Pepe Barahona Fernando Ruso

“El tabaco mata, pero a Granada le ha dado la vida”.

Miguel camina cabizbajo por la Vega de Granada. Lo que antaño fueron plantaciones de tabaco ahora son tierras para ajos, maíz o espárragos. Las patatas hoy se pagan, con suerte, a seis céntimos el kilo. Nada que ver con las 350 pesetas que se pagaba por el kilo de tabaco negro en el año 86 o las 400 que se pactaron con Felipe González en el Gobierno. Nada de eso queda hoy. Ni siquiera las pesetas. Y tabaco, poco y a duras penas.

A Miguel, que tiene la cara roja del sol y la frente blanca justo por donde encaja la gorra, le quedan tres años para jubilarse, pero sus dos hijos siguen sembrando tabaco. Son de los pocos, “cuatro gatos mal salpicados”, que todavía plantan en Alhendín, uno de los 41 pueblos de la Vega de Granada, de las zonas más ricas de la provincia y con la renta per cápita por encima de la media andaluza.

Este año, destinará tres hectáreas al tabaco de la variedad Burley, el negro “con el que antes se hacía el Ducados o el Fortuna”. Pretende sacar unas 12 toneladas y que se las compre una empresa alemana, o colocarlo en Dubái o en algún país emergente, a dos euros el kilo. En los años de bonanza se llegó a producir hasta 12 millones de kilos en la Vega de Granada, ahora solo hay unos 600.000 repartidos por varios pueblos. No es rentable, demanda mucha mano de obra y tiene muchos gastos.

—¿Le da pena ver el tabaco así?

Yo he llorado. He defendido el tabaco como nadie. Me ha costado el dinero, he recibido palos. Ahora está acabado.

Miguel Ruiz, en su secadero de tabaco de Alhendín. Fernando Ruso

El tabaco siempre fue un cultivo familiar en Granada. A 100 jornales por hectárea, los granadinos se repartían anualmente unos 97.500 jornales. Muchos tiraban de hijos, hermanos o primos. Los cigarrillos pagaron carreras universitarias, viviendas y prosperidad. Hasta que en 2002 Cetarsa, la Compañía Española de Tabaco en Rama, S.A., antigua Tabacalera, cerró su factoría en Granada y se llevó todas las fábricas a Cáceres.

Los sobrecostes derivados del traslado del tabaco desincentivaron a muchos agricultores, los más jóvenes se vieron seducidos por la pujante construcción y el boom del ladrillo se empezó a comer la Vega. Miguel todavía recuerda el secadero que vendió. Era de ladrillo macizo, “una maravilla”, y del año 1965, pero quedó en mitad del casco antiguo. Lo tiró para venderlo. “Me rentaba más como parcela —explica—, unos 800 metros cuadrados”.

“Esto es una pena —lamenta Miguel—, ya no se puede vivir del tabaco”. “Ahora en Granada los que ganan son otros”, sentencia.

(…)

Fernanda llegó a Granada, la ciudad en la que nació, hace 15 años. Había pasado los últimos 28 trabajando en Alemania limpiando escaleras sin contrato. Al regresar, con 55 años y una fuerte artrosis que la incapacitaba para trabajar, le concedieron una pensión no contributiva de unos 600 euros. “¿Qué se hace hoy con ese dinero? Si sube el gas, la luz, la comida… ¡hasta los muertos —el seguro de decesos— ha subido este año! Antes tenía a un niño de los pobres apadrinado, pero me he borrado para ahorrarme los 21 euros. Pobrecicos”.

En su bloque es una viejecita respetable de 70 años, de cuerpo enjuto, pelo moreno, espalda alcayatada, rasgos agitanados —aunque no lo sea— y un roete. Va a misa, poco y con su hermana. Pasa los días viendo la tele, va a la gimnasia para mayores tres veces por semana y cultiva marihuana en una de las habitaciones de su coqueto piso. Unas sesenta plantas que dan algo menos de tres kilos de cogollos. A dos euros el gramo, unos 5.000 euros cada tres meses.

Fernanda (nombre ficticio) revisa la marihuana que cultiva en su piso. Fernando Ruso

“Me hago alcohol de marihuana —justifica—, para la artrosis”. “Una amiga me habló de lo bueno que era y aquí me tienes”, asegura. Le pidió ayuda a “un sobrinillo”, el único que le ayuda con el cultivo, y ya suma varias cosechas a sus delicadas espaldas.

GERANIOS EN EL SALÓN, MARUHIANA EN LA HABITACIÓN

El piso de Fernanda —nombre ficticio— es tan típico como sorprendente. Muebles de pino y geranios en el salón; uno de los tres dormitorios, el más pequeño, una plantación indoor. Bajo llave, la única puerta con cerradura de la casa, esconde “60 planticas y algunas ramicas”. Y un sistema de riego, varios focos, un potente aparato de aire acondicionado y una turbina con un filtro que reduce los olores del aire que sale al exterior. Su entramado, aunque de menor envergadura, no difiere de los que decomisan la Guardia Civil en el área metropolitana de Granada.

—¿Tiene miedo a la policía?

—¿Por qué? Si viene algún día les explicaré que es para hacer alcohol para mis friegas.

Las plantas están a pocos metros de los retratos de sus hijos, que viven en Alemania y aprueban los ilícitos negocios de su madre. Hay fotos de nietos en un aparador frente a la puerta bajo llave que abre Fernanda para hacer sus particulares labores de jardinería. No solo abona o riega. “Yo les canto, les hablo, para que echen más”, explica a EL ESPAÑOL la viejecita, que vive sola en su piso. Es febrero y acaba de cortar las plantas, que cuelgan de varios alambres para secarlas. No hay luz natural, la ventana está sellada. Huele muy fuerte a marihuana.

Fernanda se hace friegas con el alcohol de marihuana que ella misma prepara. Fernando Ruso

—¿Y toda la marihuana va para hacer alcohol?

—Tengo 600 euros y lo que sobra del alcohol, pues lo vendo. Y me da para tener un poco más de dinero, porque con la pensión no me llega. Pago la luz, las semillas, todos los líquidos… no saco mucho.

Lo coloca al por mayor, gracias a un intermediario. No vende al público, aunque así podría ganar más. “Da para pagar los pagamentos, poco más; pero alegra”.

—¿Ha probado a fumarla?

—No, yo eso no. Me da miedo. ¿Eso es bueno para los huesos también? Porque si es bueno yo me pongo ahora mismo. [Ríe]. Mi sobrinillo no me deja… Un día me preparé una infusión y le di un susto, porque me pegué dos días dormida. Se asustó mucho. Pero yo estaba en la gloria. Ahora me da miedo. Aunque si el día de mañana los dolores fuesen a más y no me dejaran dormir, pues echaré mano de ella.

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Granada llegó a ser el primer productor nacional de tabaco, con un 70% del total recolectado en el país. Ahora lo es de marihuana en relación a la población. Los cultivos ilegales se reparten por toda la provincia, en zonas rurales que vivían del tabaco apenas dos décadas atrás. El olor a marihuana está presente en las calles de pueblos como Atarfe o Peligros; también en la vega del Genil, plagada de decrépitos y característicos secaderos de ladrillo y de chopo, pocos sin uso.

Uno de los tantos secaderos de madera repartidos por la Vega de Granada. Fernando Ruso

En la actualidad quedan unos 300 de los 6.000 que se censaron a mitad del siglo XX. Algunos todavía conservan el aroma a tabaco negro, tipo Burley, una variedad recia que se adaptó bien a las condiciones de Granada: buena tierra, agua rica y accesible y un clima con temperaturas elevadas y noches frescas. Escenario también proclive para el cultivo de la marihuana, que como el tabaco debe ser secada antes de su manufactura final.

El auge de la marihuana coincide con el ocaso del tabaco y el estallido de la burbuja inmobiliaria. Año 2008. Joaquín recuerda cómo su madre le secaba las plantas con lejía. “Cuando tengas tu casa, planta lo que quieras, pero aquí no”, le decía. Ahora no solo planta para autoconsumo, es el propietario de una cadena de ‘grow shop’ en la que trabaja una docena de personas: Matilla Plant, fundada en 2008 con la indemnización por despido que recibió de una empresa de automoción.

“DEL CANNABIS COMEMOS MUCHOS, ESTÁ MUY REPARTIDO”

En Granada hay unas 600 tiendas como la suya dedicada a vender abonos, fertilizantes, focos y semillas. Muchas más que en Madrid y el triple que en Barcelona, antigua referencia nacional. En ellas todo es legal. Y todas hacen negocio. En Matilla Plant hay gente esperando desde antes de que abra. El reguero es constante durante toda la jornada, ininterrumpida de mañana a noche. Los clientes son variopintos, de todas las edades, sexos y etnias.

“Del cannabis comemos muchos, está muy repartido”, defiende Joaquín Matilla, un hombre casado, de 41 años y con dos hijos. “La marihuana le da de comer a muchísimas familias que, por culpa de una crisis que ninguno de nosotros provocamos, perdieron su empleo; gracias a sus cultivos van pagando su hipoteca o le dan de comer a sus hijos”, apunta.

Joaquín Matilla y su socio prueban en su local de Peligros los nuevos focos led para cultivar marihuana ahorrando unas dos terceras partes de luz. Fernando Ruso

Joaquín, una voz autorizada, estima que unas 20.000 personas se dedican al cultivo de cannabis en Granada. “Es injusto que se hable mal de la marihuana, porque ha hecho mucho bueno en Granada”, insiste durante una conversación con los reporteros de EL ESPAÑOL en su tienda central de Peligros, un municipio situado a escasos minutos en coche de la capital.

Matilla explica que la práctica totalidad de la marihuana que se cultiva en Granada se exporta a países como Holanda, Alemania, Bélgica o Francia, multiplicando su valor por los kilómetros que recorre. “Ese dinero que entra —esgrime— viene de fuera y eso es bueno para la economía local”.

“Mucha gente, y no para comprarse un Mercedes; la mayoría es para subsistir”. “Y siempre —insiste— sin molestar al vecino”. “Antes había atracos en joyerías, farmacias, supermercados, gasolineras… ahora ya no; todos están centrados en la marihuana, con ella se ha firmado la paz social”, sentencia Joaquín. Y las estadísticas avalan su tesis.

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Granada, del tabaco a inundar Europa de marihuana

El descenso de las infracciones penales en la provincia de Granada coincide en fechas con el aumento del tráfico de drogas, según se observa en los balances de criminalidad registrados por el Ministerio del Interior entre los años 2007 y 2017, el último año del que se disponen los datos. A medida que avanza, de forma exponencial, la línea vinculada a los estupefacientes, caen las de hurtos, sustracciones de vehículos o robos con violencia e intimidación. La tendencia descendente del número de homicidios dolosos o asesinatos se ha tornado al alza en los dos últimos años, en parte motivado por los incipientes conflictos entre grupos organizados alrededor de la marihuana.

Un tiroteo en la zona norte de Granada, un reducto de marginalidad, cultivo salvaje de marihuana y trapicheo de drogas, acabó con la vida de dos varones en marzo de 2017. La Policía Nacional señala a un ajuste de cuentas como motivación principal. Meses antes moría otro joven a manos de su tío. Poco antes también murió una vecina del barrio hallada entre contenedores con heridas de bala.

UN BARRIO QUE HUELE A MARIHUANA

Dos reporteros de EL ESPAÑOL se adentran en el barrio de Almanjáyar, el más conflictivo de la zona norte, desoyendo los consejos de muchos. Huele al inconfundible cannabis por las calles. En una esquina, cuatro jóvenes fuman. Uno de ellos esconde el porro en el interior de una mano plagada de ostentosos anillos de oro. Las miradas y la llegada de otros observadores denotan que los periodistas no son bien recibidos. “Este es un barrio obrero, aquí no hay marihuana”, comentan entre risas antes de invitar a los extraños a salir del barrio con prudencia. Una motillo detrás del coche se asegura de que los no bienvenidos salgan. Por el camino se ven coches de alta gama junto a casas decrépitas. Ropa tendida. Aguadores. Y mucha pobreza.

Un agente de la UIP pasa por delante de una ludoteca del barrio de Almanjáyar. Fernando Ruso

En la gasolinera más próxima al barrio, aseguran que el nivel de los coches ha aumentado considerablemente en los últimos años. En pocos minutos pasan Mercedes, Audi y BMW, pero no un Ferrari rojo del que todos hablan y que, aseguran, se deja ver fácilmente por Almanjáyar.

Aquí repostan para iniciar el camino a Murcia, Valencia o Barcelona, destinos nacionales de la marihuana. Todos ganan. Incluso en seguridad, los habituales robos anteriores al cannabis han desaparecido en la gasolinera. “Ahora los niños cruzan la avenida solos, sin sus padres”, defiende el empleado.

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Cae la tarde en Alhendín y Enrique corta las largas y frondosas plantas de tabaco. Tiene plantados 17 marjales, una unidad de superficie típica en la zona que equivale a 528 metros cuadrados y que románticamente —aunque de manera inexacta— los agricultores de Granada atribuyen a la medida del Patio de los Leones de la Alhambra.

Del precio al que logre vender su tabaco dependerá si siembra o no en la siguiente campaña. Aunque a Enrique, un tipo alto, rudo y con la voz grave de los cigarrillos que fuma, le mueve más el romanticismo que la rentabilidad. “Ahora siembro espárragos, cuatro marjales, y con eso vivo y pago los costes del tabaco”.

“ESTE TABACO NO PRODUCE CÁNCER”

Parte del tabaco que seca lo reparte a los amigos que se lo piden. Él también lo fuma. Lo lava para quitarle el polvo y un poco de amargor, lo seca, lo pica y lo mezcla con anís. “Me gusta la parte baja de la planta —explica—, la que está pegada a la raíz, que tiene menos nicotina porque le da menos el sol”.

Miguel: [Interrumpe abruptamente]. ¡Si el tabaco no es malo! Lo malo es lo que le echan los americanos. Esto es natural, no produce cáncer ni nada. Totalmente natural.

Enrique: Hombre, el tabaco es malo.

Miguel: Este no, Enrique, ¡este no! Si tú sabes que no tiene nada; que esto se cría en el campo.

Enrique y Miguel se han convertido en testigos silenciosos de un nuevo cultivo en la Vega de Granada mil veces más rentable que el tabaco. Ellos siguen a lo suyo, ven y oyen, pero no hablan. Hay plantas de marihuana escondidas entre el maíz, en el interior de antiguos secaderos. El volumen es tal que la Guardia Civil se ayuda de un helicóptero para identificar las plantaciones desde el aire.

A escasos metros de donde Enrique y Miguel conversan se desarticuló a una organización criminal dedicado al tráfico de marihuana. Hubo 38 detenidos en 23 registros en los que se intervino 46 coches de alta gama, 271 kilos de cannabis, armas y 470.000 euros en metálico. La investigación se inició un año antes.

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—¿Esto se puede ir de madre?

—Estamos trabajando a destajo para que no se vaya. Ahora mismo está controlada la situación, no creo que vaya a más. Si se va…

Al cabo primero Lozano, jefe del Área de Investigación del puesto de la Guardia Civil en Maracena, le bailan los números cuando recuerda las últimas intervenciones: 18.000 plantas intervenidas y 74 detenidos, unas 60 operaciones en apenas seis meses.

PLANTACIONES PEQUEÑAS, IMPUNES

El volumen de cannabis es tal en la zona que los jueces no permiten intervenir en casos de poca entidad. “¿Para qué nos van a dar el visto bueno para cuatro plantas? Es un trabajo inútil, tenemos que ir por los grandes cultivos”, apunta el agente.

Un guardiacivil corta las plantas intervenidas en el sótano de una casa de Peligros. Fernando Ruso

Lo normal es encontrar de cuatrocientas a 600 plantas escondidas en los sótanos de casas adosadas. Y no todas están en barrios marginales. Los reporteros de EL ESPAÑOL acompañan a la Guardia Civil en una de sus intervenciones en el municipio de Peligros, en una urbanización tranquila donde sus vecinos ven con asombro la presencia de los agentes.

En el sótano hay 342 plantas de marihuana ya madura, a punto de ser cortada. Un volumen de droga que alcanzaría un valor de unos cien mil euros en el mercado al por mayor. El responsable es una persona de sesenta años con antecedentes. No vive allí, y el cabo primero Lozano tiene dudas sobre si es un simple cultivador o ha ascendido en la jerarquía mafiosa.

“En la base está quienes cultivan en una habitación de su casa; tras ellos, quienes tienen alquilan viviendas para convertirlas en plantaciones; después, el conseguidor que recoge la marihuana y la vende al extranjero”, enumera el guardia civil.

Toda la marihuana intervenida se destruye —antes se almacenaba, pero ya no dan abasto—, también se retiran los focos, el sistema de riego y refrigeración y los extractores y filtros de aire. Mientras que los agentes van cortando una a una las plantas, técnicos de Endesa revisan si hay enganche ilegal a la red eléctrica.

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Luis lleva un pasamontañas en la guantera. Es inspector de Endesa especializado en detectar fraudes. “En el 99% de los cultivos de marihuana los hay”, confirma. Una vivienda en la que se planta consume lo que siete casas a la vez. Y las facturas son insostenibles para quienes siembran.

APAGONES DE LUZ POR LOS ENGANCHES ELÉCTRICOS

La alta y descontrolada demanda de fluido eléctrico hace saltar los fusibles y quema los transformadores en zonas como Almanjáyar, donde los apagones son recurrentes. Es el principal indicio que destapa la existencia de un cultivo ilegal.

Luis —nombre ficticio— oculta su rostro por miedo a que lo reconozcan en zonas conflictivas, a donde va una media de cuatro veces por semana reclamado por la policía. En todas ellas nunca sabe el punto exacto en el que intervendrán, como medida para evitar chivatazos. Las manos de las mafias también llegan a la compañía eléctrica.

Varios cuadros eléctricos en una plantación ilegal de marihuana. Fernando Ruso

“Tengo sospechas de que esos enganches lo hacen personas que ha trabajado para nosotros o trabajan actualmente”, apunta Luis. “Hay conexiones que están muy bien hechas, incluso a la red principal y quien toca ahí sabe lo que hace; cualquier electricista de poca monta no se atreve porque sabe el riesgo que comporta”, esgrime el inspector, habituado a testificar en juicios, siempre como testigo protegido detrás de una mampara.

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La Policía nunca es bien recibida en Almanjáyar, por eso actúa por la mañana, cuando el barrio duerme. Como si de un avispero se tratase, la mínima perturbación desata un enjambre en torno al extraño. La ira no conoce autoridad y llueven piedras sobre los agentes. Mientras la calle bulle, un equipo de EL ESPAÑOL accede a un bloque repleto de plantas de marihuana. El sonido de la maza golpeado las puertas blindadas de acero acompaña a los gritos de los agentes y los llantos de los niños en los brazos de sus madres.

La oposición de los traficantes se ve rápidamente por los agentes, que se mueven resueltos en un caos ordenado. Hay quien trata de escapar. Fuera, agentes de la Unidad de Intervención Policía contiene a la masa, cada vez más grande, que insulta y caldea más los ánimos.

BAJAN LOS DELITOS, SUBEN LOS VUELCOS

Los cinco detenidos, cuatro varones y una mujer, están bocabajo en el suelo con las rodillas de los agentes en la espalda. Con la situación tensa pero controlada, la Policía empieza el recuento de plantas. Hay 395 macetas repartidas en cinco pisos de un bloque de seis; los agentes también requisan 5.620 gramos de hachís, 5.110 gramos de cogollos de marihuana, 1.320 esquejes y 165.000 euros en efectivo guardado bajo una de las camas, que cuentan sobre la mesa ante la atenta mirada del secretario judicial y del cabecilla, “un hombre —explica el jefe del operativo— muy importante y respetado en el barrio, que nunca ha sufrido vuelcos y eso es llamativo”.

Los vuelcos a los que se refiere el Inspector del Grupo V, de pequeño tráfico o menudeo, de la Policía Nacional son robos entre las propias mafias. “En los últimos años hemos observado cómo hay delincuentes que se han dedicado a la marihuana, dejando otro tipo de actividades ilícitas —confirma el jefe del operativo—; a medida que bajaban estas infracciones comunes se ha detectado un aumento de la violencia entre ellos, de sustracciones a secuestros o agresiones, incluso muertes; aunque nada de eso se denuncia por tratarse de asuntos al margen de la ley”.

Por eso los agentes repasan una y otra vez el bloque en busca de armas. Les extraña no encontrarlas dado el volumen de la incautación. Desmontan sofás, camas, muebles de la cocina, pero solo aparece el cargador de un fusil automático. De aparecer, los detenidos se expondrían a un nuevo delito, tenencia ilícita de armas, que sumar al de tráfico de drogas y defraudación del fluido eléctrico.

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Lola es de las que paga la luz. Unos 800 euros cada dos meses para soportar sus 120 plantas, ocho focos y demás aparataje. Las cultiva en su sótano, en un pueblo de la Vega de Granada cercano a las antiguas tierras de cultivo de tabaco. Es auxiliar de enfermería y leva dos años y medio sin trabajar. No tiene ingresos. Paga 700 euros de hipoteca por una casa adosada y la carrera universitaria de uno de sus dos hijos, que estudia Biología. “Tiene beca, porque es muy aplicado —presume—; pero no nos llega”.

A su hijo, de veinte años, no le gustan los negocios de su madre, “aunque entiende la situación”. En casa de Lola —nombre ficticio— no hay olores ni ruidos y las luminarias necesarias para que crezca la marihuana son de tipo led, que consumen un tercio de las habituales, aunque también son más caras.

Lola revisa las 120 plantas que oculta en su sótano. Fernando Ruso

“LA MARIHUANA ME HA DADO LA VIDA”

Saca entre dos y tres kilos cada tres meses, unos 5.000 euros. Unos mil euros limpios al mes. “Un sueldo”, zanja Lola, de 47 años, que atiende a EL ESPAÑOL en bata y zapatillas de andar por casa. “No quiero más, no soy avariciosa —explica la granadina—, lo hago por necesidad y aunque podría plantar más, no lo hago”.

—¿Seguiría plantando si encontrase un empleo?

Si me dan trabajo, lo dejo.

Lola se fuma todas las noches un porro de marihuana. “Por la ansiedad”, justifica mientras que riega sus plantas. Varios ventiladores airean el sótano, moviendo las hojas y perfumando con cannabis el espacio. Todo está en calma, menos Lola.

“Sé que la marihuana es mala, pero me ha dado la vida —descerraja—; a mí y a muchas familias de Granada”.