.30”, sentenció el terrorista.
Muy pronto se montó el dispositivo habitual. Los agentes actuaban de forma rutinaria, acostumbrados a falsas amenazas de bomba. Aquella, posiblemente, fuera una de ellas. Por eso optaron por no desalojar el edificio. Inspeccionaron cada rincón, cada esquina, sin encontrar nada sospechoso. Jamás pensaron que la bomba podía estar oculta en el interior de un vehículo.
La información que había ofrecido Troitiño no se ajustó a la realidad. La carga explotó a las 16.08, y no a las 15.30, como había indicado.
Ni Pedro ni su mujer, Candela, advirtieron el ruido de la deflagración. El protagonista de esta historia, llamado a jugar un papel trascendental en el atentado, recuerda esos segundos fatídicos: “Rafa estaba casado con Milagros, la hermana de mi esposa Candela. Trabajaba en mi laboratorio. A él le pilló la explosión en el ascensor, subiendo a trabajar. Por lo visto, notó cómo se sacudía todo el edificio. Salió y vino corriendo hacia donde estábamos: '¡Pedro! ¡Ha habido una bomba y hay mucho humo! ¡Creo que Milagros sigue dentro [de Hipercor]!'. Fui lanzado y me encontré con todo”.
- ¿Con qué se encontró?
- Me lancé y… aquello era terrible. ¡Terrible! Fui por una puerta que sabía que conducía al interior del edificio. Me metí con un policía de paisano en busca de mi cuñada. Nos encontramos con unas puertas torcidas, dobladas por la explosión. Las echamos abajo. Entramos en el centro comercial y me perdí. Llegué a las oficinas de Hipercor, que están en la primera planta del subsuelo. ¡Sonó un teléfono! No sé quién era, pero me pidió que le explicara lo que estaba ocurriendo. “¡No estoy para dar explicaciones!”. Y colgué. ¡Yo buscaba a mi cuñada! Enfrente estaba todo ardiendo, toda la pared envuelta en llamas. No podía resistir todo ese calor, esa situación. Salí de nuevo al exterior.
La calle se había convertido en un avispero. En la confluencia entre el carrer de Dublín y la avenida Meridiana se agolparon guardas urbanos, policías, guardias civiles… Allí mismo se abrían las puertas del infierno, y todas conducían al aparcamiento de Hipercor. “¿Alguien puede darnos los planos del edificio?”, preguntaron los bomberos, desesperados por encontrar una entrada accesible.
La deflagración había abierto un boquete descomunal entre el aparcamiento y la planta comercial, donde se encontraba la mayoría de los clientes. En algunos puntos del interior se alcanzaron temperaturas superiores a los 3.000 grados. El pegamento y las escamas de jabón ardientes se pegaban a las paredes, a los cuerpos de las víctimas. El efecto era similar al del napalm. El conserje del edificio, paralizado, no sabía dónde se encontraban los planos. “¡¿Y alguien conoce cómo se puede llegar?!”.
Por ahí pasaba Pedro: “Les dije que yo conocía bien la zona y me pidieron que les guiara”.
- ¿Qué se siente en ese momento?
- Estábamos todos asustados, en esos momentos no hay valientes.
Buscando a Milagros
Pedro condujo a los bomberos a una puerta exterior de la avenida Meridiana que conducía directamente al aparcamiento. El jefe de los bomberos, “un señor con la cara ancha”, abrió: “¡Salió un cataplum de temperatura! Y un humo tan denso… tan denso que parecía gelatina”. [Hace el gesto de acariciarlo con los dedos]. Inmediatamente cerraron la puerta. El jefe de bomberos pidió a sus compañeros un equipo adecuado, especialmente las máscaras para protegerse de las llamas. Abrieron de nuevo y se adentraron en la fatalidad.
“Yo corrí hacia la plaza [de la Tolerancia, uno de los laterales del centro comercial]”, explica Pedro. Buscaba a su cuñada, desesperado. Constituían una familia muy unida y Milagros era uno de los pilares de esa conexión. Actuaba su corazón, no su cabeza. Vio que entonces podía entrar a Hipercor por la puerta principal y se lanzó. “¡Puf! -recuerda-. Había una temperatura insoportable. Estaba todo destrozado, irreconocible. Fui hasta donde estaba el agujero que había provocado la explosión, justo en el sitio donde se colocaban los productos dietéticos. Fíjese de los detalles que se acuerda uno”.
Entonces, Pedro se precipitó al abismo. “Bajé a la planta de abajo y me encontré cómo los bomberos sacaban muertos y semimuertos. Cuando los sacaban, los dejaban en un cuartito sin luz. Veía algo porque utilizaban linternas. Ahí me encontré con el policía con el que entré la primera vez. Nunca me dijo que era policía, ni siquiera su nombre, pero sabía su profesión porque podía ver el arma debajo de su chaqueta”.
- Fue entonces cuando la vi.
- ¿A quién?
- Una mujer embarazada, con su tripa. No se movía.
“¿Alguien sabe hacer los primeros auxilios?”, clamó el policía de paisano. Pedro había sido cabo sanitario cuando cursó la mili en el 68 y se ofreció a seguir las instrucciones del agente: “Yo le hacía la respiración asistida y él, el masaje cardiorespiratorio. En una de esas, la señora vomitó y me llenó todo de vómito. Me limpié la boca y seguí haciéndole la respiración. Cuando vimos que podía respirar por sí misma, el policía me dijo que la subiéramos”.
Entre los dos llevaron a la mujer a una ambulancia, pero no veían al conductor por ningún sitio. El policía pidió a Pedro que se pusiera al volante. La evacuación de la víctima era urgente. “Entonces apareció el sanitario -recuerda Pedro-. ¡Qué bronca nos echó! Es normal, los nervios… Le pedí disculpas y se llevaron a la mujer. Con las prisas, se olvidaron de cerrar el portón de la ambulancia. Fuimos corriendo antes de perderlo de vista y lo cerramos”.
La voz del protagonista de esta historia se rompe por unos segundos. Le cuesta poner en palabras algo que tanto tiempo ha callado.
- Si quiere, podemos parar.
- No, no. Esto es algo que necesito hacer.
No es fácil poner palabras a una pesadilla que fue -y es- real: “El director de Hipercor estaba roto, llorando como un desesperado. Yo seguí entrando y saliendo...”.
- ¿Nunca pensó en lo que le podía pasar, en su familia…?
- Pensé en ellos cuando se me cayó una placa delante de mí. Me puse en lo peor: “Dios mío, perdóname”, me dije. Cuando pasa algo así, la vida te hace un reflejo que dura un instante. Me vi despidiéndome de mi mujer y de mis hijos. “¡Adiós…!”. Pero no se piensa, no hay miedo. Quien diga que piensa algo, miente. “Venga, a ver si hay alguien más por ahí, ¡venga!”, me decía a mí mismo. Y seguí.
“Buscaba a mi cuñada y no paraba de encontrarme cadáveres. Saqué cuatro. ¡Cuatro!”. [De nuevo, silencio y palabras rotas].
La confirmación de lo fatal
Pedro reviste sus palabras de humildad. En ningún caso quiere evocar heroísmo. Más bien interpreta este relato como una terapia que ha llegado 30 años más tarde. Aparenta entereza, pero trasluce el nerviosismo al acceder este jueves -sol en Barcelona, tráfico y sin rastro de la tragedia- al aparcamiento en el que se le hundió el mundo. “En esos momentos no piensas, sólo en cómo salvar a la gente que te necesita. Eso no es valor, es humanidad. Como yo lo hice, lo podía haber hecho cualquiera. Aquí no hay valientes, sólo hay humanidad”.
“A mi cuñada la sacaron por esta puerta, donde estaban los bomberos -recuerda-. Yo no la vi, debían ser las 20.20”. Pedro se obstinó en encontrar a Milagros. Y si no estaba dentro de Hipercor, tenía que estar fuera. Se dirigió al Hospital San Pablo: “Había varios cadáveres cubiertos por sábanas blancas”. Preguntó por su cuñada. Los médicos descubrieron uno de los cuerpos. Era el de una mujer, pero no el de Milagros. Repitieron el mismo movimiento en la camilla de al lado.
“...Era ella. Ahí estaba, llena de cristales, ennegrecida. Entre las manos tenía una medalla que se había arrancado del cuello. 'Esta es', dije. Le llamé a mi mujer y… 'He encontrado a tu hermana'. Terrible, terrible”.
Ya era inevitable. La vida de Pedro se había partido en dos. A los pocos días, enterraron a su cuñada, Milagros Amez, en Laguna Dalga, León, que apenas llega a los 700 habitantes. La muerte había llegado para no marcharse. Al tiempo murió su mujer, víctima de aquel cáncer de ovario. Y también su padre. Se vio solo con sus tres hijos: “Era un vivo muerto”.
Los protagonistas, hoy
“¿Qué sentido puede tener todo esto?”, se atormentaba. “Yo no entendía nada. Le pedí a Dios una excedencia para comprenderlo porque no era capaz de asimilarlo”.
Fueron ocho años en el purgatorio, sin rumbo. Hasta que por motivos laborales conoció a Mercedes. Tenían 48 y 45 años respectivamente cuando se casaron: “Adoptamos a nuestro hijo, Adam, natural de Ucrania. Ahora es el sentido de mi vida: tiene 17 años, es alto, guapo, deportista... Y ahora entiendo por qué me tuvo que pasar todo aquello, que todo fue para ser padre de Adam y casarme con Mercedes, que es una santa. Adam tiene que hacer cosas importantes en la vida, estoy seguro de ello”.
Los terroristas que perpetraron el atentado están todos en libertad.
Caride Simón, jefe del comando Barcelona, era gallego de nacimiento y emigró al País Vasco en busca de trabajo. Era un etarra atípico. Entró en la banda superando los 30 años, siendo padre de dos niños. Tras el atentado de Hipercor se escapó a Francia. La policía gala lo detuvo en un bar de Toulouse. En el año 2000 fue extraditado a España, donde se le condenó a 790 años por llevarse la vida de 21 personas y herir a otras 45 en este atentado.
Según testificó, su objetivo era únicamente “material”, provocar el mayor daño posible al centro comercial. Por eso, asegura, llamaron en tres ocasiones para advertir de la colocación de la carga. Las víctimas se preguntan a qué se debió entonces el ensañamiento, el pegamento y las escamas de jabón que provocaron un efecto similar al napalm. El caso es que el Estado también fue condenado por este atentado: la Audiencia Nacional consideró que la Policía no desalojó el edificio ni evitó la entrada de más clientes. En definitiva, que no hicieron lo suficiente para evitar la masacre.
Caride se desvinculó de ETA estando en prisión. Salió del centro penitenciario de Nanclares de la Oca en 2010. Participó en varios encuentros restitutivos con víctimas. “La culpa fue nuestra y sólo nuestra”, le dijo a una de ellas, contó el diario El País.
Su compañera, Josefa Ernaga, fue detenida en Barcelona en 1987. Se le condenó a más de 900 años de prisión y seguiría encarcelada hasta agosto de este año de no ser por la derogación de la doctrina Parot. La terrorista abandonó la cárcel de Logroño en diciembre de 2014.
Domingo Troitiño, tercer miembro del comando, entró en ETA de la mano de su hermano Antton. Fue uno de los terroristas más duros de la banda, implicado en una veintena de asesinatos. Lo detuvieron en Barcelona en 1987 junto a Josefa Ernaga y un tercer etarra. Pasó por varias prisiones hasta que la Audiencia Nacional ordenó su excarcelación en noviembre de 2013 tras la derogación de la doctrina Parot. Su último destino carcelario fue el centro de Teixeiro, en La Coruña.
Santi Potros encabezaba ETA cuando se perpetró la masacre de Hipercor. Fue detenido en Anglet (Francia) y estuvo encarcelado en el país vecino hasta el año 2000, cuando se le extraditó a España. Las penas que acumula le mantendrán en prisión hasta 2025. Actualmente se encuentra en la cárcel salmantina de Topas.
Entre los cuatro perpetraron un atentado que convirtió a Pedro Ortega en un héroe desconocido, que hasta hoy -por una mezcla de respeto a las víctimas y por falta de disposición- ha permanecido en silencio. Han pasado 30 años, pero sus informes médicos avalan una “disnea de esfuerzo” y una “expectoración en ocasiones”: “Víctima del atentado de Hipercor en el año 1987. Inhalación aguda de humos secundario en el lugar del atentado. A raíz de este acontecimiento empieza con problemas sanitarios”, reza el informe del hospital Sant Joan de Deu.
Los partes médicos avalan su condición de víctima del terrorismo. El Ministerio del Interior, la rechaza. No considera que sus experiencias encajen en los parámetros necesarios para ser inscrito en la lista de víctimas y, por tanto, le deniega la indemnización correspondiente.
- ¿Volvería a repetir lo que hizo?
Sin duda alguna. Aunque sólo fuese por humanidad.
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