Estoy en mi casa. Es sobre la una y pico de la tarde y cocino. Champiñones al ajillo. Hace poco lo he puesto todo a la sartén y espero que se hagan. Le pongo un poco de pimienta negra y orégano. Pienso en que me gustaría tener vino blanco para darle sabor cuando el suelo comienza a temblar. A moverse. Mucho. Se cae una taza al suelo y se hace añicos. Algunos platos, una maceta. La tierra se esparce. Sillas. El agua de una olla comienza a desbordar. Voy ya a salir corriendo pero me acuerdo del fuego. Vuelvo dos pasos, lo apago y bajo por patas los tres pisos hasta la calle mientras las paredes se mueven. Mis vecinos hacen lo propio. Los postes de luz se mueven de un lado a otro. Pasan unos minutos y todos están visiblemente asustados. Cuando acaba, me miro con otro joven de mi edificio, que consuela a una señora mayor. “Ha estado bien culero”, dice.
Este 19 de septiembre, un terremoto de magnitud 7,1 en la escala Ritcher sacudió el centro de México. Es también una coincidencia de esas que dan asco. Este mismo día, pero en 1985, otro terremoto golpeó la capital de México y dejó una cifra de unos 15.000 muertos, según la Cruz Roja, y decenas y decenas de edificios derruidos. En este, van 248 muertos en la Ciudad de México, Morelos-donde fue el epicentro, en Izúcar de Matamoros, a unos 100 kilómetros de la ciudad-, Puebla y Estado de México. Una cifra que lo más probable es que suba. Hace 12 días hubo otro, pero más lejos de la ciudad, en la costa de Chiapas.
Don Luis es el casero de mi edificio. En el 85, la casa donde vivía se cayó entera. Él y su mujer se salvaron de milagro. Y se compró el edificio que alquila ahora. “Lo adquirí ya que fue de los pocos de esta zona [a Roma, ahora de los barrios de moda de la capital pero que entonces acabó devastado] que sobrevivió. Resulta que tiene una estructura flexible y que está hecho con técnicas para resistir sismos”. ¿Ha sido jodido, no? “La verdad es que sí, yo no recuerdo otro igual desde el del 85”. Antes de irme a la calle pasamos piso por piso buscando grietas. No hay ninguna. “Nos aguanta el próximo”, dice, “pero igualmente haré que venga un ingeniero a echarle un vistazo”.
En la Ciudad de México van más de 40 edificios derruidos. Los barrios Condesa, Del Valle, Narvarte, Centro, Coyoacán y Xochimilco son de los más afectados. En Reforma, una de las calles principales de la ciudad, la policía acordona varios edificios fracturados. Cintas rojas si el peligro es mayor, amarillas para impedir el paso. “¡Aléjense, puede haber réplicas!”, grita un hombre. ¿Cuáles están dañados? “¡Todos esos!” dice mientras abre los brazos. Pero la gente tampoco acaba de alejarse y se quedan mirando, esperando algo.
Uno de los edificios derrumbados está a escasos metros de mi casa. Una vivienda de tres pisos, vieja, pintada de amarillo. “Al menos cuatro personas atrapadas entre los escombros”, dice uno de los operarios de seguridad antes de largarnos de allá debido a los químicos y gases. Otro al lado del supermercado donde hago la compra. Amigos me comentan de algunos más. Una pareja, de hecho, se mudó hace unos meses de uno que se ha derrumbado entero. Las sirenas de ambulancias y bomberos son el sonido ambiente de la tarde en la Ciudad de México. También un tráfico caótico, con cortes de luz por gran parte de la ciudad. Sin semáforos. Unos 3.000 militares están desplegados por la ciudad.
La Norma Sísmica de la Ciudad de México se dictó tras el terremoto del Ángel de 1957. Divide la Ciudad en tres. Zona I, que es la zona de lomas donde no alcanza a llegar el lago; Zona II que es una franja intermedia con un terreno un poco más firme y Zona III que es propiamente la zona del lago que estaba en lo que hoy es la ciudad. Está es la de mayor riesgo sísmico e incluye desde la Condesa hasta Texcoco y desde la Villa de Guadalupe hasta Xochimilco. Es decir, una enorme parte.
En esa zona III está la plaza de Cibeles, una fuente reproducción de la de Madrid pero en negro regalada por España en los 80, se han congregado los trabajadores de los edificios cercanos. Es parte de la delegación Cuauhtémoc, que supone el 4,6% de todo México, la séptima economía del país. Y a estas horas está llena de oficinistas. Godines, en el argot local. Han salido corriendo de sus oficinas. A las 11 de la mañana habían hecho el simulacro anual del 19 de septiembre y por lo menos lo tenían fresco. Eso no quita que se vea gente en shock que se resume muy bien en una chica, joven, en albornoz y descalza, que va gritando. “¿A dónde chingados podemos ir?.
Los responsables de evacuación-hay varios en cada edificio, trabajadores que se encargan de estos protocolos- avisan en alto. “¡No fumen! ¡Hay una fuga de gas!”. Un hombre pasa con un cigarro sin hacer caso. “Pinche viejito exagerado”, le espeta. Gustavo, con su perro y sus 23 años, está sentando al lado, en un banco. Están tranquilos. “Estaba en mi casa, solo me dio tiempo a ponerme los zapatos y bajar corriendo”, explica, “se sintió fuerte, se cayeron los espejos, los cajones, el mueble de tocador...”. ¿Más fuerte que el de hace dos jueves a la noche? “Mucho más, nada que ver”.
Los mexicanos se han organizado rápidamente para ayudarse. Hay centros de acopio en varias partes de la ciudad, como el parque España. Hay adolescentes que van por las casas pidiendo agua, víveres, material de cura, leche, pala, cubos. A mi, por ejemplo, los dueños de un pequeño restaurante indio me dejaron quedarme junto con otros periodista para poder trabajar con Internet. Ellos se fueron a su casa y nos dejaron dentro, fiándose de nosotros para que echásemos la persiana y pusiéramos el candado.
Gustavo, como la mayoría de los mexicanos nacidos después de 1985, ha hecho decenas de simulacros de sismos. Cada poco tiempo salen de las escuelas a la calle para entrenar que hacer en caso de una emergencia como está y les hablan del triángulo de seguridad, una zona en la estructura del edificio donde estarán más seguros. Los chilangos tienen interiorizado el sonido de la alarma sísmica, un conjunto de postes con un ruido fuerte que les hace saltar allá donde estén. A los extranjeros nos resulta más difícil ese automatismo.
De repente, surgen un montón de policías corriendo de un lado de la plaza. Van con los escudos transparentes, parecidos a los de un romano. Corren unas cuantas manzanas y empiezan a desalojar a los curiosos de la confluencia de dos calles, Colima y Salamanca. “Hay una fuga de gas, salgan de aquí”, dice uno, pero es un caos y unos agentes te dicen que vayas en una dirección, otros en otra. En todas partes huele a gas. Hay peligro estructural en varios edificios.
Simulacro horas antes
Dana Franco, 39 años, es una de las encargadas de supervisar el simulacro en el edificio del SAT, la agencia fiscal de México. “El simulacro fue a las 11 y todo salió bien, sin problemas”, explica, “la gente se lo tomó un poco a broma, pero bueno, salió bien”. Luego llegó el terremoto de verdad. “Yo estaba en el sótano y tuvimos que salir por una rampa, varias compañeras se cayeron, la gente se puso mucho más nerviosa, espantados, pero si cumplieron los protocolos, como no ir por las aceras, no encenderse cigarros... en la escala el pánico digamos que esté fue mucho más fuerte”.
En el mismo edificio trabaja Manuel Chanona, de 70 años. “Yo estaba en el piso 16, se sintió tremendo, todo el edificio se movía, las baldosas saltaban”, explica relativamente tranquilo, “creo que ha sido el peor desde el del 85, al menos en mi sensación”. A su alrededor hay varias personas en estado de semishock. Muchas no quieren hablar. “Ahorita, joven”. Algo razonable.
Es un cliché decir que en México se puede separar a las personas en dos generaciones claras. Los que recuerdan ese gran temblor de 1985 y los que no. Pero como todos los clichés, tiene parte de verdad y a la gente mayor, cuando hay un temblor, se la ve sensiblemente más asustada que a los más jóvenes. El de hace 12 días me tocó en un bar. Fue más tranquilo. La gente del bar salió como con medio risa y enseguida estaban bromeando. Algunos aprovecharon para irse sin pagar. Habría que verles la cara este 19 de septiembre.