La distancia se mide en minutos y no en kilómetros en Santiago-Pontones. Uno de los municipios más extensos de la provincia de Jaén es también uno de los más inaccesibles. Por eso, cuando alguno de sus vecinos dice que cualquiera de las 86 aldeas que lo componen está lejillos, lo hace sonriendo y especificando el trayecto en minutos. Fatigosos e interminables minutos, como sus serpenteantes carreteras de alta montaña.
Santiago-Pontones no te pilla de paso. A Santiago-Pontones se va. Aunque muchos de sus vecinos hayan hecho el camino contrario en los últimos años. Emilio, uno de los tres policías municipales del pueblo, recuerda que en las oposiciones con las que consiguió la plaza le preguntaron por el número de habitantes. Respondió el número 4.687. Era el año 1991. Apenas tres décadas después, la cifra ha caído a las 3.229 personas del censo actual. La población decrece a razón de cincuenta paisanos al año. Unas sesenta defunciones por cada diez nacimientos. También están los que emigran. La cuenta es insostenible.
Lo sabe Emilio, que gestiona uno de los ocho cementerios que hay repartidos por el municipio. Están en La Matea, Miller, Casicas del Río Segura, Las Casas de Carrasco, Los Anchos, Coto Ríos, Pontones y, la capitalidad, Santiago de la Espada. En total, 86 aldeas —unos 102 núcleos rurales si se suman aquellas en las que solo viven una o dos personas— componen el pueblo, de 683,2 kilómetros cuadrados y enclavado en el Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas.
De una aldea a la más alejada hay poco más de dos horas de camino en coche. De cualquiera de ellas a la capitalidad, Santiago de la Espada —situada en la linde con la provincia de Albacete—, hay en torno a cuarenta minutos. Jaén, la capital de provincia, está a tres horas. Sevilla, a seis. Todo está lejos.
La Siberia andaluza, 4 habitantes por kilómetro cuadrado
Hay de media apenas cuatro habitantes por kilómetro cuadrado. Uno más que en la auténtica Siberia, la rusa. Ochenta y ocho menos que la media española. Todos dispersos, aislados.
En el frío y húmedo camposanto de la capitalidad, Emilio suma con los dedos los muertos de este año. No llegan a los cincuenta. “Todavía hay pocos”, apunta su compañero Óscar, expolicía y funerario. “La mayoría llegan con el cambio de tiempo, en primavera y en otoño”, explica. Junto con Andrés, que heredó el puesto de enterrador, hablan de cómo la envejecida población ha doblegado los ritos funerarios. Antes eran los familiares quienes portaban el féretro de la iglesia al cementerio, los que empujaban el ataúd hasta el fondo del nicho. “Ahora todos son muy mayores para eso y tenemos que buscarnos a quienes lo hagan”, apunta Óscar.
Todos están envejeciendo. En torno a un tercio de la población ya supera los 65 años. Hay quienes hace meses que no ven jugar a los niños por las empinadas callejuelas.
Por El Parralejo Bajo no paran niños ni adultos. En esta aldea, cercana al embalse de Anchuricas-Miller —un extraño paraje de aguas turquesas donde se encuentra la principal reserva del río Segura en el valle—, solo vive Pedro. Tiene 64 años. Baja al pueblo una única vez al mes. Se aprovisiona de latas, embutidos y medicinas para soportar su aislamiento.
Donde llegaron a vivir cinco familias, unas cincuenta personas, hoy solo hay una casa habitada. Las otras están o derruidas o abandonadas o incendiadas. El propio Pedro y algunos vecinos de la vecina, pero apartada, aldea de La Toba apagaron las llamas que se cobraron la vida de un varón. “Eran dos hermanos, uno feneció primero, de mayor; el otro fue el que se quemó”, puntualiza taciturno Pedro, un hombre de voz grave y apagada, pelo cano, escasa talla y profundos surcos en el ajado y oscuro rostro. Los bomberos no llegaron a tiempo.
Vivir solo en una aldea, vivir con miedo
Hasta El Parralejo Bajo se llega por una estrecha carretera de curvas que discurre paralela al río Segura. Una densísima niebla dificulta la visión más allá de diez metros. A la derecha hay una importante caída de unos seiscientos metros amortiguada por algunos pinos. Hay que parar cuando se encuentran coches de frente, algo raro. La travesía, salpicada de piedras desprendidas de las laderas, se complica si nieva. Pedro vive a unos 1.200 metros sobre el nivel del mar. Es soltero. Su madre murió. Solo vive con dos perrillos.
—¿Qué siente al ser el único habitante de su aldea?
—Miedo, por estar solo. En las noches, como está la cosa… mejor no escuchar el ladrido de los perros.
En la puerta de su casa, iluminada en su interior por una lumbre, hay un coche aparcado. Es de esos que se conducen sin carné. Aunque Pedro apenas lo coge. No se atreve. Tiene una pierna delicada. Se sabe débil. Y depende de la buena fe de sus vecinos, que lo llevan y traen a Santiago para lo básico. Acabará por irse y con él llegará el final de El Parralejo Bajo.
En un futuro inmediato se certificará la desaparición de muchas aldeas de Santiago-Pontones. “Igual que hay un flujo de población del mundo rural a las ciudades, aquí vivimos algo similar entre los pequeños núcleos rurales a la capitalidad”, explica el alcalde, Pascual González, del PSOE y con 15 años de experiencia en el cargo.
Sabe que su municipio padece un problema de despoblación. Y no solo eso, también de baja densidad y mucha diseminación. “Yo digo que Santiago-Pontones es el municipio de las tres ‘D’ —sigue el regidor—, pero no creo que corra peligro de desaparición”.
Un cheque bebé contra la despoblación
También sabe que, aunque el problema de la despoblación es global y los ayuntamientos apenas tengan competencias o presupuesto para sortearla, siempre se puede hacer algo. Por eso su ayuntamiento otorga desde este 2017 una ayuda a las parejas que tengan un nuevo hijo. La medida fue aprobada por unanimidad y González estima que de ella se beneficiarán unas quince familias pontoneras, todas con niños nacidos este año.
“La ayuda es un detalle, un reconocimiento, poco más; sabemos que no vamos a erradicar la despoblación, si esa fuese la solución ya la habrían implementado otros tantos alcaldes del mundo rural, pero sí sabemos que haremos un poco más fácil los primeros días de esos recién nacidos”, razona el alcalde a EL ESPAÑOL. “Y ojalá se nos quede corta la partida de 8.000 euros y crezca, porque este no es un gasto, es una inversión”, sigue el socialista.
María Salud será una de las primeras beneficiarias. Está de seis meses. En febrero nacerá su segundo hijo, una niña, Rocío, y puede que llegue con hasta 1.600 euros bajo el brazo, la máxima dotación prevista. “Para pañales, poco más”, resuelve la joven, de 32 años y madre de un niño de ocho.
El ayuntamiento baremará la situación socioeconómica, el número de hijos y otros condicionantes para adjudicar, según corresponda, las ayudas de entre 800 y 1.600 euros. “Hombre, la ayuda viene muy bien, pero no como para plantearse tener un hijo”, asegura la María Salud, que corre al colegio a recoger a su primogénito.
—¿En coche?
—Aquí usamos el coche para todo.
Su hijo es el único niño de la aldea donde viven —Las Quebradas—, aunque ella nació en Don Domingo; ambas tienen una docena escasa de vecinos y están poco alejadas de Santiago de la Espada. “A unos siete u ocho minutos”, apunta. Otra vez la distancia se hace tiempo.
La baja natalidad del municipio también preocupa en el claustro de profesores del Colegio Alto Segura de Santiago de la Espada. No hay grandes clases y los zagales se mueven en pequeños grupos. Hay menos ruido del habitual en los centros de las ciudades. Llueve y no hay niños jugando en el patio.
Un 80% menos de alumnos que hace 30 años
Josefa, la directora, busca en el registro las actas de evaluación. Empezó en la docencia en 1989 como interina, pero lleva años en el único colegio de Santiago de la Espada, los últimos tres en la dirección. Ojea los números del ejercicio 1980-1981 y los compara con el actual. En primero de la Educación General Obligatoria (EGB) había 52 alumnos; hoy hay diez en el mismo curso de Primaria. “Y, más o menos, esa es la dinámica en el resto de grupos”, detalla la maestra, Pepi para sus alumnos.
En los años ochenta, la residencia acogía a unos cien niños internos, dos comedores y 74 menores utilizaban el trasporte escolar entre las aldeas; ahora solo 49 niños se desplazan, hay un único comedor y el número de internos ha bajado hasta los ochenta.
El exiguo número de alumnos en la escuela tiene consecuencias positivas, como la baja ratio profesor-alumno —casi la mitad de la andaluza, que se sitúa en 28,5—, y negativas, como la paulatina reducción de clases. No esconde la directora que son pocos los docentes interinos que eligen su centro, un colegio rural agrupado con aulas en Pontones, Miller o Marchena —todas distantes a más de una hora en coche—, para cubrir las bajas. Explica que algunos docentes de especialidades como Educación Física o Música tienen que itinerar entre las aldeas cercanas para impartir clase a grupos todavía más reducidos de niños. Pero apunta que la mayoría de los que llegan se alegra por la alta calidad de vida que se disfruta en el pueblo.
José es uno de los últimos maestros en llegar. Es interino y cubre una vacante en el Alto Segura. Es de Cádiz y en Jerez de la Frontera tuvo a su primera hija, Mercedes, que ahora tiene seis años. Su mujer, María Eugenia, ha vuelto a dar a luz hace seis meses. El niño se llama Pablo. Los cuatro viven en Santiago de la Espada.
"En la ciudad te ves más sola que aquí"
“Crees que vas a estar sola por estar en un pueblo aislado, pero no; en la ciudad te ves más sola que aquí”, concreta María Eugenia. Mientras, le da una papilla a su bebé. “En el pueblo —sigue— nos han prestado su ayuda para todo, hasta los desconocidos”. Y por sus calles pasea con su carrito, en silencio, relajada, tranquila.
La pareja ha hecho amistad con un grupo de madres de la zona, todas con recién nacidos, de entorno rural y a un radio de hasta hora y media en coche. Ahora, cuando coinciden en el hospital, comentan lo bien que le viene a una familia el cheque bebé de Santiago-Pontones.
“No es un pan debajo del brazo como dice la gente —apunta la madre—, pero sí que te ayuda; da para el carro, la bañera… los primeros gastos de un bebé”.
Los paseos de María Eugenia y su hijo Pablo son cada vez más cortos por las tardes. Cuando cae el sol, las calles se hacen recias. Hace frío, mucho. El termómetro marca 5 grados, aunque llega con frecuencia a 15 o 20 bajo cero. No hay abrigo en las paredes de piedra. En Los Cantos de Hernán Perea, una altiplanicie de unas 8.000 hectáreas situada a 1.700 metros de altura, se han llegado a registrar hasta 45 grados bajo cero. El paisaje de modelado kárstico, lunar por su relieve, bien merece una visita, pero de día.
Quienes vayan de noche se toparán con otro de los mayores atractivos de la zona: su cielo nocturno. Santiago-Pontones ha sido reconocido como paraje Starlight, un punto desde donde ver el firmamento con claridad. No hay contaminación en el parque natural protegido más grande de España.
Francisca ve las estrellas desde su casa, una pequeña construcción de paredes blancas de irregulares piedras situada en La Carrasquilla, una aldea en el nordeste de la región. Allí vive a solas con su marido, Pedro, un pastor jubilado que se entretiene sacando algunas cabrillas segureñas por el monte. Tiene 77 años.
La ganadería es el principal motor de Santiago-Pontones, con más de 40.000 cabezas y 110 explotaciones ganaderas, pero sin relevo generacional. Los pocos jóvenes que quedan en el pueblo no quieren para ellos la brega y la trashumancia que vivieron sus padres. Quién sabe si desaparecerá.
Ninguno de los seis hijos que Francisca y Pedro criaron en esa misma casa con vistas a la sierra seguirá el negocio familiar. Todos viven fuera. “El que está más cerca está a dos horas, en Caravaca —en la vecina provincia de Murcia—, pero no viene por aquí porque está más viejo; la siguiente, a tres; los otros cuatro, en Villarreal".
Sola con su marido, Francisca se vale de un amigo que la lleva y la trae cuando puede a Santiago de la Espada. Su suerte hubiese sido otra de haberse ido con sus padres a Barcelona. Por entonces ya emigraban. Pero ella decidió quedarse en su casa. Y ahí seguirá “hasta que muera”.
Aunque pasen meses sin ver corretear a sus nietos junto a la casa.