“La de mi familia es una carga dura, muy dura, una maldición. Llevamos la nécora grabada a fuego en el pecho”. María todavía recuerda cuando, de pequeña, le obligaron a aprenderse de nuevo su nombre. Le pusieron uno nuevo, se lo cambiaron, junto con los apellidos, por precaución y seguridad. Para pasar desapercibida. “Y claro, a ver cómo explicaba eso en clase”. Muchas veces a lo largo de su infancia, en septiembre, ella y sus hermanos tenían que empezar de nuevo. Nueva identidad, nueva casa, nuevo entorno, nuevo colegio. Todo era muy incierto, así que, al acabar el curso, nunca sabían si todo volvería a empezar y el castillo de naipes se vendría abajo. “Ya no era capaz de acordarme ni de quién era. Desde luego, la nuestra no era una familia normal”.
María creció siendo testigo protegida, una de las primeras de España, y una de las más vigiladas. Como ella, el resto de la familia vivió aislada y rodeada de agentes de policía que velaron durante años por su seguridad las 24 horas del día, los siete días de la semana. Era crucial estar con ellos en todo momento. Quién sabe si a la vuelta de la esquina esperaba un revólver empuñado por un sicario a sueldo. A María y a sus tres hermanos dos escoltas les protegían siempre la espalda. A su madre otros dos. La llevaban al colegio, la traían de vuelta a casa. Con ellos jugaba por las tardes en el jardín, en una de las casas en las que la familia estuvo confinada, protegida como en un fortín.
Así era la vida de la familia Portabales. Era el año 1989 cuando Ricardo, el padre, y Manuel Fernández Padín, dos narcotraficantes arrepentidos, decidieron romper su silencio. Sendos testimonios se convirtieron en los pilares que el juez Baltasar Garzón iba a utilizar para orquestar la operación Nécora, una estratagema orquestada para acabar con la impunidad del narcotráfico en Galicia, la súper redada en la que cayeron todos los grandes capos excepto José Ramón Prado Bugallo, alias Sito Miñanco. Aquello sirvió para abrir la mayor operación de la historia contra los narcotraficantes gallegos, la filial de Medellín y Cali en España. Pero también condenó a su familia para siempre.
“Lo que contó mi padre es una cruz con la que hemos cargado todos estos años. Algo que no hemos escogido. Algo con lo que hemos tenido que vivir, muy a nuestro pesar”. Es la pequeña de los cuatro hijos de Ricardo Portabales. La seguridad de la familia primaba en aquel momento y por eso todos los miembros cercanos a aquel hombre fueron condenados al ostracismo y al anonimato. María y sus hermanos crecieron lejos de su tierra, Galicia. Apenas han podido volver. No les quedó otro remedio que sobrevivir a salto de mata en la complicada vida de un testigo protegido. El exilio que les trajo a Madrid fue tan solo el inicio de sus problemas, de una vida que no habían escogido y en la que todo iba a resultar cada vez más complicado.
Ricardo Portabales, el hombre que llevó a la familia a esa situación, desapareció años después de sus vidas. En 2007 su mujer se separó de él porque ya no aguantaba más. Aquel hombre se esfumó y nunca se volvió a ocupar ni a preocupar de ellas. "Es algo que no le perdonaremos nunca. Que nos metiera en esto y cuando más lo hemos necesitado no ha estado ahí como un padre, dando la cara por nosotros y luchando por lo que nos han hecho. No le perdonaremos que se marchase sin decir a dónde iba".
Es la segunda vez que María se sienta a hablar con un periodista. Nunca durante tanto tiempo. Los días previos y posteriores al encuentro con EL ESPAÑOL los vive en tensión. Duerme y come poco. Son tiempos complicados. Hace casi dos años que está en el paro. Su madre cobra una pensión que apenas le llega para pagar los 500 euros de alquiler del piso. Para colmo, en 2016, varios años después de que la protección oficial cesase, la mujer atravesó un proceso de cáncer de útero. Logró salir adelante. Aún todavía hoy acude a las revisiones periódicas en el Hospital de La Paz. Son sus dos hijas quienes le ayudan a pasar el día a día suministrándole una pequeña parte de sus ingresos: María, de lo que obtiene al mes al cobrar el paro. Su hermana, de su salario. Nada llega, nada obtienen ya del estado. Están solas, lejos de sus orígenes, perdidas y abandonadas en la ciudad.
La carta y el desahucio
Lo peor llegó hace unos años. La protección fue disminuyendo hasta que, en octubre de 2009, llegó al piso en el que vivían en Madrid una carta. Decía que en unos meses iban a retirar la asignación mensual que le correspondía a la familia. También les obligaban a abandonar la vivienda.
Todo se resolvió en marzo del año siguiente. Por aquel entonces, la joven estaba embarazada de siete meses:
-Yo estaba con un embarazo de alto riesgo. No me permitía hacer una vida normal. Iba del sofá a la cama todo el rato. Entonces, se presentaron dos hombres en nuestra casa que se identificaron como agentes que venían de la Dirección General de la Policía. Venían para que desalojáramos la casa, para que les diéramos las llaves y para decirnos que no podíamos seguir ahí. Me negué. Mamá se puso a llorar y me dijo que no me resistiera, que hiciera caso. Cogí las pocas pertenencias suyas y mías y salimos a la calle.
Hicieron las maletas y se marcharon. Su madre se instaló en una pequeña vivienda a las afueras.
A María y a su madre el tiempo se les está acabando. El piso en el que vive la ex mujer de Portabales es un lugar muy humilde, lo más barato que podían pagar en ese momento. Ahora, con las subidas de alquiler, aseguran que no van a poder costearlo. “Llevamos unos años muy complicados. Creo que no nos merecemos esto”.
Conlleva una enorme dificultad rememorar todo lo ocurrido durante todos estos años. El encuentro con el reportero tiene lugar en un pequeño parque del centro de la ciudad. Sentada en el mismo banco, conversa por primera vez en años sobre lo que supone vivir como un testigo protegido, lo que significa y por lo que se ha de pasar. La familia lleva en sus hombros la carga de haber sido de las más protegidas por los servicios del estado en décadas.
Todo resurgió con fuerza en las últimas semanas. Los cimientos emocionales se resquebrajan de un modo inevitable con la emisión de la serie Fariña sobre los años del aciago esplendor del narcotráfico en Galicia.
Así se vive siendo testigo protegido
Todo empieza el 13 de junio de 1990. Ese día, María tiene 9 años y vuelve del colegio con sus hermanos. Ya en casa, se encuentra en la puerta un panorama insólito, desconocido para ella hasta la fecha: hay decenas y decenas de coches negros aparcados en la entrada. Los vecinos se asoman, intrigados, a las ventanas. Dentro, sus padres esperan. Les dicen a los hermanos: sentaos un momento, tenemos que deciros una cosa. Hemos de marcharnos con urgencia de aquí. Hemos de irnos a Madrid. María y los tres hermanos rompen a llorar. Suplican una y otra vez que no quieren irse.
A la vez, la noche anterior, en otros puntos de las Rías Baixas han ido cayendo todos, uno por uno. Oubiña, Esther Lago, los Charlines... Todos los grandes capos detenidos en la mayor redada hasta el momento. Todo por la confesión de Portabales.
A María le dicen que es urgente, que se han de marchar a Madrid y que ha de ser cuanto antes. "Nos engañan y nos dicen que vamos de vacaciones". La joven rompió a llorar, en insiste: “No me quiero ir. No me quiero ir”. No hubo opción. Durante semanas, deambularon de hotel en hotel con una estrecha vigilancia en torno a ella, sus hermanos, su madre y su padre, el narco arrepentido Portabales. Pasaron los días y acabaron instalándolos en una casa a las afueras de Madrid. “Recuerdo que lloraba diciendo que me quería ir con mi abuela, los días empezaron hacerse más largos, ya no quería estar ahí. Pero ya no podíamos volver”.
Durante años, María y los Portabales cambiaron de casa una y otra vez. Los escoltas acabaron siendo, durante su juventud, como sus amigos más cercanos, sus compañeros de juegos. “Nos enseñaban a escondernos si pasaba algo. También nos decían que no hablásemos con desconocidos y que fuésemos muy reservados con nuestra intimidad. Como todavía no podíamos ir solos a ningún lado, estuvimos un año sin ir al colegio, con profesores que venían a casa a darnos clase. Hasta que dejaron de venir por miedo".
Con el paso de los meses, la situación empezó a normalizarse, así que los matricularon en un colegio del centro de Madrid. Sin embargo, el estigma seguía ahí. “Siempre nos recogían dos escoltas en la puerta”. Años después, cuando les trasladaron a viviendas más cercanas al centro de la ciudad, algunos compañeros de clase les preguntaban, recelosos, quiénes eran, y por qué siempre había policías en la puerta de su casa. “Querían saber por qué siempre iban con nosotros a todas partes".
Durante esta época recuerdo que nuestros grandes amigos eran los escoltas, jugábamos con ellos, nos enseñoreaban a desmontar armas, a escondernos si pasaba algo, a no hablar con desconocidos y a ser muy reservados con nuestra intimidad. “Entonces empezábamos a darnos cuenta de lo que pasaba. Mi padre salía a veces en la tele (con la cara tapada) y veíamos sus entrevistas. Empezamos a ser conscientes de la realidad. También a tener miedo”.
Cuando habla, María observa directamente a los ojos del otro. No rehuye la mirada. Busca la complicidad y la confianza en las pupilas de quien escucha. Siempre ha necesitado personas que estén cerca, gente en quien confiar. Cuando adquiere confianza, se abre por completo y lo cuenta todo, ya más relajada que antes. Es entonces cuando relata su infancia difícil, lo complicado que le era hacer amigos. Por un lado, porque siempre resultaba incómodo con los escoltas, con los agentes siempre vigilando. Por otro, porque no era capaz de desvelar a nadie su secreto.
Ningún afecto al arrepentido Portabales
A su padre, Portabales, María no le guarda ningún tipo de afecto.
-“Yo a ese hombre no puedo llamarlo padre. Nunca miró por nosotros. Siempre ha mirado por su interés, por sí mismo y por nadie más. Él sabrá por qué, pero yo a esa persona no puedo ni mirarla a la cara. No es nadie ya para nosotros. Mi madre es la verdadera madre coraje, la que tuvo que aguantarle, la que nos sacó adelante cuando él se marchó sin decir nada, quién sabe a dónde. Y solo pido que se le reconozca, que el estado le reconozca y le dé lo poco que pide. Una vivienda digna”.
No es la única en la familia. Tampoco su madre quiere saber nada de él. No quiere ni pronunciar su nombre. Lo mismo sucede con su hermano, con su hermano Ricardo Portabales Jr., con quien EL ESPAÑOL habla los días posteriores al encuentro. Ambos hijos son miembros de una de las familias más protegidas de España en las últimas décadas. Ambos reniegan de su padre, explicando cómo les abandonó a su suerte. "Mi padre ha estado ausente durante casi dos décadas. Nos abandonó por completo. Nunca se ocupó de nosotros".
En los últimos días, el arrepentido Portabales ha mostrado su descontento con la serie Fariña y anuncia que quizá emprenda acciones legales por cómo aparece representado en la ficción. Sus hijos no se fían de él y le repudian. "Ahora dice que quiere 'ayudar' a mi madre con el dinero que pueda conseguir si la desmanda prospera. Olvida el trato que infringió a la que fue su primera esposa. En su actitud imperaba el machismo, la misoginia y otros asuntos que por delicadeza y respeto a mi madre no voy a exponer públicamente. La única intención de mi padre, ex narco arrepentido y testigo protegido, es la de lavar su imagen, aprovechando el tirón mediático que le concede la emisión de la serie, con un afán de protagonismo enfermizo en la misma medida que su ambición económica".
Los testigos protegidos en España
La peculiar situación en la que viven los testigos protegidos se regula en España con la ley de 1994, criticada por distintos juristas tanto a este periódico como en múltiples ocasiones como una ley insuficiente y obsoleta. Una ley de solo cuatro artículos, escasos y escuetos, en los que apenas se describen algunos supuestos como el de la familia Portabales. Nunca ha tenido ningún tipo de desarrollo. De ese modo, muchos de los ciudadanos que se han atrevido a denunciar se encuentra desprotegidos.
La protección de testigos todavía tienen mucho camino que recorrer. En el juicio de la operación Nécora, tanto Ricardo Portabales como Manuel Fernández Padín declararon a cara descubierta ante el juez, con la sala repleta de todas las personas a las que iban a acusar de meter droga en España por Galicia. Aunque hoy resultaría impensable, todavía muchos juzgados carecen de los medios necesarios para ocultar la identidad de los testigos que denuncian a distintas organizaciones criminales.
Algunas organizaciones y asociaciones de juristas con las que se ha puesto en contacto este periódico consideran la ley actual insuficiente. En gran medida, en cuanto a proporcionar los medios económicos, en cuanto a rehacer la vida tiempo después, en cuanto a la protección que necesitan. “Es lo que reclamamos nosotras ahora”, dice María. “Mi padre se metió donde se metió, él sabrá lo que hizo, pero nosotras no escogimos vivir esta vida. Nos vimos arrastradas a ella. ¿Por qué nadie nos escucha y nos ayuda? Creemos que se tiene una deuda con nosotros”.
Hace varias semanas les recibió el fiscal Javier Zaragoza, quien llevó la acusación en el macroproceso de la operación Nécora. "Nos dijo que no es justo lo que nos ha pasado y que intentará ayudarnos. Hace unos días le volví a escribir por correo a su secretaria", dice María. Les contestó que todavía no había novedad.
La vida en casa de los Portabales siempre ha sido complicada. Ahora que la madre y los hijos están solos, todavía más. “Cualquiera de la familia podía haber muerto. Estábamos en la casa y a veces a las cuatro de la mañana nos despertaban los agentes y nos decían: 'Corred, despertar, que nos vamos a Moratalaz'”.
Eran días extraños. Al mínimo aviso de la posibilidad de un ataque, de que les hubieran localizado, les obligaban a hacer las maletas y huían de allí. “Creían que nos iban a poner una bomba. Y nos llevaron a la base de Moratalaz. Estuvimos tres meses viviendo allí con los agentes y con todo. Al principio te hace gracia, pero eso no era vida. A lo mejor mi padre hizo algo mal pero, ¿qué culpa tenemos nosotros? Ellos tienen la responsabilidad de haber sacado a una familia de su entorno. No tuvimos juventud. Yo tenía que decir el nombre falso y los apellidos falsos de aquel momento”.
El tiempo se acaba. La madre de María, la que soportó durante años el convivir con el arrepentido Portabales, tiene ya 67 años y no sabe de dónde tirar para obtener ayuda más allá de su precaria pensión de jubilación. Abandonadas a su suerte, han contactado con diversos organismos públicos, pero nadie hasta el momento ha levantado el teléfono. En un futuro, antes de morir, a la madre de María le gustaría volver a Galicia, a su hogar. María solo quiere lo mejor para ella, y también para su hijo. “Cuando nació, decidí que su nombre no tuviese el apellido Portabales. No podía hacerle eso. No quiero que tenga que llevar esa carga”.