- Esos papeles existen. A mí una vez me dejó verlos, pero si se los pedís, igual os pega un tiro. Es muy suyo. Tiene un carácter…
- Pero, ¿quién?
- Alguien muy poderoso. No voy a decir nada.
- ¿Y cómo eran? ¿Qué ponía?
- Eran nombres, muchos nombres. Una lista. Aparecían los apellidos de todos los agotes del valle, uno a uno.
Alberto acepta la conversación a la orilla de una regata, sin fotos de por medio y enmascarado en un nombre que no es el suyo. Habla el euskera mucho mejor que el castellano. Por eso, de cuando en cuando, deja que el sol le lama el rostro y entorna los ojos para lograr la traducción.
Él también es agote, como casi todos los vecinos de este barrio en el Valle del Baztán: Bozate -a un kilómetro de Arizcun, término municipal al que pertenece, en Navarra-. Casas pequeñas de pared blanca, tejado en cruz y puertas de madera. Apenas cien habitantes. La postal deseada por cualquier peatón de gran ciudad, pero también el gueto que ha alojado durante cientos de años la “raza maldita”. Los agotes se desperdigaron por varios lugares de Navarra, Francia y el País Vasco, pero aquí la endogamia a la que les forzaron culminó en esta cárcel sin paredes.
En 2018, los agotes recorren la carretera que les une con el resto de pueblos, hacen la compra donde quieren y se casan con quien les viene en gana. Antes, durante setecientos años y en palabras del dramaturgo Claudio de la Torre, su persecución barrió la moral del mundo. Entre el siglo XIII -cuando este gremio de artesanos se asentó aquí- y principios del XX, fueron víctimas de uno de los 'apartheid' más silenciosos y prolongados del continente.
Los ascendientes de Alberto debían dibujar en su ropa un pie de pato de color rojo que los identificara y tañer unas castañuelas que avisaran al resto de su presencia… De ellos se dijo que allí donde pisaban no volvía a crecer la hierba. Por eso se les prohibió caminar descalzos. El mito los describía como hechiceros, con un rabo a la espalda y sin lóbulo en las orejas. No podían coger la fruta en el mercado porque se pudría. Ni animales en las cuadras, ni pescar, ni cortar leña… Incluso se multaba al que utilizaba la palabra “agote” para insultar a quien no lo era. Sus partos se imaginaban a oscuras, saludados por la sonrisa del demonio. En misa y en el cementerio, un sitio aparte. De ahí las calaveras que alimentan los bosques del Baztán. Salvo la vida, se les arrebató casi todo.
Viaje al “barrio maldito”
Félix Urabayen, novelista navarro íntimo amigo de Manuel Azaña, trazó una novela acerca de los agotes titulada El barrio maldito. Sobre este racismo extremo que no alcanzó el asesinato, escribió: “El baztanés no tiene odios guerreros. No arrasa ni extermina; al contrario, construye, se enriquece y siembra, pero destila un odio lento, de pacíficos ritos, que como la gota de agua va horadando la virilidad espiritual de los réprobos”. Con más sorna y contemplando Bozate desde su punto más alto, como lo hace ahora Alberto, disparó: “El suave Jesús supo acercarse a la samaritana y dejarse ungir por Magdalena, pero se le olvidó dar una vuelta por aquí”.
Las canciones populares son guardianas del grato recuerdo, pero también cicatrices del sufrimiento. “Prefiero a mi pobre hijo podrido por la lepra que ver su alma cristiana dañada por la raza de los cagots”, se tarareaba en Francia. Allí los agotes eran llamados “cagots”, un pueblo que buscó cobijo a uno y otro lado de los pirineos huyendo de alguna parte en el siglo XIII.
Antes de aparecer Alberto, sudado de la faena del campo y con su perro a cuestas, varios vecinos de Bozate despejan el balón de la pregunta. Cuando un forastero pisa el barrio, siempre es para eso. Están hartos de los reportajes morbosos. “Daros una vuelta, pero nadie os dirá nada. Les ha molestado mucho lo que se ha escrito”, relata antes de que comience esta cartografía del oprobio una vecina que ahora vive fuera. Los agotes, al contrario que los judíos o los negros, prefieren cubrirse con el manto del silencio en lugar de dar testimonio para la conciencia común. Las respuestas, salvo una sorpresa como la de Alberto, se esconden en los libros.
“Hasta hace poco, los agotes eran como el cáncer, mejor ocultarlo”
El paso del tiempo va limando la reticencia, quizá porque aquellos que calzan más de cincuenta han conocido el repudio, aunque con mucha menos virulencia que sus antepasados. Un señor de rostro arrugado y pelo canoso, que camina apoyado en un bastón, ni siquiera se detiene: “No sé, adiós”. Por la cuesta de Bozate baja una chica con las manos repletas de rosas: “¡Sí, sí que me suena! Pero como no lo hemos vivido, no te puedo contar nada. Preguntad a las señoras mayores que están sentadas ahí arriba, esas lo saben todo”. Pero estas señoras mayores, con la vista al frente y las manos sobre el regazo, no quieren contar. En ese instante, entra en escena Alberto, que rompe la partitura y abraza la conversación.
“Cuando tenía doce o trece años, pregunté qué era eso de los agotes, pero nadie me respondía. Como el cáncer hasta hace un tiempo, mejor guardarlo en secreto”, empieza su relato mientras derrama la mirada sobre un paisaje que es verde con violencia. Poco tardó en darse cuenta de que los de Bozate eran diferentes: “Yo iba al colegio en un autobús que recogía a todos los chavales del resto del valle. Se metían conmigo por ser de aquí. Me dejaban de lado. También me cantaban una canción”. Alberto tiene que tararearla en su cabeza. Vuelve a entornar los ojos para alcanzar la traducción: “Dice algo así como 'sois gitanos, vivís a oscuras y coméis todos de un bebedero de cerdos'. Ya ves”.
“Prohibido casarse con alguien de Bozate”
Alberto no logró arrancar a sus abuelos las anécdotas de la opresión. Ojeó aquellos papeles, los del “si los vieras, tendría que matarte”, y también la escritura de una casa que resume lo que fue el maltrato del pueblo agote: “La encontró un amigo. Decía que cualquier miembro de esa familia que se casara con alguien de Bozate sería desterrado del hogar y perdería el derecho a la herencia”.
Antes de terminar la improvisada entrevista, se ofrece: “Yo nací en una de las pocas casas que todavía se conservan tal y como fueron en esos tiempos. ¿Queréis que le pida las llaves al dueño y os la enseñe? Está abandonada”. Nada tienen que ver con los grandes caseríos que poseen los hidalgos en el resto del valle. Son pequeñas, probablemente porque no podían tener animales. “Oye, si entráis, a vuestro cargo”, avisa el dueño. El suelo es de madera, con algún agujero y cruje al notar las pisadas de Alberto y sus “turistas”. Dentro hay montones de leña, un par de piezas de cerámica llenas de polvo, muebles destrozados…
- Aquí estaban las habitaciones y, en esa esquina, la cocina. Arriba -en el tejado- se guardaban los trastos.
- ¿Y el baño?
Alberto se parte de risa. “¡¿El baño?! La hostia, cómo se nota que sois muy jóvenes. Para hacer eso se iba a la huerta. ¡Cuando nací yo aquí, a mediados de los cincuenta, tampoco había baño!”. Da fe de ello la historiadora Carmen Aguirre, que dedicó una tesis -dirigida por Julio Caro Baroja- a los agotes: “En los sesenta, sólo había cuatro o cinco televisores y no había ducha en todas las casas”. Esta mujer vino a vivir entre ellos sin comunicarles que les estaba investigando. Resumió: “No se les podía hacer ni una fotografía. Todo eran cautelas y silencios -en lo que se refiere a la marginación, claro-”.
Xabier Santxotena, hijo de una boda “prohibida”
Hay un bozatarra dedicado en cuerpo y alma a la recuperación de la memoria histórica de los agotes. Le ha costado pintadas como esta: “Deja el barrio tranquilo”. Se llama Xabier Santxotena. Es escultor, discípulo de Jorge Oteiza. Nació en Arizcun en 1946. La boda de sus padres, ya a mediados de 1940, hirió tradiciones: ¿cómo se iba casar aquella chica con un artesano de Bozate? Aquel matrimonio alumbró “al que más sabe de los agotes” -dicen en el pueblo-. “Ahora le ha dado por investigar, pero durante mucho tiempo negó ser de aquí”, le critican algunos de sus paisanos.
Él, Santxotena, suelta una carcajada cuando se entera de las murmuraciones: “¡Vaya tontería! De niño, llevaba las vacas a pastar cerca de Bozate. Allí jugaba con los agotes. ¡Yo soy agote! Porque mi madre, aunque vivía en Arizcun, venía de allí. ¿Cómo me voy a avergonzar? Todo lo contrario. Es una historia que merece la pena contar, por eso llevo tanto tiempo trabajando en ello”, empieza la entrevista.
Santxotena tiene el pelo blanco. La barba también. Posa sobre la cámara los ojos grisáceos. A uno le tienta buscar en su cara los rasgos de los agotes, pero no vale la pena: “No somos una raza, sino un gremio”. Aunque Baroja, quizá dejándose llevar por la novelería, les dibujó: “Cara ancha y juanetuda, esqueleto fuerte, pómulos salientes, distancia bicigomática fuerte, grandes ojos azules o verdes claros, algo oblicuos. Cráneo braquicéfalo, tez blanca y pelo castaño o rubio; no se parece nada al vasco clásico. Es un tipo centroeuropeo o del norte. Existen en toda la comarca y se extienden hasta Santesteban. Hay viejos de Bozate que parecen retratos de Durero, de aire germánico. También hay otros de cara más alargada y morena que recuerdan al gitano”.
El origen de los agotes: “Guerreros visigodos derrotados”
¿De dónde vienen los agotes? Es la pregunta que Santxotena se hizo de niño, igual que Alberto, y que no pudo responder: “No les gusta hablar. Mi padre era el más acomplejado. Me mandaba callar, decía que eso eran tonterías”. La endogamia y la marginación era tal que Xabier Santxotena tiene este apellido repetido por padre y madre.
En 1998, el escultor convirtió Gorrienea -su casa en Bozate- en un museo, donde se exponen las herramientas artesanales de sus antepasados. Santxotena dibuja el barrio maldito de entonces como un lugar lleno de artesanos, músicos y gente con talento. “Las obras traían mucho dinero y eso acrecentó los celos del resto. Era un lugar mucho más divertido. Sólo aquí había cinco bares y una casa de citas”.
- La pregunta del millón. ¿De dónde vinieron los agotes?
- Fueron las huestes visigodas derrotadas en la batalla de Vouillé -siglo VI-. Se establecieron en Tolouse. Como tantos vencidos a lo largo de la Historia, fueron repudiados, marginados… El detonante fue la llegada del catarismo -movimiento religioso que no creía en la divinidad de Cristo ni en la todopoderosa iglesia-. Empezaron a mantener relaciones con nuestras mujeres. Por eso se nos consideró herejes. En el siglo XIII, con la decadencia de los cátaros, huimos a través de los Pirineos. Nos establecimos en Bozate gracias a la protección del señor de Ursuá, el de la aventura del dorado. Éramos parias. Trabajamos sus tierras a cambio de quedarnos aquí.
Las leyes de protección a los agotes, siempre incumplidas
Cuenta Santxotena que los agotes denunciaron la opresión ante el papa. Así llegó la bula de 1520, que ordenó su acogida como la de cualquier otro cristiano. “La iglesia está metida hasta el corvejón”, reseña el escultor. “Aquello no se cumplió nunca. Nos consideraban leprosos de alma. En Arizcun entrábamos a la parroquia por una puerta distinta y no comulgábamos de la misma forma que el resto”.
El 'apartheid' ya “ilegal” se prolongó hasta 1817, cuando las Cortes de Navarra declararon la “igualdad” entre los agotes y el resto de los vecinos. A partir de ahí, la marginación aminoró, pero no se extinguió del todo. En caso contrario, Xabier y Alberto no la habrían percibido. Si no, Julio Altadill no podría haber escrito a principios del siglo pasado: “Abatidos, en extrema miseria, sufriendo una depresión absoluta, raquíticos, llagados por la lepra, hambrientos y sedientos, faltos de todo abrigo, desgreñados sus largos cabellos, maceradas sus carnes (…), delatándose su origen de las razas norteñas europeas”.
Santxotena asegura que todavía hoy los de Arizcun conservan cierto “retintín a la hora de referirse a Bozate”. “Date una vuelta por allí”. Se despide con una curiosidad: “¿Conoces Nuevo Baztán, en Madrid? Lo fundó Juan de Goyeneche hacia 1700. Se dice que para liberar a los agotes, aunque no duraron mucho tiempo y se volvieron al valle”.
Las llamas en la boca de los agotes
Las nubes se han tragado el sol y tardará poco en anochecer. Apenas dos o tres personas en el centro de Arizcun, a mil metros de Bozate, el barrio maldito, separado por una carretera que ahora es nada y antes fue abismo. Un pastor atraviesa la calle central con sus ovejas.
La iglesia es de piedra gris, pero unos porches de pared blanca colorean su falda. Está cerrada a cal y canto. Dentro hay una puerta tapiada, que utilizaban los agotes. Es fácil recostarse en la pared e imaginar al ritmo de la novela de Urabayen: “Allí, junto a la escalerilla, en el rincón más oscuro, oye misa un misterioso grupo de cabezas inclinadas. Los agotes, la raza maldita desterrada en el barrio de Bozate. Pedro Mari -un niño-, acostumbrado a oír hablar con horror de esas gentes, se queda parado, muy abiertos los ojos, mirando con curiosidad insaciable a aquellos agotes de cuyas bocas esperaba ver salir las llamas”.
Dos mujeres, igual que antes en Bozate, apuran los últimos minutos antes de la tormenta a las puertas de una casa con escudo nobiliario, como casi todas en este pueblo. Una de ellas tiene ochenta años. Asegura no haber conocido ningún desplante a los agotes, ningún indicio de marginación. “Al colegio íbamos juntos. Eso fue hace mucho. Existió, sí. Lo hemos leído en los libros, pero ya no queda nada”.
- Cuenta un vecino de Bozate treinta años más joven que usted que se le marginó en la escuela por ser agote.
- Es imposible. ¿Quién dice eso?
- Un señor.
- ¿Cómo se llama? ¿De qué casa?
En conversación con su amiga, trata de desenmascarar a Alberto. Le escuece su testimonio.
- No, no puede ser verdad.
- ¿Usted va a Bozate de vez en cuando?
- ¿Yo? No. Pero eso no tiene nada que ver. Mi sobrino se casó con una de allí y estamos encantados.