Luisa sigue sin entender qué clase de broma macabra la ha apartado de la Guardia Civil. Trata de buscarle sentido en su memoria y en los cientos de papeles que resumen un litigio que viene manteniendo con sus mandos desde el 11 de enero de 2017, justo el día en el que decidió mantenerse firme y desoír la orden de su comandante de puesto, que le pidió que le rebajase la vigilancia a una mujer en riesgo extremo que acababa de denunciar un caso de violencia de género. Ella se negó. Y desde entonces vive un periplo marcado por el acoso y las amenazas.
Luisa María Flores, una chipionera de 35 años, quiso ser guardia civil desde los tres años. Se crió en una casa cuartel, entre los uniformes de su padre y de hasta cincuenta miembros de su familia. La vocación pudo con la insistente resistencia de su madre, que pensó que el futuro para su única hija sería más fácil fuera de la Guardia Civil. Después de tres intentos y de superar, por fin, las pruebas físicas, logró convertirse en agente en la promoción de 2008. Desde entonces viene vistiendo el verde con el orgullo que le enseñó su padre, fallecido hace un par de años. De él aprendió a ser “honorable, honesta y justa”. Incluso si para cumplir con ese precepto fuese necesario desoír las órdenes de un superior.
La tarde en la que todo cambió, Luisa ejercía sus labores en la sección de violencia de género en el cuartel de Chipiona (Cádiz). Llegada una hora que no sabe precisar, recibe el testimonio de una joven de alrededor de 30 años. La mujer advierte nerviosa que está siendo amenazada de muerte por su expareja, sobre el que pende ya una condena que impide ambos estén juntos. La joven explica a la agente que el acercamiento se ha producido con su consentimiento, pero que, en un momento determinado, la situación se ha complicado, llegando el chico, mucho menor que ella, a querer partirle el cañero —donde se guardan las cañas de pescar— en la cabeza.
El carácter violento del denunciado, bien conocido en el cuartel por sus actividades ilícitas en la zona, activa las alarmas en Luisa, que como en todos los casos de violencia de género procede a hacer una valoración policial de riesgo, conocida en el argot por sus siglas VPR.
Esa valoración se hace en base a una serie de preguntas prefijadas que están recogidas en un sistema integral de violencia de género, un método que evita que haya fallos en las evaluaciones del riesgo. “Preguntas como ¿Tiene el agresor antecedentes de violencia de género? ¿Tiene antecedentes de violencia doméstica?”, recuerda Luisa. En ambos ejemplos la contestación era sí.
Dependiendo de las respuestas, el procedimiento ofrece unos resultados, una valoración del riesgo, que llega a dividirse en cinco niveles: no apreciado, bajo, medio, alto y extremo. En este último supuesto, la norma obliga a que la víctima está protegida permanentemente las 24 horas del día por una patrulla. Y esa era la situación de la denunciante.
A tenor del resultado de riesgo extremo, Luisa comunica a sus superiores el caso y pide una patrulla para la vigilancia de la joven. “Y el alférez, comandante de puesto ocasional, me dice por WhatsApp que le ha dicho el capitán que a ver si puedo bajar el riesgo porque ese día no tenía patrullas”, recuerda la agente.
“No le podía bajar el riesgo a la víctima”
“Llamé al alférez y le dije que no le podía bajar el riesgo a la víctima, que si no tiene patrullas, que me mande a mí, que no tenía problema en trabajar más —sigue la agente—; o que si él quería bajar el riesgo, que lo hiciese él”. La valoración no se altera y los mandos le envían una patrulla desde la sierra de Cádiz. Un día después detienen al presunto agresor, pero el juez lo pone en libertad. Justo en ese momento, es arrestado de nuevo por una patrulla de la Policía Nacional de Sanlúcar de Barrameda y entra en prisión por el elevado número causas pendientes.
La misma semana en la que se producen los hechos, Luisa denuncia que le han arrojado un bote de pintura verde a su coche blanco, un BMW con más de 14 años. Sus pesquisas la llevan a averiguar que el autor es del círculo de amigos del detenido y pide que se active el protocolo para la protección de los agentes de la autoridad cuando son amenazados por terceras personas por su condición laboral. “Mi caso”, apunta la guardia civil.
“No activaron nada, esa fue su forma de vengarse contra mí por no rebajarle el riesgo a la víctima”, denuncia la agente. “La orden la tenía que dar el que me dijo que bajara la evaluación de riesgo extremo”, esgrime Luisa. No montaron vigilancia, ni se ordenó identificar a los autores de las amenazas, ni de las pintadas. “Fueron 11 días interminables”, confiesa la agente.
“En el trabajo, instruyendo atestados referentes a los autores de las amenazas y las pintadas del coche, algo que no debía haber hecho yo al ser parte implicada; y por la noche, cuando estaba en casa, tenía que estar vigilante, porque esos mismos agresores rondaban mi casa con navajas y seguían tratando de quemarme el coche”. “Incluso me gasté el dinero en instalar cámaras”, apunta la guardiacivil.
Las sospechas de Luisa apuntando a la vendetta se fueron confirmando a lo largo de las semanas posteriores. El 31 de enero, veinte días después de activar el riesgo extremo tras la denuncia de violencia de género, la agente Flores acude al despacho del capitán para pedirle que activase el protocolo. Él le respondió que estaban en ello, a lo que Luisa contestó airada que no se estaba haciendo nada. Además, le informó que iría al coronel para informarle de que “se estaban saltando el protocolo a la torera”. “Que no se me estaba protegiendo”, recuerda la de Chipiona.
“Solo quería que me dejasen seguir trabajando”
Los tres días posteriores se desencadenó una suerte de citaciones y comunicados que suponen un punto de inflexión en toda esta historia, la certificación de su baja y la entrega del arma a petición de los mandos. “No entendía que me dieran de baja —advierte Luisa—, yo estaba bien, solo quería que me dejasen seguir trabajando”.
En su única cita oficial con el psicólogo de la Guardia Civil, este le dice que se lea un libro de cómo mejorar sus habilidades sociales. Lo compró, pero nunca lo llegó a leer. También le dice que es muy perfeccionista. Otro de sus superiores, el teniente coronel médico que también la examinó, le dijo que no veía estrés, ni ansiedad, “y que por él firmaría el alta”. “Pero que como el psicólogo le había dicho que estaba un poco estresada, que debía traerle un informe de un médico de la calle para poder darte el alta”, relata la guardia.
A partir de ahí se empezaron a suceder otros partes médicos. Primero estrés, después estado ansioso por estrés laboral o trastorno de la personalidad mixto. “Y todo sin verme, sin reconocerme, y sin mandarme medicación”, explica incrédula la agente Flores, que ha activado el protocolo de acoso en aras de salir de esta situación.
“Un flagrante intento de quitar de en medio a una trabajadora que resulta molesta”
Más de un año de baja que, según denuncia la Asociación Unificada de Guardias Civiles (AUGC), “se trata de un flagrante intento de quitar de en medio a una trabajadora que resulta molesta al cuestionar la arbitrariedad de órdenes dictadas por razones ajenas al compromiso con la seguridad pública que se ha de prestar a los ciudadanos”. “Con el agravante —sigue la denuncia— de que lo que se le pedía, en este caso, era rebajar el grado de protección a una víctima de violencia de género en riesgo extremo”.
Tras este “calvario de un año apartada de su trabajo sin motivo para ello”, critica la AUGC, esta guardia civil se ha sometido por su cuenta, y pagado de su propio bolsillo, a un completo chequeo para el informe pericial forense, psiquiátrico y psicológico, en el que se acredita que se encuentra en plenas facultades psicofísicas para realizar su trabajo.
En este informe pericial, al que tiene acceso EL ESPAÑOL, se exponen además como conclusiones que Luisa “no presenta patología psiquiátrica evidente, ni grave ni moderada” y que “a la vista de los documentos estudiados sobre ella, se deduce que se encontró inmersa en una situación laboral y de bajas médicas confusa”.
—¿Cree que ha sido objeto de una venganza?
—Claro que sí, por activar el protocolo de acoso y por anteriormente no rebajarle el riesgo a una víctima de malos tratos. Todo empieza ahí.
—¿Cree que el fin último es echarla de la Guardia Civil?
—A la vista está que sí. Ya tengo un expediente grave, y si llega el segundo estaré fuera del cuerpo. Han propiciado una situación de dificultad económica en mi casa, me han reducido el salario y me han obligado a hacer gastos; esa falta de recursos hace que me sea muy difícil defenderme. Y todo, tirando de préstamos.
En su día a día, Luisa cuida de su madre, en tratamiento psiquiátrico y con una minusvalía reconocida del 76%. Ambas viven solas, con la única compañía de un perrito de raza yorkshire, en una casa de planta baja en Chipiona, propiedad de la familia. Sin lujos. Sigue conduciendo el mismo coche que le pintaron hace un año.
De vez en cuando se cruza con la mujer que fue a denunciar las amenazas de su novio. El suceso que dinamitó la tranquilidad de la agente Flores. Es hermana de una vecina. Alguna vez ha hablado con ella. Sabe que la denunciante mantiene la relación con el tipo al que denunció. En una conversación le contó que no quiso declarar en contra de su agresor porque todavía estaba enamorada de él. Sus abogados le instaron a que declarase, pero no quiso.
La guardia civil sabe que la víctima ha llegado con ojos morados, labios reventados; que el joven, de 21 años, que llegó a denunciar ese 11 de enero de 2017 es una persona muy agresiva. Que incluso tiene una orden de alejamiento de sus padres, a los que amenazó con un cuchillo. Y que hasta a ella, a una guardiacivil ha llegado a amenazarla con abrirla de “arriba abajo”. Y no, no tiene una orden de alejamiento en vigor.
“Soy muy buena guardia civil, sería una pena no volver a ejercer”
Por eso Luisa, la agente Flores, repasa en su cabeza todo lo que ha sucedido desde aquel enero. Qué habría pasado si en vez de ella otro guardia civil hubiese atendido a la denunciante; qué habría pasado si hubiese habido patrullas disponibles en ese momento para la vigilancia de la víctima; qué habría pasado si nadie le pidiese que rebajase la valoración de riesgo. Sí sabe que actuó bien, con el sentido del honor, la honestidad y la justicia que aprendió de su padre. Y que volvería a hacer lo mismo.
—¿Le gustaría ejercer de nuevo como guardia civil?
—Yo soy guardia civil en activo. Soy muy buena guardia civil como para no volver a ejercer, sería una pena. Y no soy narcisista, soy realista. Pero temo que estos individuos, viendo cómo se están vengando de mí, lo vuelvan a hacer de nuevo cuando regrese a mi puesto y acaben por arruinarme mi carrera profesional. Yo no me voy a quedar de brazos cruzados.
—¿Se siente decepcionada con la Guardia Civil?
—No, con ciertos individuos de la Guardia Civil. Con el cuerpo jamás, porque amo a la Guardia Civil. Para mí es un honor vestir el uniforme. En mis diez años de ejercicio siempre me he llevado bien con compañeros honrados, pero me da vergüenza ver a borrachos, a porreros, a cocainómanos o narcotraficantes vistiendo el uniforme. Ellos son la manzana podrida que pudre el frutero. Yo no voy a dejar que se me pudra.