Sí, Isabel Preysler es feminista. Al menos de una cierta manera, a su manera, que es la mejor forma de llegar siempre a las metas. Ha cumplido 67 años siendo independiente y deseable y esa combinación, su combinación, la fórmula de su éxito, resulta refrescante en estos tiempos en que el activismo y sus hashtags nos iluminan a veces como una bola de fuego y otras nos ciegan como una tormenta en el desierto. ¿O acaso existe algo más moderno bajo la tiranía del selfie que hacer siempre lo que se quiere y nunca lo que los demás esperan que hagamos? Extiendan esa actitud a lo largo de las últimas décadas y tendrán una definición bastante aproximada del personaje Preysler.
Hay otra que personalmente me gusta más. Una mezcla de determinación, inteligencia y un inesperado sentido del humor. No conozco a nadie que negocie mejor. Con extrema amabilidad y una inusitada firmeza. Cuando Isabel dice sí, es sí. Cuando Isabel dice no, imposible moverla un milímetro del lugar exacto en el que ha decidido colocarse. Si está triste lo reconoce. Si es feliz, también. Tampoco a nadie capaz de hacer girar una mesa completa a su alrededor desde el preciso momento en el que se sienta y hasta mucho después del final de la cena. Exactamente, hasta que ella decide marcharse. ¿Por qué? Difícil explicarlo. Tiene que ver con la curiosidad y fascinación que despierta, supongo. Pero también con un sorprendente talento para la cercanía. Para preguntar y escuchar después atentamente las respuestas. Para hacer que quien se sienta en su biblioteca, entre su retrato de Pinto Coelho y los libros llenos de anotaciones manuscritas de Miguel Boyer, entre sándwiches de pollo y el pastel de melocotón marca de la casa, no tenga ninguna prisa por levantarse.
En la famosa casa de Preysler, quizá la casa más famosa y criticada de nuestro país desde que se construyó a principios de los noventa, no todo es perfecto pero todo está exactamente en su sitio. Las toallas de hilo con iniciales bordadas, las bandejitas de plata que se rellenan a diario con bombones y cigarrillos, los cuencos con frutos secos en el jardín y el mayordomo que adivina una gripe en cuanto el invitado entra por la puerta y sirve inmediatamente un té con miel. Una casa gobernada a golpe de interfonos, con un hall con el lucernario y flores frescas a diario que hace 20 años la mayoría de los españoles sólo veíamos en Falcon Crest y a la que persiguen rumores de venta desde la muerte de Boyer pero que continúa tan inmutable como su propietaria.
Preysler, nunca decepciona y quizá ése es el secreto de su éxito mediático. De alguna forma, siempre da más de lo que se espera de ella o esa es la impresión con la que consigue que se marche su interlocutor. Y en la enésima entrevista de su vida, te dice por ejemplo, una noche sentada en su jardín, al lado de la piscina exterior, que se casó con Julio Iglesias porque estaba embarazada. Y que, ahora que lo piensa, es algo que debería contarle a Tamara antes de que lo lea. O te habla de la muerte de Beatriz, su hermana pequeña, enferma de cáncer de pulmón. De la de su hermano Enrique, a los 25 años intoxicado en un hotel de Singápur por una fuga de monóxido de carbono. De cómo sus padres la enviaron a España para que se olvidara de un novio que tenía en Filipinas a los 16 años. Te cuenta que su padre era un hombre autoritario y que su madre intentaba convencerla de que el divorcio no tiene sentido porque al fin y al cabo, el enamoramiento no es más que un engañabobos. O de por qué cree que la independencia económica es elegante y necesaria en una relación. Y más aún en un divorcio. Sobre todo, en el divorcio de Julio Iglesias, aclara. Si de algo presume Isabel Preysler es de haber vivido siempre de Isabel Preysler.
Esta semana la hemos visto acompañando a Mario Vargas Llosa que presenta nuevo libro, La llamada de la tribu. Aunque cuando Preysler está en la foto, nunca se sabe muy bien quién acompaña a quién. Y ahí está otro de sus talentos. Convertir lo que empieza siendo un escándalo en el paradigma de la corrección social. Lo hizo con Miguel Boyer y ha vuelto a hacerlo. Vargas Llosa ha cambiado su centro de gravedad vital desde el dúplex al lado de la Plaza de las Descalzas en el que pasaba sus temporadas en Madrid cuando estaba casado con Patricia Llosa a la casa de Puerta de Hierro de Isabel Preysler después de un seguramente incómodo intermedio en un hotel de Madrid. Y ha inaugurado sus 80 años con un divorcio después de 50 de matrimonio.
Aunque bien pensado, tampoco el Nobel fue nunca un hombre convencional en sus afectos ni en sus intereses ni en la elección del lugar en el que ha decidido colocarse en cada momento de su vida. Habla todavía con tristeza de una infancia en la que creció creyéndose huérfano para descubrir de pronto a los diez años un padre autoritario, que menospreciaba la literatura y que terminó convirtiéndole, por pura reacción, en mucho de lo que es hoy: el escritor con el que millones de personas aprendimos a amar la literatura. Y también el hombre que, con unas formas exquisitas, una ambición que le llevó a pelear por la presidencia de su país y una tenacidad vital considerable ha hecho siempre lo que le ha dado la gana. Por ejemplo, hablar públicamente de amor, sin vergüenza y sin remilgos. Sin exhibicionismo y sin pudor. ¿Hay algo más moderno? Hasta Simone de Beauvoir se enamoró una vez locamente. Y ya sabe, no fue de Sartre.