Jesús Puente nació en Burgos hace 30 años, es electricista y tiene claro que lo más importante en el mundo es que su hija Nora, que hará cuatro años el próximo noviembre, sea feliz. Ella tiene una sonrisa inmensa que conquista a todo el que se la cruza, pero la más radiante de todas fue hace un año, el día que Jesús llegó a casa, levantó su camiseta y la niña dijo con su lengua de trapo: “Papá es como Nora” mientras se tocaba los cables que adornan su tripa. A la pequeña burgalesa, que vive en un piso de acogida en Madrid para poder ir a sus tratamientos médicos al Hospital La Paz, nadie se le resiste; incluso antes de conocer su historia y su expediente interminable de informes médicos Nora ya es “la niña que vive de amor”. Su padre, al que no le gustaban los tatuajes, lleva para siempre grabada en la piel una gastrostomía. ¿Su objetivo? Que la niña no se sienta diferente.
La pequeña Nora llegó al mundo en Burgos hace tres años y medio. Sus padres, Emma y Jesús, se conocieron cuando eran apenas dos adolescentes, y siempre tuvieron claro su deseo de ser padres jóvenes. La niña fue muy deseada, sus paredes están llenas de marcos de fotos que recuerdan cada momento de su gestación. La joven pareja pensaba, sin duda, que estaban en el mejor momento de sus vidas y que la llegada de Nora completaría aún más su felicidad.
La niña nació el 21 de noviembre del 2013 por cesárea, venía de nalgas a la vida. Y pese a llegar baja de peso, a los seis días por fin recibió el alta y se fue a casa en medio de un baile de alegría de tíos y abuelos, que alababan lo tranquila que era y su capacidad para hacer fácil la adaptación familiar. “Nora dormía y comía todo el tiempo, apenas lloraba, y algunos amigos repetían sin parar que Nora era tan buena que era algo excepcional. ¡No podíamos imaginar hasta qué punto tenían razón!”, dice su madre tres años después.
El hospital les recomendó dos citas médicas para revisar que ganaba peso con normalidad. Al segundo mes, estuvieron a punto de darles el alta ya que todo parecía normal, aunque en el último instante por prudencia o intuición su médico insistió en una previsible última visita a los pocos días; sin duda aquello le salvó la vida. “Cuando volvimos a por los resultados del análisis ya teníamos una cama donde ingresar”, dice Emma, que entonces tenía tan sólo 25 años. El jefe de neonatos que les atendió entonces fue claro y directo con ellos. En media vida yendo a África a atender a niños sin recursos, nunca se había encontrado una analítica como la de Nora: totalmente desnutrida y deshidratada.
El diagnóstico era claro: síndrome nefrótico congénito. Poco tiempo después, ya en Madrid, a la enfermedad le pusieron apellido. Se llamaba Síndrome Nefrótico Congénito Finlandés, una patología ultra rara en España cuya mutación del gen tiene que darse en el padre y la madre a la vez. “Puedes ser portador del gen, pero si no tienes hijos con alguien que también lo tenga nunca llegas a saberlo. E incluso teniendo hijos es probable que no lo sepas nunca. El 50% de los descendientes puede ser portador pero no desarrollar la enfermedad nunca, y el 25% puede ser totalmente sano. El 25% restante desemboca en un caso como el de Nora. En Finlandia es mucho más numeroso, un paciente por cada 200.000 mil niños. En España, es casi imposible que suceda. Sólo hay siete niños diagnosticados y todos ellos comparten muchas similitudes en su corta vida. Muchos otros quizás no lleguen a recibir el nombre de su enfermedad antes de morir”.
No hay información clínica que avale estos datos, pero todos los casos que Emma ha conocido de Síndrome Nefrótico Congénito Finlandés tenían la placenta un 25% más grande durante el embarazo, vienen al mundo de nalgas, bajos de peso y fueron diagnosticados en su primera semana de vida. Todos, menos Nora. Ella pasó cuatro meses en casa, adaptándose a unas rutinas que pronto llegarían a su fin.
Los médicos no daban "ninguna esperanza"
“Tuvimos una tregua de cuatro meses en casa, en el que aprendimos que ya no podríamos vivir sin la niña. Por eso recuerdo las palabras del médico que subió a la que iba a ser nuestra habitación en aquel día del diagnóstico con toda nitidez. Dijo que no tuviéramos ninguna esperanza, que era imposible que la niña sobreviviese”. Emma estaba sola con su bebé, pidió que sujetaran a la niña y perdió todas las fuerzas de golpe. La claridad con la que recuerda ese momento, contrasta con todo el vacío que vino después. Ella no salía del hospital, pero tampoco era capaz de estar a solas con la niña. Necesitaba cerrar los ojos y estar dormida, permanentemente. Le parecía que todo era una pesadilla de la que en algún momento tendría que despertar. La niña entró en UCI, y apenas tenía cuatro meses y una semana cuando le colocaron una sonda de alimentación que atraviesa su piel y pared estomacal. Todavía la tiene.
“Nos resistíamos a pensar que la vida de Nora terminaría antes de empezar, así que dedicamos la pocas energías que teníamos a informarnos y peleamos por una segunda opinión en Madrid. Conseguir la derivación fue como una misión imposible. Nos la negaban, nos acusaban de poner en peligro a la niña con un viaje, no respondían a nuestras preguntas… hasta que por fin, después de mucha guerra lo logramos”. El viaje en ambulancia fue para ellos un infierno, los padres tenían pánico a que la niña no llegara con vida a destino, conectada entonces a un sinfín de cables y máquinas que la mantenían estable, pero la llegada al Hospital La Paz fue el principio de una etapa muy diferente. El color de la piel de la niña cambió radicalmente a los pocos días, la despertaron, volvió a sonreír. Su mejoría fue inmediata y aunque empezaron las respuestas difíciles para muchas de sus preguntas, al menos la joven familia tuvo objetivos por los que pelear. La oscuridad empezó a tener una luz que brillaba al final del túnel.
En La UCI pediátrica de La Paz recuerdan a Emma como la madre que cantaba siempre, incluso cuando la niña estaba tan sedada que no podía escucharla. Ella dice que era lo único que podía hacer por su hija en ese momento. “No podíamos cogerla, ni acunarla, ni dormir a su lado. Sentía que sólo podía cantar y hacerle carteles con mensajes para adornar su cunita. Uno diferente por cada cumplemes”.
Hubo dos momentos especialmente críticos durante su estancia en Madrid. La niña contrajo una meningoencefalitis, y durante algo más de 48 horas los médicos no garantizaban en qué condiciones se despertaría en caso de hacerlo. Para Emma fue la fase más dura. “Creo que había asimilado que podía perderla a causa de su enfermedad, pero no entendía el mundo a su lado con ella inerte, sin consciencia, que sus capacidades se quedaran totalmente limitadas, que no volviera a reír, a caminar, a hablar. Sólo podía pensar en cómo aceptar que nunca llegase a decir mamá ni pudiera disfrutar de todo lo bonito que ofrece la vida. De pronto piensas en todo lo que pierdes, en lugar de en todo lo que ganas, y durante algunos momentos el mundo se te pone patas arriba”. Pero para Emma y Jesús eso son sólo pequeños momentos.
Todavía quedaba por asumir un duro golpe. En una radiografía rutinaria descubrieron que, debido a su desnutrición y falta de calcio, Nora tenía once de sus pequeños huesos rotos. Durante algunos días se pensó en la enfermedad de los huesos de cristal, aunque pronto se descartó, convencidos de que no era posible tener dos enfermedades ultra raras tan distintas. “Fue durísimo no poder cogerla en brazos, ni poder tocarla, tener miedo de que se nos rompiera entre los dedos con una caricia. Pensamos en el dolor que tuvo que pasar hasta que se lo detectaron y todavía nos estremece”.
"Papá como Nora"
Nora perdía todas sus proteínas por los riñones, así que la única forma de que dejara de estar desnutrida era que la medicaran para ir secándoselos poco a poco. Cuanto menos funcionan sus riñones, más se normalizaría su vida. Cuando ya no eran útiles para depurar las toxinas de su cuerpo, tendría que entrar en un programa de hemodiálisis que la obligaría a ir cuatro días a la semana al hospital.
Contra todo pronóstico, Nora regresó a Burgos cuando tenía algo más de un año. Llevaba un maletín cargado de medicaciones, pero la certeza de que sus padres iban a hacer de su día a día el más feliz de los planes. Para Emma volver con Nora fue la noticia más ansiada de su vida. No era un retorno definitivo ya que antes o después los riñones perderían toda su función y Nora tendría que someterse a hemodiálisis pediátrica –en Madrid- y posteriormente a un trasplante. Pese a los habituales kilómetros para ir a revisión, normalizaron la vida que le había tocado vivir.
A Jesús le preocupaba que en algún momento la niña pudiera sentirse diferente al resto de las personas de su entorno. No quería que todas las miradas recayeran en el cuerpo de su hija cuando fuera a la playa, cuando se quitara la camiseta, cuando ella misma empezara a fijarse en el espejo y detectara al lado de su ombligo otros elementos extraños. La gastrostomía, una sonda de alimentación a través de la piel y la pared estomacal conectada directamente dentro del estómago y por la que se le inyecta alimento cada día, la hacía distinta a todos los que la rodeaban. Así que Jesús no se lo pensó. Mientras Nora disfrutaba del alta temporal que la llevó de nuevo a su casa de Burgos, salió una mañana dispuesto a dar una lección de empatía. Volvió unas tres horas después, se levantó la camiseta y Nora, a sus dos años y medio, supo perfectamente qué significaban aquellas líneas que tenía su padre en la tripa. “Nunca la he vuelto a ver sonreír como en aquel momento, me dijo “papá como Nora” y posiblemente fue uno de los momentos más especiales que he vivido con mi hija. A veces uno de los padres nos perdemos muchas cosas de nuestros niños, yo tuve que seguir trabajando y durante sus etapas en Madrid no puedo estar siempre.
El 26 de julio del 2016 Nora llega a Madrid de nuevo, esta vez trae una maleta para un traslado que será más largo de lo habitual. Sus riñones ya no funcionan y comenzarán sesiones de hemodiálisis varios días a la semana. Sus venas, trombosadas desde su primera hospitalización en Burgos, no están habilitadas para un trasplante común con donante vivo. Su madre es compatible, y está dispuesta a regalarle vida por segunda vez, pero necesitan que sus venas crezcan lo suficiente. Comienzan a administrarle hormonas de crecimiento para que, algún día, se le pueda practicar un trasplante de riñón sobre las venas del bazo. En España, tan sólo se han hecho ocho cirugías de este tipo.
Nora celebra cada momento fuera del hospital con tanto entusiasmo que los madrugones, los pinchazos y las horas de hemodiálisis parecen mentira. Sus padres, separados la mayor parte del tiempo para que Jesús pueda trabajar en Burgos, esperan con ansia pero sin prisa el momento perfecto para que Nora pueda someterse a un trasplante. El único objetivo es cada día verla feliz.
Ella, sin duda disfruta cada momento. Vestida de rosa y con una trenza interminable que respinga cuando ella corre por la casa, explica sin dificultad todo lo que le pasa. “A mamá le van a quitar un riñón y se lo van a poner a Nora. Papá también tiene una gastro, pero mis médicos la hacen mejor. Si se va a poner un catéter, que yo también tengo, mejor que se lo haga Carlota –su médica de la Unidad de Nefrología del Hospital La Paz- que yo a sus médicos no los conozco, y la mía lo hace muy bien”, dice Nora justo antes de aclarar que “en lo guapa me parezco a mamá, aunque papá dice que no”.
Si las heridas enseñan, la empatía también. Así que Jesús y Emma tienen claro que es importante aprovechar las cosas bonitas que les ha traído a su vida la enfermedad de Nora, “porque los días malos y las noticias duras no van a frenarse aunque tú le des la espalda al optimismo. La gente que hemos conocido en el hospital, otros padres, muchos amigos son un regalo que llegó con Nora”. También la asociación NUPA, especializados en niños con trasplante multivisceral, nutrición parenteral y fallo intestinal, que ofrece hogares de acogida para pequeños con enfermedades raras desplazados a Madrid por causas médicas. Nora ahora vive allí, en uno de los hogares de la esperanza, que sin coste alguno, permite a estas familias resguardarse y compartir experiencias.
A Jesús nunca le gustaron los tatuajes. “Yo pensaba que cuando eres más mayor ya no te pega, que los gustos cambian, no creía en las modas que duran toda la vida. Pero el día que vi la cara de mi hija, supe que es un honor poder hacerla sentir algo especial a través de un tatuaje. A ella y a todos los niños como ella, que les ha tocado vivir dentro de un cuerpo distinto. Yo quería que ellos supieran que no están solos, y que todo lo que podamos hacer para apoyarlos y para que luchen por salir adelante, lo haremos”. Keros, uno de los tatuadores más prestigiosos de Burgos, jamás había visto una gastro cuando Jesús se la pidió. Sin duda le pareció el tatuaje con más amor que había dibujado nunca.