Isidoro, 90 años, brillante melena cana, rictus serio de quien la vida le ha mostrado más de lo que esperaba, lleva a su familia en el pensamiento. Desde la habitación de su residencia en Torrevieja, a más de 450 kilómetros de distancia de Madrid -la ciudad que le vio ganarse la vida, tener hijos, prosperar-, es todo lo que puede hacer. Este anciano, aquejado de alzhéimer e incapacitado judicialmente, está ingresado en una clínica pública alicantina porque se empadronó en la ciudad. Ya le habían diagnosticado su enfermedad.
En los años 90, Torrevieja siempre fue una buena idea. Más, para un castellano manchego expatriado en la capital. En pleno boom inmobiliario, Isidoro, recién viudo, adquirió un apartamento en la playa. Allí, con la brisa del mar, con el sol en la cara, decidió que pasaría todos los veranos en su nuevo piso. Quién le iba a decir que esa propiedad le iba a costar el ostracismo emocional treinta años más tarde.
“Lo de Torrevieja fue un poco casualidad. Él, en un momento determinado, por su cuenta, sobre mayo de 2013 [cuando Isidoro ya sumaba 85 años], se empadronó allí”, cuenta a EL ESPAÑOL uno de sus hijos, Juan Carlos. Su padre se mudó a Madrid junto a su esposa, procedente del pueblo conquense de Arcos de la Sierra, en los 70. Había conocido múltiples oficios: primero fue pastor del rebaño de la familia; después, cortó pinos en los Pirineos; más adelante, trabajó como guardés “de grandes fincas de marqueses, en un pueblo de Valladolid y otro en Villa del Prado”.
Nadie sabía nada
En la capital vivió la familia durante toda su vida. Pero, para cuando decidió empadronarse en la costa alicantina, Isidoro ya estaba siendo atendido en la sanidad pública madrileña por el deterioro cognitivo que sufría. Ni Juan Carlos ni su hermano sabían que había tomado esa decisión.
Ahora, Isidoro —al que ya le cuesta reconocer a los suyos, según su hijo— vive solo. Apenas recibe visitas al mes, sólo cuando sus hijos pueden recorrer los 900 kilómetros que les separan. Ellos ahora luchan por que vuelva pronto su padre a Madrid. Que puedan vivir de cerca sus previsibles últimos años de vida. Que su relación no sea testimonial: que el roce, el cariño, los cuidados puedan ser todo lo habituales que la salud de su progenitor lo permita.
Juan Carlos es claro en sus palabras, mide muy bien lo que dice. No quiere dar una impresión errónea y se esfuerza en dejarlo claro. “No es cuestión de dinero, ni de que mi padre esté mal cuidado, ni de que yo quiera la tutela porque crea que se está haciendo mal. No, nada de eso. Sólo pido que se entiendan las administraciones y que podamos disfrutar de mi padre los años que le queden. Es pura humanidad”, ruega.
Acciones en Bankia, doble seguro de decesos
Fue él mismo quien inició el proceso de incapacidad de su padre. “Hubo un momento, en las Navidades de 2011 a 2012, que vino a casa y notamos que no controlaba. Comenzamos a supervisarle las cuentas, porque ya era mayor, con más de 80 años”. En esa época su padre continuaba escapándose, cada vez que podía y la salud lo permitía, a descansar a Torrevieja. “Unos meses más tardes nos dimos cuenta que no sólo no controlaba sus gastos, sino que me enteré que mi padre tenía 30.000 euros en acciones de Bankia. Jamás me lo hubiera imaginado ese dinero invertido. No sólo eso: en el año 2014 le vendieron un segundo seguro de decesos que pagaba mensualmente por valor de 5.000 euros”, explica su hijo.
El proceso de incapacitación continuó y se tramitó en los Juzgados madrileños. Era lo lógico: todos residían habitualmente en la capital española y ni por asomo se imaginaban que su padre había trasladado su residencia ante la ley. Cuando se conoció el cambio de padrón, “se suspendió el juicio y hubo que trasladar la causa a la Comunidad Valenciana”. Hubo una pequeña tensión entre los hermanos: ambos querían la tutela de su padre. Así que la juez a cargo de la causa “tomó una decisión salomónica, al ser dos hermanos y no estar de acuerdo”. A partir de ese momento, su padre estaba a cargo de la la Comisión de Tutelas de la Generalitat Valenciana, dependiente de la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas, hoy bajo el mandato de Mónica Oltra.
En el caso de Isidoro, esta comisión apunta como solución que los hijos pidan la remoción del tutor, un procedimiento judicial que priva del cargo del tutor y de la facultad de ejercitar las funciones tutelares por una mala función. No es lo que sucede aquí. Y Juan Carlos lo sabe. “Nuestra causa no se sustenta con ninguna de las causas objetivas que prevé el Código Civil”, suspira.
Porque Isidoro no está mal cuidado. Nada más —y nada menos— que a 450 kilómetros de su familia.
Un laberinto estatal
El arraigo familiar de las personas incapacitadas judicialmente no aparece recogido expresamente en ningún texto legal de nuestro país, argumenta su hijo. La familia se siente en un laberinto dentro de la organización del Estado. Han recurrido a todos los estamentos que han podido, incluido el Síndic de Greuges —el defensor del pueblo en la Comunidad Valenciana—, sin demasiado éxito. Por no decir ninguno. “Ha solicitado informes a la Generalitat y estos se los han facilitado. Y en cada uno decían cosas diferentes. Para ellos no es un traslado administrativo, sino judicial, y no han hablado con las autoridades madrileñas. Finalmente, deberá ser que el Juzgado de Torrevieja el que vea qué es mejor para el tutelado”.
“Yo no discuto que ellos sean los tutores, eso está por encima del bien y del mal. Lo que pido es que él viva en la Comunidad de Madrid. Lo pido por humanidad, por la dignidad de mi padre y porque creo que es lo más natural. Terminar su vida cerca de los suyos, de sus hijos, de sus nietos”, esgrime. “Mi hermano también está de acuerdo. Mi padre siempre me pregunta que cómo va lo de Madrid. No me queda más remedio que decirle que estamos esperando y ya lleva allí 9 meses ingresado. Si hemos sido capaces de ir a la Luna o de cualquier logro técnico, lo que estoy pidiendo es de coser y cantar”.