España en 1941. Los restos de los obuses y la metralla todavía impregnan las fachadas de los edificios de las principales ciudades; el fin de la guerra fratricida está reciente, sus consecuencias —hambre, enfermedades, exilio—, contagian a toda la sociedad prácticamente sin distinción. La máquina del franquismo engrasa su mecanismo represor para implantar el nuevo régimen, la “Nueva España”, la de “la Victoria”. La política autárquica dispara la inflación, provoca una bajada de los salarios y las insuficientes cartillas de racionamiento son complementadas —quien puede— con el mercado negro y el estraperlo. Miseria, muerte y pensamiento único, podría ser el resumen.
En ese año, el primero del que se tienen datos oficiales, se registraron un total de 487.703 defunciones en territorio español. Es una cifra enterrada en el pasado, comprensible debido a las circunstancias de penuria y pobreza, pero que, pese al asombro que pueda causar, no se aleja demasiado del balance de 2017: los datos del Instituto Nacional de Estadística publicados esta semana recogen que el año pasado fallecieron 423.643 personas residentes en España, la cifra más alta desde aquel fatídico 1941, dos años después de acabada la Guerra Civil. Y el envejecimiento de la población, sumado a otras causas demográficas, hacen prever que la tendencia seguirá al alza.
Son muchas las diferencias entre la España de 1941, en plena posguerra, estancada en lo económico y aislada internacionalmente, y la actual, una sociedad moderna y avanzada, con acceso universal a la sanidad y a la educación y un desarrollado Estado de Bienestar. ¿Pero cómo era la vida cotidiana en aquél entonces, en los años duros del franquismo? ¿Cuáles eran las penalidades imperantes y los pasatiempos de la clase privilegiada? ¿Qué comía la gente, cómo eran sus hogares?
Pendientes de la II Guerra Mundial
La España única soñada por el Caudillo es una España en la que el miedo se cierne sobre todo el pueblo, miedo a un susurro malinterpretado, a un soplón que te señale ante la policía franquista; miedo, en definitiva, a acabar frente al paredón y a los paseíllos, a la muerte. El contraste, especialmente en las grandes ciudades como Madrid, es el jolgorio nocturno de esa burguesía que ríe, come y se emborracha sumergida entre las luces de la Gran Vía. Una clase emergente que se cubre con visón y se adorna con perlas, que gasta en una copa lo que no cobra un obrero ni en un mes.
Las noticias están en el extranjero: la II Guerra Mundial se agrava con la invasión alemana de Rusia, con Japón bombardeando Pearl Harbor y con la entrada de Estados Unidos en la contienda. Los periódicos españoles, la prensa del Movimiento, rellenan sus páginas con informaciones firmadas desde Berlín, Moscú o Roma. El ABC madrileño titula un editorial “Alemania, en el servicio del mundo, cumple un providencial destino”. "Lo único que se puede contar en la prensa es el afeitado de los toros y el afeitado de los rojos", dice el protagonista de una novela de Francisco Umbral, Madrid 1940, que describe el día a día de esos primeros años de la década de los cuarenta.
Muere Alfonso XIII, Serrano Súñer despide a la División Azul —”¡Rusia es la culpable!”, proclamaría—, el NO-DO comienza a articular ese futuro goteo propagandístico semanal y los prisioneros republicanos son obligados a picar piedra en el Valle de los Caídos. Y mientras Callao se convierte en un palmeral de brazos en alto bajo los carteles de los cines que anunciaban películas americanas, en la orilla del Manzanares acampan gentes que han sobrevivido a la guerra, con la única compañía de la pobreza y comiendo ratas de río observando, a lo lejos, la majestuosidad del Palacio de Oriente. Ya lo avisó Machado: “Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”.
Hambre y muerte
“Madrid era el fantasma de una ciudad —relata Umbral—, una desolación de perros y tranvías, con la Cibeles recién desvendada, como una momia, la Puerta de Alcalá como un pecho de piedra y de metralla, carteros muertos en las esquinas y la derrota comiendo de sí misma, en los solares, entre los gatos y los perros que desayunaban muerte y cenaban fusilado a media noche, bajo la luna grande del miedo”. Franco gobernaba un mundo que él mismo había creado —o destruido, más bien—.
El embajador británico en España, Sir Samuel Hoare, definió así a Churchill la penosa situación española en una carta fechada el 7 de marzo de 1941: “España, en la actualidad, está en peores condiciones que nunca antes en su historia. El gobierno es miserable, no hay comida, medio millón de personas están en la cárcel y un ejército enemigo se halla en la frontera. Esta situación obliga a la gente a pasar el tiempo en mórbidas reflexiones sobre sus infortunios y les impide tomar decisiones y actuar”.
La hambruna y la miseria golpeaban de forma despiadada a un altísimo porcentaje de la población, especialmente a los presos hacinados en las cárceles franquistas, los perdedores de la guerra, tanto militares como civiles. En el año 1941, la represión derivó en las cárceles a lo que algunos historiadores califican de “cuasi experimento de exterminio”. Una dieta hipocalórica —caldo de nabos podridos y similares— suministrada por la Dirección General de Prisiones provocó una catástrofe de hambre que mató al 15% de la población penal. En algunas capitales de provincia como Córdoba se registraron durante la posguerra más muertos dentro de la prisión que en los paredones: hubo 584 fusilados por 756 fallecidos en la prisión provincial (de 3.500 reclusos), la mayoría de ellos (502) muertos en 1941.
Tal carencia de alimentos había en esos primeros compases del nuevo régimen que algunos estudios han concluido que las raciones que los alemanes daba a sus presos en los campos de concentración durante la II Guerra Mundial eran superiores en calorías y mejor equilibradas que las que el Estado española suministraba a sus ciudadanos. Por ejemplo, Madrid pasó de consumir 32 kilos de carne por habitante en 1932 a 12 kg en 1941.
Hambre, debilitamiento, desnutrición, enfermedad y muerte. Por desgracia esa fue la estela de la guerra para muchos españoles, algunos de los cuales solo podían comer hierbas cocinadas con sal. La escasez de productos de primera necesidad, como el agua, convertían a las pequeñas infecciones en una muerte casi segura; y enfermedades como el tifus o la tuberculosis alcanzaban niveles de epidemia azuzadas por el sofocante calor. Los informes de la Misión Rockefeller concluían que las clases más desfavorecidas eran “carne de cañón” ante estas afecciones.
La vida en los cafés
Pero había otra parte de la sociedad que vivía ajena a la miseria y a la penuria. Compraban pares de zapatos por 25 pesetas, iban a los cines a ver las películas de Cantinflas —cuando la cartelera no estaba copada por la propaganda— y a las comedias de Jardiel Poncela; incluso se podían permitir el lujo de adquirir ventiladores, productos farmacéuticos para combatir mareos durante los viajes o lociones de azufre para conservar el cabello. Los cafés volvían a abrir las terrazas y en el Gijón triunfaban en las tertulias literarias Camilo José Cela, Antonio Buero Vallejo, Gerardo Diego o César González-Ruano, entre otros ilustres. Sara Montiel copaba las primeras portadas de la revista semana y en España se bailaba a ritmo de Lola Flores.
Para las élites franquistas, el papel de la mujer había de ceñirse exclusivamente a las tareas del hogar. Pilar Primo de Rivera, fundadora de la sección femenina de la Falange escribía artículos donde afirmaba con rotundidad que “lo más importante es la educación de la mujer como madre”, formarles “una conciencia basada en la doctrina de Cristo y en nuestras normas Nacional-Sindicalistas para que sepan distinguir claramente en cada momento el bien del mal”. La escuela estaba empapada de clericalismo y todo se impartía en base al dogma católico.
La vida en la ciudad moría y resucitaba por igual. Franco esparcía su lema hipócrita: “Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan”. Pero lo cierto es que miles de ellos apenas tenían un fuego que encender o un tejado bajo el cual guarecerse. Las antiguas checas de los rojos son transformadas por los franquistas en recintos de tortura y fusilamiento. Y en ciudades como Madrid, los porteros que antes denunciaron a los notarios y a los académicos, apoyando a la República; pasan a señalar a los comunistas, a los intelectuales y a los periodistas, poniéndose de parte de los falangistas. Algunos hasta llevaban camisas azules. “Estas guerras civiles las ganan siempre los porteros”, que diría Umbral.