Ermua, 14.30 h.
Miguel Ángel y su madre, Chelo, conversan tranquilamente en la cocina. Como de costumbre, pero hoy sin prisa. Él se ha tomado la tarde relajada y en principio no irá a trabajar a Eibar. Le dijo a su jefa, Marian, quien al día siguiente se convertirá en portavoz de la familia que esta tarde seguramente no podrá ir. Había quedado en Algorta, en el concesionario de Renault, para dar la señal del vehículo que se comprará. Como Algorta está a cuarenta minutos de Ermua, y sin pisar el acelerador, y ha quedado a las 16.30, tiene todo el tiempo del mundo para una de las cosas que más le gusta en la vida: hablar con su madre.
A Chelo, desde hacía días, le rondaba una idea que empezaba a convertirse en obsesiva. Y ese 9 de julio era el momento más propicio, tan relajados como estaban:
—Escucha, Miguel Ángel. ¿Cuándo vas a dejar la política? No puedes seguir así. Tienes que descansar. Ahora eres muy joven, pero luego vienen los achaques. Ya lo estás viendo con tu padre, toda la vida trabajando. Y yo, que también llevo lo mío a cuestas y que este reuma de ahora me deja rendida.
—Ya sabes, ama —así la llamaba a veces, en vasco—, que yo tengo que moverme y no puedo estarme quieto. Tiempo tendré de estar más tranquilo.
—Sí, pero ya no eres un niño. Ahora tienes que pensar más en el futuro. Por la mañana, te vas deprisa a Eibar, al trabajo, como debe ser, para lo que estudiaste tanto. A mediodía vuelves a Ermua, con la carpeta en la mano, llena de papeles del ayuntamiento, y te pasas por allí antes de venir a comer a casa. Comes rápido y otra vez de vuelta a Eibar. Y por la noche, cuando vuelves al pueblo, al ayuntamiento, si tienes pleno o una de esas comisiones, o como se llamen, o te vas a ver a Ana [Crespo] al partido. O a ensayar con el grupo. Y los fines de semana, tocando por los pueblos. Tienes que descansar. No es vida.
—Sí, ama. Pero a mí me gusta vivir así, aprovechar el tiempo al máximo. Para tu tranquilidad, ya he dicho en el PP que no voy a presentarme a las próximas elecciones. Que no podrán contar conmigo en 1999. Por cierto, ¡qué buena te ha salido esta costilla asada! Y los grelos parecen de la huerta de Cabanas.
Costillas asadas era una de las comidas favoritas de Miguel Ángel. Esta conversación, con un sustantivo y un adjetivo más o con uno menos, se produjo en tales términos, a la misma hora en la que Txapote, Amaia y Oker lo esperaban en la estación de trenes de Eibar, dispuestos a secuestrarlo, esconderlo unas horas, para luego matarlo en nombre de Euskal Herria.
Meses después de ser asesinado, Chelo, la madre, confirmó que el día 9 de julio, en vísperas del secuestro, pidió a su hijo que dejara la política, "porque ya tienes un buen trabajo y tienes que centrarte y disfrutar". Mar, la hermana, lo ratifica. Y Ana Crespo, efectivamente, ya sabía que en las listas de 1999 no figuraría Miguel Ángel, "tan buena persona, tan leal como trabajador", dice Crespo.
Todos sabían que lo dejaría menos sus asesinos. Y aunque lo hubieran conocido, no les habría importado. El objetivo era "levantar ya", "dar kaña ya" a un maldito concejal del PP. Meter miedo y dar un escarmiento al inquilino de La Moncloa.
—Sí, Miguel Ángel, pero tienes que dejar la política. Hoy vas a comprarte un coche. Aprovecha. Este Pilar, como todos los años, iremos a Zaragoza. Mar ya estará de vuelta de Londres. Juntos, como siempre, y en el coche nuevo, no el Opel Kadett, que ya está un poco hecho un cacharro, para el arrastre.
En la entrada de la casa de los Blanco Garrido había dos azulejos de cerámica con sendas frases en gallego. Uno de ellos podía haber puesto esa máxima familiar hebrea que tan bien se sabía Fernando Múgica Herzog, asesinado por ETA en 1996, de
madre judía. "Una madre cristiana dice a su hijo, come o te mato; una madre judía dice a su hijo: come o me muero". La secular guerra de religiones llevada hasta la alimentación del pequeño.
Pero aquí hablamos de otra guerra y de una madre muy católica que rezaba con sus hijos pequeños al acostarles y despedía a sus familiares próximos con un "reza por todos esta noche". En realidad, los grabados del recibidor de la casa tenían un contenido más hedonista y algo irreverente: "Por eso morreu o Toñiño, por beber auga e non beber viño" y "Cando á festa vaias, deixa á túa muller na casa". "Por eso murió Toñiño, por beber agua y no vino". ¡Qué cosas! ¡Qué muerte más dulce! No como otras. "Cuando vayas de fiesta, deja a la mujer en casa". Si te permiten ir de fiesta y no te matan antes.
Chelo, definida por quienes la conocen como una mujer extremadamente dulce y cariñosa, tenía el suficiente ascendiente sobre su hijo para no tener que levantar la voz. "Deja la política, Miguel Ángel", repetía como si fuera la solista de un inusual coro griego adelantándose a la tragedia.
En términos afectivos, aquella vivienda era un dúplex de lujo. En un espacio, Miguel, el cabeza de familia, fuerte y seguro. Pura fachada, como se demostró al ser asesinado su hijo. Se hundió. En otro espacio, la madre. Aparentemente frágil, no pronunciaba una palabra más alta que la otra para no molestar ni a las mismas palabras, fue la que aguantó al llegar el momento extremo de la verdad.
Amante de las telenovelas, de Los ricos también lloran, de Abigail, de Alondra, de Falcon Crest, de Quien ama no mata —¡qué verdad es!—, Chelo se transformó en Pelagia, el personaje inigualable de La madre, de Gorki, aquella que coge la bandera de la contestación cuando su hijo, Pável, es detenido por el régimen zarista.
Así sucedió, a pesar de ella. Porque esta mujer rehuía siempre de convertirse en el centro de atención en las situaciones minúsculas e intrascendentes del día a día. Ella lo que quería era vivir tranquila en casa, disfrutando cuando Miguel Ángel, con su temprana afición a la batería, utilizaba las cacerolas para tocar y cantarle el "Veo-Veo", de Teresa Rabal, a "la niña", como llamaba a su hermana Mar, seis años menor que él.
Eibar, 14.30 h.
Txapote, Amaia y Oker conversan, también, tranquilamente en la cocina. En el zaguán de la casa de Ibón Muñoa no había, que se sepa, ningún mensaje a modo de adorno. Por lo que se disponían a hacer, encajaría a la perfección una frase extraída de la novela de Truman Capote, A sangre fría: "Cuando una cosa ha de ocurrir, no se puede hacer más que esperar que no ocurra". En este caso, para ellos, los secuestradores, que ocurra.
Cada uno salió por su lado. García Gaztelu e Irantzu Gallastegui, en el coche donde se llevarían a Blanco Garrido. José Luis Gueresta Múgica, andando. A las 15.10 Ibón Muñoa, que se encontraba en la tienda de recambios Muñoa SL, ve pasar caminando a uno de los compinches. A buen paso. El tren paraba a las 15.30 procedente de Ermua, con la presa dentro, y no quería llegar sin resuello. La posición de Ibón Muñoa es privilegiada: desde la tienda controla su casa, donde se alojan los etarras, y las oficinas de Eman Consulting. Importante no porque ahí lleven la contabilidad del negocio familiar, sino porque vigila con naturalidad a qué hora entra y sale cada uno de los empleados. Miguel Ángel suele llegar al trabajo sobre las 15.35, todos los días, como un reloj suizo.
Ese día no lo verá entrar, pero no por lo que él piensa. Por la tarde noche, cuando Muñoa se dirige al entresuelo de la calle Arragueta seguramente iba pensando que él había cumplido con su obligación de miembro legal de ETA: dar apoyo al Comando Donosti. Y vaya que sí lo ha hecho. Sus "jefes" no tendrán queja.
Su sorpresa fue que, al entrar en la vivienda, encuentra allí a los tres miembros del Comando Donosti. Con las manos vacías. Muñoa sabía muy bien que cuando culminaba un secuestro, los secuestradores no volvían a la misma madriguera en meses, en el mejor de los casos. De hecho, en los preparativos del secuestro, enseña a Txapote un apartamento que los padres de Ibón Muñoa tenían en Zarauz, por si querían llevar allí al secuestrado. Más solícito no podía ser. Lo desecharon por inadecuado. Los secuestradores preferían una nave abandonada o el sótano de una casa discreta en mel extrarradio, que es donde finalmente Miguel Ángel Blanco estuvo
secuestrado las cuarenta y ocho horas. Cerca de Lasarte (Guipúzcoa).
"Esta tarde no ha venido en el tren y no lo hemos pillado. No hay prisa. Mañana será otro día", vienen a decirle a Muñoa. En octubre de 1997, cuatro meses después del asesinato, Txapote y Amaia volverán al piso nido de Eibar. Fue entonces cuando confirmaron al chivato lo obvio. "Fuimos nosotros quienes secuestramos a Miguel Ángel Blanco y lo matamos". ¡Menuda sorpresa para Muñoa! La pareja de asesinos dio al casero una inesperada noticia: no volverían jamás a su casa porque iban a asumir otro tipo de responsabilidades en ETA.
—¿Nos ha venido bien? —preguntó Muñoa. Así como quien pregunta si la caída del precio del barril de petróleo beneficiará a la economía nacional, cuando ese «nos ha venido bien» se trataba del asesinato de un chico de veintinueve años.
—Estas acciones hay que valorarlas a un año vista —contestó Txapote, según consta en el sumario judicial.
Txapote cortó la discusión. En cierto modo, no le faltaba razón. Un año después, PNV y HB firmarían el Pacto de Lizarra (Estella en castellano), con la rúbrica de la organización terrorista ETA. El nacionalismo vasco, el de derechas, y el abertzale extremista de izquierdas, unían su destino. PP y PSOE entendieron que este pacto fue una consecuencia del miedo que entró en el cuerpo del nacionalismo vasco al ver la reacción popular tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco.
En algún lugar del País Vasco, 14.30 h.
¿Sabía alguien más, además del trío calavera del Comando Donosti, que Miguel Ángel Blanco iba a ser secuestrado y asesinado? ¿Dio la orden alguien desde las alturas, más allá del cartero Kantauri? Ni se sabe, ni seguramente se sabrá jamás. Esa es la gran pregunta sin contestación en todas las grandes acciones de ETA. ¿Quién marcaba la agenda de los asesinatos más sonados? ¿Quién puso la crucecita en la casilla de Tomás y Valiente, de Gregorio Ordóñez, de Fernando Múgica, de Ernest Lluch o de Fernando Buesa, por citar cinco nombres relevantes? ¿O de asesinatos frustrados como el del entonces jefe de la oposición, José María Aznar, en 1995, con todas las papeletas para convertirse al año siguiente en presidente del Gobierno en sustitución de Felipe González, en el poder desde 1982?
Si alguna vez se sabe, deberán pasar muchos años para conocer la mano asesina que meció tantas cunas al ritmo de una marcha fúnebre. La mano política que movía los hilos de ETA y con ella la marioneta de los pistoleros. Carlos Iturgaiz no tiene la menor duda de que era la gente de HB quien pasaba toda la información a la organización para que los comandos apretaran el gatillo o estallaran la bomba. "Yo lo tengo clarísimo: las muertes de todos mis compañeros, como Indiano, Zamarreño o Blanco, por citar tres nombres, fueron servidas en bandeja a ETA por gentes de Batasuna", afirma Iturgaiz.
Según el estudio titulado Informe sobre la injusticia padecida por las personas amenazadas por ETA (1990-2011), elaborado por los profesores de la Universidad de Deusto José Ramón Intxaurbe, Eduardo J. Ruiz y Gorka Urrutia, en colaboración con la Secretaría de Paz y Convivencia del Gobierno vasco, ETA recopiló información sobre treinta y seis mil personas, cuatro mil ochocientos setenta y seis eran empresarios y tres mil trescientos treinta y cuatro, políticos. Seiscientos veintiún de los objetivos estaban tan controlados que en cualquier momento podían haber atentado contra ellos. De estos, cuatrocientos noventa y dos eran empresarios, doce periodistas, ciento veintidós jueces y fiscales, y dos profesores. Entre los que cayeron estaba Miguel Ángel Blanco. ¿Cuántos colaboradores etarras llevaron a cabo estas labores de vigilancia, delación o, mejor, en un término más apropiado, de chivatismo, para poseer tan extenso patrón de potenciales víctimas?
Vitoria, 12.00 h.
La capital política vasca vive a su ritmo, reconcentrada en su propia historia, marcada de forma indeleble por la presencia, durante siglos, de religiosos y de militares. Y ahora, de políticos. El tiempo allí corre de otra manera. No se sabe si es más el sur del País Vasco, como se dice en Ocho apellidos vascos (ese, por lo menos, es el del sur, de Álava) o es el norte de España. Mientras en Ermua Miguel Ángel Blanco se comprometía con su madre a abandonar la política, y en Eibar los miembros del Comando Donosti se disponían a preparar su golpe mortal, en Vitoria ese día, más o menos a la misma hora, los grupos parlamentarios del PNV y de Eusko Alkartasuna rechazaban en el Parlamento vasco un texto de felicitación a la Guardia Civil por la liberación de Ortega Lara.
¿Qué necesidad había de negar ese pequeño guiño amable a los miembros de la Benemérita que habían rescatado de un inmundo agujero al funcionario de prisiones tras quinientos treinta y dos días de cautiverio, brindando luego con vasos de plástico? ¿Acaso esos chicos vestidos de verde que se jugaban la vida a diario por unas pocas miles de pesetas al mes no se habían ganado, con el sudor de su frente y la sangre de su cuerpo, un pequeño reconocimiento como hubiera sido una felicitación desde la cámara vasca? El mundo entero, desde España a sus antípodas, en Horopito Stream, Nueva Zelanda, no podía creerse lo que veía por televisión: un esqueleto andante, con sus barbas de eremita, desnutrido hasta decir basta, «Matadme de una vez», como suplicó Ortega Lara a sus carceleros, con la mirada de estar más para allá que acá. No se había visto nada parecido desde que los aliados entraron en los campos de concentración de Hitler en 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial estaba acabando.
Pero los dos grupos nacionalistas vascos, firmantes un año después del Pacto de Lizarra con ETA, no se conformaron con ese gesto feo e innecesario. En nombre de la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento vasco, de la que, ¡oh, sarcasmos!, formaba parte el mismo Josu Ternera, la cámara autonómica rechazó que una delegación visitara el zulo de la vergüenza, en una tournée programada desde el Ministerio del Interior en Madrid. ETA pensaba tanto en sus presos que en unas horas iba a utilizar sus nombres en vano, el de los presos, con el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco en un lapso de cuarenta y ocho horas. Muchos etarras en prisión se percataron de que la organización, con tal acción, les había encerrado un poco más. "A la dirección de ETA le importamos una mierda", empezaron a atreverse a decir algunos de ellos. La rebelión interna de una parte de los presos etarras fue un efecto colateral inesperado para los mandamases de la organización. "¿Cómo es posible —se preguntaría Kantauri— que por asesinar a un simple concejal español se pongan así mis camaradas? Se están volviendo unos blandos".