Witold Pilecki, un oficial polaco de inteligencia, sospechaba que los nazis estaban exterminando civiles en lo que, para los aliados, solo era un campo de prisioneros. En pleno apogeo de la Segunda Guerra mundial, la existencia de un campo de prisioneros en el sur de Polonia no era nada extraordinario, aunque se tratase de un campo que ocupaba una gran extensión y que además no paraba de crecer.
Nadie podía concebir el horror que aguardaba tras la puerta coronada por la siniestra frase “Arbeit macht frei” ("El trabajo os hará libres", en alemán). Los trenes de mercancías llegaban cada día desde la estación de la cercana Cracovia, se detenían frente a la entrada de Auschwitz y volvían a alejarse, vacíos, por la línea de ferrocarril construida especialmente para aquel lugar.
Permiso para entrar en Auschwitz
En 1940, Pilecki ya había luchado como partisano contra nazis y soviéticos y vivía en Varsovia, trabajando como espía para la resistencia polaca bajo la apariencia de encargado de un almacén de cosméticos. Cuando pidió a sus superiores permiso para entrar en Auschwitz, sabía que estaba uniendo su destino al de miles de ciudadanos polacos que habían sido llevados allí y nunca habían regresado.
Allí se dibujaba el horror. Algunos de los retazos de aquel campo quedan ahora recogidos en el centro de exposiciones Arte Canal de Madrid. Cada bota, cada pijama, cada fotografías reflejados en la muestra son una ventana que se abre a aquel infierno que escapa a cualquier entendimiento. Pilecki abrió sus puertas y se arrojó a su interior.
En septiembre de ese año, portando documentos falsos, se dejó atrapar durante una redada y fue llevado a la estación de Cracovia, y de allí a Auschwitz. Cuando al llegar, cansado, tardó en descender del vagón, un soldado alemán le dio un golpe en la boca que le partió dos dientes.
Durante los dos años y medio que pasó en el campo nazi, Witold Pilecki fue víctima y testigo de un infierno planificado a escala industrial. Su carácter de superviviente nato le permitió no sólo conservar la vida, sino además mantener la moral de los internos, organizar una red de militares prisioneros llamada ZOW que intentó por todos los medios dar a conocer al mundo lo que allí estaba ocurriendo.
8.000 exterminados al día
Aquejado de una pulmonía casi permanente, Pilecki se las ingenió para construir una radio desde la cual se comunicaba con Londres, enviando informes detallados de las operaciones de exterminio nazis. Sus cálculos de que cada día se exterminaba a unas 8.000 personas, sus descripciones de los métodos de la Gestapo y sus peticiones de ayuda parecían, sin embargo, caer en oídos sordos. Un bombardeo certero o una operación de comando tal vez habrían impedido parte de la masacre de Auschwitz, pero jamás se puso en marcha ninguna operación aliada al respecto.
Una noche de abril de 1943, después de unos 30 meses en Auschwitz, Pilecki consiguió escapar junto a dos compañeros aprovechando que les asignaron el turno de trabajo de noche en la panadería. “Corrí tan rápido que cortaba el aire con mis manos, no sabría cómo describirlo”, dijo. Pronto consiguió contactar con la resistencia antisoviética polaca que, al conocer sus informes, intentó convencer al ejército Rojo de llevar a cabo un ataque conjunto contra el campo. Los soviéticos, a pesar de tener unidades en la zona, se negaron a ello.
La información recopilada por Witold Pilecki en el llamado “informe W”, firmado por un grupo de oficiales prisioneros en Auschwitz, ocupaba unas cien páginas. Sin embargo, no tuvo ninguna repercusión y cuando la Oficina de Estudios Estratégicos de Estados Unidos (predecesora de la CIA) lo recibió, se limitó a archivarlo. En el informe se menciona por primera vez la existencia de los hornos crematorios y los experimentos llevados a cabo con prisioneros y al final de la guerra, el testimonio de Pilecki fue fundamental para comprender las dimensiones del Holocausto. El suyo fue el primero de los testimonios proporcionados por testigos directos, de los que solo hubo tres, y que formaron los llamados “Protocolos de Auschwitz”.
A pesar de las evidencias presentadas, ni los aliados, ni los soviéticos, ni las Naciones Unidas ni ningún grupo de resistencia quiso o pudo hacer nada para detener la maquinaria mortal del mayor campo de exterminio nazi. Tras la guerra, Pilecki continuó recopilando información de manera secreta, esta vez sobre las atrocidades cometidas durante la ocupación soviética de Polonia. A pesar de cambiar varias veces de identidad, fue descubierto y torturado bajo la acusación de espía antisoviético.
Sentenciado a muerte
Durante el juicio, cuyo resultado estaba decidido de antemano, uno de los testimonios pronunciados en su contra fue el de otro superviviente de Auschwitz, Józef Cyrankiewicz, que llegaría a ser Primer Ministro de Polonia. Antes de que se ejecutase la sentencia de muerte, recibió la visita en prisión de su esposa, a la que ocultó las manos para que no viese que le faltaban las uñas tras las sesiones de tortura. “Van a por mí”, le dijo a su esposa. “Comparado con esta gente, Auschwitz fue un juego de niños”. Su cuerpo fue arrojado a una fosa común sin identificar.
Hasta 1989, con la caída del régimen comunista en Polonia, la figura de Witold Pilecki fue ocultada en los libros de historia y el informe que escribió tras su paso por Auschwitzz no fue publicado en su país natal hasta el año 2000.
El Caso Karski
Sin embargo, el caso de Pilecki, aunque tal vez el más llamativo, no fue el único. Jan Karski era un oficial polaco que se hizo pasar por soldado raso para poder ser trasladado a un campo de prisioneros desde un campo en Ucrania en poder soviético. Consiguió fugarse y empezó a trabajar como correo de la resistencia polaca, siendo apresado y torturado hasta casi perder la vida.
Si Pilecki se dejó capturar para ser llevado a Auschwitz, Karski decidió colarse en el gueto judío de Varsovia por razones parecidas. El de Varsovia era el mayor gueto de Europa y unas 400.000 personas se hacinaban en poco más de tres kilómetros cuadrados a la espera de ser enviados al campo de exterminio de Treblinka. Allí Karski fue testigo de la tragedia, el heroísmo y la locura. Con la determinación de buscar ayuda para toda aquella gente, consiguió escapar y huir fuera de Polonia.
Roosevelt no le hizo caso
En su particular misión por dar a conocer a los aliados la situación de los judíos en Europa, Karski llegó a entrevistarse con el presidente norteamericano Roosevelt. Tras escucharle en el despacho oval, y en vez de hacer ninguna alusión a su escalofriante relato, Roosevelt comenzó a preguntar a Karski sobre las condiciones de los caballos polacos en el ejército.
Por su parte, el juez del Tribunal Superior de Estados Unidos Feliz Frankfurter, de ascendencia austriaca, tampoco le prestó gran atención: “No dije que estuviese mintiendo, dije que no podía creerle”, dijo refiriéndose a su encuentro con Karski. Cansado de enfrentarse al escepticismo de sus interlocutores, Karski decidió escribir un libro titulado “Historia de un Estado Secreto”, donde contaba las penalidades y esperanzas del Gobierno polaco clandestino. Vendió 400.000 copias en plena Guerra Mundial y ha sido reeditado hace pocos años.
Más tarde, Jan Karski se instaló en Estados Unidos y se casó con Pola Nirenska, una bailarina polaca que había perdido a toda su familia en el Holocausto que él se había empeñado en detener, sin éxito. Nirenska se suicidó en 1992 y poco después, un desencantado Karski declaraba en una entrevista que “los judíos fueron abandonados por todos los gobiernos, iglesias y jerarquías. Si sobrevivieron miles de ellos fue gracias a la ayuda de personas individuales. Ahora, todos los gobiernos e iglesias dicen ´intentamos salvar a los judíos´, porque están avergonzados, quieren mantener sus reputaciones. No ayudaron, porque seis millones de judíos murieron, pero los líderes de gobiernos e iglesias sobrevivieron. Nadie hizo lo suficiente”.