Los cinco encierros seguidos de Luis: 160 pulsaciones para tentar a la muerte
Luis corre todos los años en el mismo tramo donde un toro a punto estuvo de matar a su padre con un pisotón en la cabeza. Acepta ponerse un pulsómetro para que EL ESPAÑOL siga sus sensaciones.
14 julio, 2017 03:26Noticias relacionadas
Luis Munárriz corre toda la semana en el tramo de Mercaderes, en el mismo lugar donde un toro pisó la cabeza de su padre hace 35 años. Juanjo quedó en coma, a punto de perder la vida. El relato que sigue es el de un corredor que acepta mostrar sus sensaciones mediante un pulsómetro y dos entrevistas con este diario: una entre las 7:30 y las 8 –justo antes de correr– y otra nada más terminar.
En el encierro, Luis es uno de los chicos de la curva. El cohete ha sonado hace varios segundos. Brinca, intenta avistar la manada de toros por encima de la multitud. No ve nada, sólo una masa blanca y roja que de repente se parte y deja paso a seis astados que se estrellan en el giro de Mercaderes para coger carrerilla y enfilar la calle Estafeta.
Hace 35 años, sobre los mismos adoquines que Luis deja ahora atrás en la carrera, un cabestro pisó la cabeza de su padre. Primero inconsciente, luego en coma, seis días en el hospital. El corazón de Pamplona en un puño. Por Juanjo, aquel chaval de esos “de toda la vida”.
Aunque todavía no lo sabe, su reloj marca 160 pulsaciones, casi 100 más que al salir de casa esta mañana. Pasa un minuto de las ocho. Luis lanza su esprint más rápido. Deja los toros a su izquierda para evitar encerronas en la pared, como suele repetirle su padre. Empujones, agarrones, borrachos al suelo. Se mantiene en pie, fuerza un poco más para “coger toro”, aunque sea al principio de Estafeta. No llega, la estampida le deja sin carrera.
“Vivir en vena”
Trazado el retrato, el que capta la televisión y cualquiera que aviste a este chaval de 24 años, camiseta blanca y zapatillas rojas, Luis se apresura a confesar sensaciones, a reconstruir su encierro interior, esos quince segundos en los que cabe toda una vida, en los que la sangre corre tan rápida como para poner un dique al pensamiento y dejarlo atrás.
Luis jadea con los codos en las rodillas. Igual que el miércoles, cuando dos compañeros le ayudaron a levantarse del suelo. En el último encierro, el de los Miura, no ha tenido suerte, pero con los Victoriano del Río sí logró hacerse un hueco, se situó al frente de la manada, rozando con los dedos la foto que ansía todo corredor, la de la carrera perfecta. Un caído, al levantarse y sin darse cuenta, le zancadilleó. Luis se fue al suelo, se cubrió la cabeza con las manos y escuchó el trote de los toros como quizá no vuelva a hacerlo nunca.
Porque el encierro también es eso, “vivir en vena”, navegar en la herida, captar un momento de diamante con permiso del azar. Chapu Apaolaza, periodista y corredor, lo describió como “arrimarse a la muerte para saborear mejor la vida”, “ser consciente por un instante de que nuestro tiempo es un destello, pero muy luminoso”. El nieto de Hemingway, cuando este periodista le preguntó por lo mismo, narró: “Mi abuelo iba a Pamplona porque encontró allí la oportunidad de morir cada mañana”.
Arriesgar la vida siete días seguidos
Antes de desmigar sus sensaciones sobre los adoquines de Mercaderes, se afana en aclarar: “Yo aquí no soy nadie, apenas conozco a otros corredores, es un momento en el que me vuelvo bastante introvertido, me da vergüenza contar todo esto, ¿sabes lo tantísimo que me queda por aprender? Quizá, después de cuatro años en esto, te diría que todavía no sé correr. Por eso tengo mis referentes”. Esos sobre los que luego derrama la mirada durante la repetición para comprender sus gestos y la forma en la que entran y salen del toro.
El relato de Luis es el de un chico, como tantos otros, que se levanta a las siete de la mañana para disfrutar de un orgasmo de adrenalina delante de los toros para luego desayunar tostadas, con aceite y buen tomate si puede ser, y empezar a atender pacientes en la clínica donde trabaja como fisioterapeuta. Pero el relato de Luis también es el de alguien que arriesga su vida durante cinco días seguidos en el mismo lugar donde su padre estuvo a punto de perderla.
En una puñalada al romanticismo, se sincera: “Antes del encierro sí que hay mucha cavilación, el qué pasara y todo eso, pero cuando los toros se acercan, sólo salto, miro, empiezo a correr y, de repente, todo ha terminado. Quizá por eso me obsesione en reconstruir mi carrera la noche de antes, intento imaginar mis movimientos para luego trazarlos con más facilidad, aunque luego no sirve para nada”.
“Me engancha la adrenalina, verme capaz”
El encierro es 'Ortega y Gasset' llevado al extremo: en el "yo soy yo y mi circunstancia" pesa mucho más lo segundo que lo primero. No queda nada de los balcones vacíos y la avenida limpia, “el bueno de Ernesto” –así le llamaban en Pamplona– se lo cargó.
“¿Por qué lo hago? Supongo que cada uno tiene su respuesta. Me engancha verme capaz de ello, no tiene más explicación, sé que mi decisión es absolutamente irracional. Si lo piensas, ¿cómo te vas a poner a correr delante de seis toros a las ocho de la mañana?”.
En casa cuelga un dibujo de su padre. Juanjo Munárriz, tras aquel 12 de julio de 1982, nunca volvió a correr. Tenía sólo 19 años, pero ya era un habitual en el tramo de Mercaderes. Aquel día, el mismo en el que Diario de Navarra contó que un intruso se coló en el dormitorio de Isabel II y le pidió un cigarro, su abuela no vio el encierro en la tele y se enteró más tarde del accidente. Acongojada, decía a los periodistas: “Sólo balbucea, no puede hablar. Los pisotones del toro pueden ser más peligrosos que las cornadas”.
“Claro que pienso en mi padre, sería imposible no hacerlo”
“Claro que pienso en eso… Es imposible no hacerlo. A él no le importa que corra, me entiende, dice que mientras vaya descansado y tenga una buena condición física hay pocas probabilidades de que me pase algo. A mi madre no le gusta nada…”.
Luis se ha levantado hacia las siete. Tarda un cuarto de hora en llegar al recorrido. En la primera de las dos conversaciones mantenidas con este diario, también surge la figura de su padre. “Ni lo había pensado, pero ayer se cumplieron 35 años de aquello. Fue muy mala suerte, se resbaló, el toro tropezó con él y le pisó… Sabes que puede pasar, todos lo sabemos. Que mi padre corriera en el mismo sitio tiene un sentido muy positivo porque la curva es complicada y me da consejos”.
Suben las pulsaciones
Lo cuenta mientras, recién amanecido, camina desde el barrio de San Juan hacia las calles del casco viejo. Se cruza con borrachones, familias que buscan un hueco en la plaza, la orquesta que toca sobre el adoquín para despertar a los que duermen…
60 pulsaciones. En la calle, conforme se acerca al recorrido, suben hasta las 80. Lo marca un pulsómetro rojo abrochado en su muñeca. “Me he despertado un pelín tarde, este año desayuno Colacao, antes era café. Como algo después, antes de ir a trabajar, ahora no tengo apetito”.
Atraviesa las ferias que se acuestan a la orilla del parque de Antoniuti. Churros, cubatas sin hielo y la tónica que ha perdido el gas. “¿La pájara? Con seis toros detrás nunca me ha entrado el hambre”. Lo dice con risa nerviosa, camina por la calle Mayor, a cinco minutos del tramo de Mercaderes, y acorta sus frases.
“He discutido mucho, mis amigos y mi madre no quieren que corra”
“Sí, es verdad que he discutido con mucha gente por hacer esto, pero no lo van a cambiar. Esta irracionalidad me ha enganchado de verdad”. Tanto como para trasnochar sólo un par de días y dedicar el resto al tonteo con la muerte. Sí, la muerte, sin exagerar. Dieciséis personas han dejado su vida sobre el adoquín desde 1910.
“Bueno, reconozco que varios días, al levantarme, me digo: ‘¿Qué narices estoy haciendo?’ Pero esa pregunta, de momento, nunca ha sido respondida con un me quedo en casa”, explica al alcanzar la Cuesta de Santo Domingo, la primera avenida que encuentran los toros al salir del corral.
“Todavía no puedo acceder a Mercaderes porque la Policía evita montones y no deja pasar allí hasta menos diez o algo así. Hasta entonces, elijo este lugar porque hay mucho veterano, gente muy tranquila que ya está calentando y a lo suyo”.
Quedan cinco minutos. En un pestañeo recuerda su primera vez, con 16 o 17 años: “Entonces, sólo me metí dentro y me eché a un lado, fue una toma de contacto, conocer la sensación. Es paradójico, muchos como yo nos echábamos a los laterales, justo lo que no hay que hacer”.
Ya vienen
“Ya estamos a punto”. Se nota ese murmullo, se escuchan los gritos desde los balcones. La pantalla que se alza junto al Ayuntamiento muestra el último cántico del “A San Fermín pedimos”.
“Ahora se borra todo de la cabeza. Empieza a subir la adrenalina, el pulso. Sólo voy a pensar en la curva, en no quedarme dentro, en dejar el toro a mi izquierda e intentar hacer una buena carrera”. Es curioso, el corredor aparta lo trascendente justo cuando se convierte en levedad, en un funambulista sobre el alambre que ha dado los pasos hacia el abismo voluntariamente.
“Venga, venga, luego hablamos”. Ya vienen. Un toro ha roto la manada y enfila en solitario la Estafeta.