Arturo de Gregorio (Madrid, 1921) saluda desde la puerta de su chalé en un pueblecito a orillas de la ciudad. Le acompaña Ron, un perro enorme, castaño. Si no es con una fotografía en la mano, resulta un ejercicio de brujería imposible situar a este hombre de 97 años en el frente ruso, vestido con la guerrera gris del ejército nazi y entregado a la causa del Reich: exterminar el comunismo. Hace ocho décadas, el que ahora estrecha la mano fue uno de esos 40.000 soldados españoles 'borrachos' de entusiasmo que cantaban armados camino de Moscú. Algunos de ellos avanzaban impacientes, temerosos de que su conquista fuera demasiado rápida, sin cadáveres de por medio.
Arturo agradece la entrevista deseoso de navegar por los matices, radicalmente convencido de que la Memoria Histórica es “injusta” con los que, como él, se encuadraron en la División Azul en julio de 1941. Perecieron cerca de 5.000. Quedan aproximadamente unos cincuenta vivos en España. “Se dicen muchas cosas que no son verdad”, narra ya recostado en un sillón orejero, frente a la tele, que emite un documental de animales salvajes. “Ya sé, ya sé”, responde cuando conoce el motivo del artículo: los 23.000 euros aportados por el ministerio de Defensa para repatriar los cuerpos de 29 de sus compañeros de armas.
-¿Le parece moral que el Gobierno invierta en eso, pero diga que es demasiado caro exhumar a las víctimas republicanas?
-Se dice eso de “tienen derecho”... ¿Tener derecho? ¡Es que nosotros tampoco tenemos derecho! Donde caes... allí se te entierra.
-Si usted hubiera muerto en Rusia, ¿no le habría gustado que le repatriaran?
-Sí, me habría gustado, pero eso es otra cosa. Pienso que no hubiera tenido derecho, que mi familia no habría podido exigirlo. Pero, claro, si se implanta ese “derecho”, que sea para todos, por supuesto. Oye, ¿has pasado alguna vez por la costa francesa? Hay decenas de cementerios repletos de soldados norteamericanos. Son el país más rico del mundo y no los repatrian.
Don Arturo se prende del recuerdo, se cuelga de lo que Manuel Machado llamaba “el cinematógrafo de la memoria” y viaja hasta la España de la posguerra, hasta la Rusia del hielo y la sangre. “Es muy difícil que yo logre explicarte a ti el estado de ánimo que atravesaba el día que me alisté en la División”, empieza. De vez en cuando, interrumpe el relato y apostilla: “Muchos se olvidan de que España no entró en la Segunda Guerra Mundial gracias a la División Azul”.
“No sabíamos lo de los campos de concentración”
De Gregorio no se preocupa por limar la crudeza, no reniega de su ideología, pero se afana en desgranar los motivos. Sería absurdo juzgar su relato con el prisma del presente. Entre sus argumentos, aparecen los concebidos en los días de guerra, pero también los macerados en el tiempo, con los que hoy trata de explicar –y de explicarse– algunas de sus decisiones.
Las líneas que siguen trazan la circunstancia de Arturo, y no de la División Azul en su conjunto, aunque acepta describir la crueldad vivida, “la diferencia entre los soldados alemanes y los españoles”, la sorpresa que “sufrió” cuando, al regresar de Rusia, supo de los campos de concentración: Hitler, entonces, se convirtió en “un asesino miserable”, “sin disculpa”, "un hijo de puta". En aquel viaje le acompañaron, entre otros, García Berlanga y Luis Ciges.
Jorge M. Reverte, que escribió más de quinientas páginas sobre este episodio, cuenta a EL ESPAÑOL que “no es justo equiparar a los soldados españoles con los nazis, aunque muchos de ellos lo fueron”, como algunos que permanecieron con la esvástica colgada hasta el final, defendiendo a tiros el búnker de Hitler en Berlín -no es el caso de Arturo-. “La Memoria de los fascistas es muy generosa con los divisionarios. La otra ha ido dulcificando su veredicto”, discurre el escritor.
Existe un dato clave para comprender por qué más de 40.000 españoles -si es que tiene alguna explicación- lucharon con el uniforme alemán. Según recoge Jorge M. Reverte, la agencia Efe, que surtía de noticias a la mayoría de los medios, sólo contaba con dos corresponsales extranjeros: uno en Roma y otro en Berlín. Los habitantes de esa España predominantemente germanófila consumían únicamente información pasada por la batidora de Joseph Goebbels y el Conde Ciano.
“Yo era el único anglófilo en mi clase del instituto”, solía contar el escritor y periodista Miguel Urabayen, fallecido hace unos meses. En la península ibérica, los periódicos se cocinaban al dictado de personajes como Fermín Yzurdiaga, el cura azul, delegado de propaganda en guerra, que todavía en los sesenta llevaba el ABC enrollado bajo la sotana como si fuera una pistola. El Mein Kampf se vendía cual rosquilla y los discursos de Hitler servían para las clases de mecanografía de algunas academias.
“Nos pegábamos con los que gritaban ¡Viva Rusia!”
Arturo de Gregorio fue un niño que nació en la calle Orfila de Madrid. Con los pantalones cortos, se mudó a Cuba, donde su madre fundó el Instituto Nacional de Ciegos. Regresaron poco antes de la Guerra Civil. En el colegio de la calle Velázquez, los chicos que gritaban “Arriba España” se pegaban con los que clamaban “Viva Rusia”. “Cuando me lo explicaron, empecé a participar en las peleas. Tuve suerte, salía bien parado, salvo alguna vez que me fui con un ojo negro”. En La Habana también hubo días de puñetazos: los que defendían el relato español contra los que preferían las tesis americanas.
En 1936, su padre huyó de Madrid después de que la checa de Fomento intentara “darle el paseo”. Arturo vio circular por la Glorieta de Bilbao un coche con una cabeza clavada en una especie de pica, la cabeza de alguien que pensaba como él. Uno de sus mejores amigos perdió a su madre y a su hermana un domingo de misa: “Salieron de casa y nunca regresaron”. Arturo, con dieciséis años y ya en Valencia, se alistó en el “ejército rojo” para intentar “pasar a las filas nacionales”, pero no lo logró. Guarda silencio, señala al mirador que acristala el salón: “Allí, no muy lejos, los republicanos trajeron en camiones a 180 personas. Los asesinaron a todos”.
Arturo evoca los crímenes de la retaguardia republicana, los que él vio, como todos aquellos que permanecieron refugiados en Madrid. Apenas menciona los asesinatos en lado nacional, una trinchera que no conoció. De ahí el convencimiento juvenil de que los malos siempre estuvieron enfrente. Chaqueta de lana y manos arrugadas, ocho décadas después, refiere con tristeza cualquier crimen, independientemente de su color.
“Fui a Rusia porque yo no había hecho nada para disfrutar de la España de Franco”
Llegó el desfile de la victoria de 1939. “Yo estaba afiliado al SEU, el sindicato estudiantil de la Falange. Nos solíamos reunir doce o trece amigos. Aquellos días, nos preguntábamos: ‘¿Qué hemos hecho nosotros para disfrutar de una España de paz, sin comunistas?’ La respuesta, de unos y otros, era ‘nada’. Así surgió la posibilidad de alistarnos”.
Arturo y sus amigos soñaban con morir por la Falange, igual que Eugenio, el protagonista de la Proclamación de la primavera escrita por Rafael García Serrano, que puso sobre el papel el delirio de todos aquellos dispuestos a matar y morir por una idea. Iban al frente cantando e imaginaban a los muertos formando la guardia de los luceros...
Abogado laboralista de profesión, tras diez o veinte segundos en silencio, confiesa una de esas anécdotas en apariencia intrascendentes, pero que se quedan grabadas “toda la vida”. Esta vez no es un tópico: “toda la vida”, ochenta años. “A dos compañeros de clase con los que me pegué alguna vez, de esos que gritaban ‘Viva Rusia’, la guerra les pilló en Burgos, lado nacional. Se fueron al frente de alféreces provisionales. Cuando llegaron, me los crucé por la calle, me miraron por encima del hombro y no me saludaron. Pensé: 'Cuando volvamos de Rusia, esto será otra cosa'. Aunque partimos hacia allí creyendo que no volveríamos”.
“Rompí con mi novia para ir a Rusia”
-¿Qué hizo el día que se alistó?
-Rompí con mi novia para ir al frente.
-¿Cómo se lo explicó?
-Hombre, pues mal… –se ríe.
-¿Y su madre?
-No te creas que me echó mucho para atrás. Tenía un carácter… Si hubiera sido hombre, ella también habría ido a Rusia.
-¿Su padre?
-Mi padre… era más como el presidente de ahora.
-¿Rajoy?
-Sí, sí. Tenía muy buenas ideas, buena intención, era una buena persona, pero luego… Dejémoslo, es que lo de mi padre es otra historia.
Sin haber empuñado nunca un arma, se plantó en la Estación del Norte de Madrid un día de la tercera semana de julio de 1941. La gente les abrazaba, les lanzaba el “Cara al sol” con lágrimas en los ojos. Asomados por la ventana del vagón, Arturo y sus amigos se despidieron brazo en alto.
-¿Se acuerda de ese momento?
-Perfectamente.
-¿Qué sintió?
-Alegría. Nos habíamos pasado la guerra escondidos. Teníamos esa pregunta en la cabeza: “¿Qué hemos hecho para disfrutar de esto?”. Nada. También hay otro motivo mucho más importante.
Arturo describe la Operación Félix planeada por Hitler: atravesar España para conquistar Gibraltar, cerrar el Estrecho y hacer un agujero a los aliados. “Por muy zarrapastrosos y hambrientos que estuviéramos, si combatíamos con arrojo y valentía, dejaríamos claro a los alemanes que no podrían entrar en nuestro país sin permiso. Y así fue”.
“Todo lo que te ponen en las manos es para matar al de enfrente”
Los divisionarios partieron de España como “héroes”, engalanados “en gran esperanza” de la mitad vencedora, pero cuando atravesaron la frontera y corrieron por los raíles de Francia, el cielo se nubló. En Hendaya, fueron desnudados y desinfectados a ojos de la multitud. Algunos españoles exiliados apedrearon los vagones. Con la entrada en Alemania, salió de nuevo el sol y recuperaron su estatus de “héroes” del ejército totalitario.
-Usted se fue al frente sin haber empuñado nunca un arma.
-Sí.
-…
-No es tan difícil. Saber lo que tiene que hacer un soldado es muy sencillo: matar al de enfrente. Y si el de enfrente te mata a ti, pues mala suerte. Todos los instrumentos que te dan y todo lo que te enseñan está encaminado a eso.
Los voluntarios de la División Azul, que serían dirigidos por el general Agustín Muñoz Grandes, llegaron al gran campamento de Grafenwöhr para recibir entrenamiento militar antes de marchar a Rusia. “¡La que se organizó allí! Nosotros fuimos con cuatro regimientos, pero los alemanes sólo aceptan tres por cada División. Había que disolver uno”.
“Todos queríamos apuntarnos para ir en primera línea”
-¿Tuvieron que regresar los voluntarios a España?
-¡No, no! No es que no quisiéramos, es que nos negamos. Yo estaba en ese regimiento que tuvo que disolverse. Todos queríamos apuntarnos a la primera línea, a aquello que exigiera más valor, más lucha. Yo fui a antitanques, pero tras la disolución, acabé en transportes, carros de caballos.
Las palabras de Arturo ponen rostro al relato de Jorge Martínez Reverte en su libro La División Azul, donde las columnas de voluntarios aparecen repletas de jóvenes deseosos de entrar en combate, muchos impacientes, temerosos de que la llegada a Moscú fuera sin cadáveres de por medio. Luego llegaría el cambio de planes, con la cruenta batalla de Krasni Bor a las puertas de Leningrado, la actual San Petesburgo.
Arturo insiste en lo “difícil” que resulta explicar en 2018 aquel estado de ánimo. Lanzarse a morir y matar por una idea de forma voluntaria, además de dar miedo, suena a documental, a película de Spielberg, a un tiempo que, de no estar en los libros de Historia, parecería que nunca ocurrió.
El juramento ante Adolf Hitler
Arturo de Gregorio fue a caballo desde Danzig hasta Rusia. Allí, la nieve llegaba hasta la cintura. La anécdota que sigue levantó su primera sospecha de lo que Hitler hacía con los judíos: “Te lo voy a contar. Esto es todo lo que vi en el frente en ese sentido. Luego me enteraría de lo demás… En Polonia, paramos para cargar los carros de suministro. Aparecieron varias niñas. “Juden, juden”. Nos dijeron que tenían que cargar nuestro carro. Pero, ¿cómo era posible? ¡Si eran niñas! ¿Qué están haciendo estos hijos de puta? ¡Pues claro que lo piensas! No les dejamos. Vaya bronca tuvimos con los alemanes… Al final, nos salimos con la nuestra. Espero que luego no les cayera a ellas un castigo”. Después de eso, Arturo avistó los guetos, las estrellas de David en el pecho, la prohibición de que los judíos caminaran por las aceras…
-¿Usted qué pensaba de Hitler cuando se alistó en la División Azul?
-Que era una persona muy efectiva, que nos había ayudado a ganar la guerra, que luchaba contra el comunismo.
El 31 de julio del 41, Arturo y sus compañeros prometieron lealtad al Führer. “¿Juráis ante Dios y por vuestro honor de españoles absoluta obediencia al jefe del ejército alemán, Adolf Hitler, en la lucha contra el comunismo, y juráis combatir como valientes soldados, dispuestos a dar vuestra vida en cada instante por cumplir este juramento?".
-¿Cómo se sintió al enterarse de lo que realmente fue Hitler?
-Incluso en una guerra, sólo está justificado matar cuando el otro tiene las mismas posibilidades de matarte a ti. Matar a alguien inmovilizado, como sucedió en los campos de concentración… ¡Eso es asesinar! Lo que corresponde es muy fácil, juzgar y ejecutar al autor. Esos cuerpos esqueléticos… Hitler sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
“Yo nunca pegué un tiro de gracia”
Cuando la entrevista alcanza el frente ruso, con sus cincuenta grados bajo cero, sus caballos congelados y los campesinos muertos de hambre, Arturo tarda en contestar. De vez en cuando, se quita las gafas y se frota los ojos. Una mezcla de lágrima y cansancio. Trata de ser riguroso, de ceñirse a la pregunta. Acepta dejar testimonio de lo que es la guerra para quienes probablemente nunca la conozcan. Escenas cotidianas que no salen en libros de Historia, narradas sin ese romanticismo quijotesco y absurdo de los cincuenta con el que vistieron sus memorias la mayoría de los supervivientes de la División. Al fin y al cabo, él fue lo que Torcuato Luca de Tena llamó “embajador en el infierno”. Antes, reconoce: “Había que mentir para dar fuerza moral al combatiente”.
“No tienes tiempo para impresionarte. La idea es matar al otro antes de que te mate a ti, pero de esta segunda parte no te das cuenta. En medio de ese fregado, te concentras en apuntar, en divisar la sombra desde la que vienen las balas. No te produce nada, no ves el rostro del enemigo. Bueno… A veces, sí, eso ocurrió, cuando viene corriendo hacia ti y disparas... Cuando luego avanzas entre cadáveres, a mí nunca se me ocurrió mirarles a la cara, tampoco pegarles el tiro de gracia. Había compañeros que lo hacían… ¿Por qué? ¿Y si sobrevive y lo mandan a casa? A un amigo le dieron cuatro veces; la última, de gracia, en la nuca. El frío debió de cerrarle las heridas, se salvó”.
“Mi amigo Pepe se desangró cuando lo llevaba al hospital”
A Arturo de Gregorio se le humedecen los ojos cuando recuerda a su amigo Pepe Izquierdo. “Tenía 19 años. No lo sabíamos, pero al día siguiente lo mandaban a casa”.
-¿Qué pasó?
-Habíamos bajado a por agua los dos juntos. Para impresionar a los novatos, hacíamos como que no ocurría nada cuando nos disparaban. Tiraban desde trescientos metros… De repente, Pepe gritó. Le dije sin girarme: “No hagas el tonto, que algún día va a ser de verdad”. Cuando me di la vuelta, mi amigo estaba en el suelo, sangrando. Lo llevé corriendo al campamento. Lo montamos en un camión. Murió desangrado de camino al hospital.
Es la paradoja de la guerra. Como Pepe Izquierdo, caían todos los días, en un lado y en otro, miles de soldados. Cada uno con sus cartas, sus fotos, su familia, su proyecto de vida frustrado… Todo oculto en una racionalización extrema del conflicto, sólo perceptible cuando cae el de al lado, cuando eres consciente de que una vida en concreto se rompe.
Dormir en una hilera de muertos
En Rusia hacía mucho frío. Quince bajo cero “era para ir en mangas de camisa”. Una de esas noches, cuando los españoles se batían en retirada, encontraron una cabaña en la que dormir. “Yo iba con una cerilla, el macuto pesaba mucho porque cogimos todo, ya no volvíamos. Había más gente durmiendo cuando llegamos. Me tropecé con alguien, pedí disculpas, pero no dijo nada. Cuando me eche, me arrimé cada vez más a esa persona, cubierta por una manta. Le quité un trozo para taparme. Al día siguiente, cuando fui a pedirle disculpas, seguía sin moverse. Estaba muerto, como todos los que dormían en esa hilera”.
-¿Se arrepiente de algo?
-¿Te refieres a haber matado algún ruso?
-Se lo pregunto de forma abierta.
-Si no disparaba, me disparaban a mí.
-¿Cree que conocerá una España sin bandos?
-No, no lo creo. Nos envenenamos en las escuelas. Fíjate en Ron, mi perro. No muerde porque nadie le ha enseñado a hacerlo. El odio se aprende, no lo llevamos en los genes. El que no piensa como tú nunca debe ser el enemigo. ¿Crees que aplaudo lo que hemos sido?