Llega el verano, el buen tiempo y la playa. Tánger parece el destino perfecto para las familias marroquíes pudientes, incluso para el rey Mohamed VI, que disfruta parte de sus vacaciones en esta región. Sin embargo, hay personas que no lo pasan tan bien. Son los migrantes subsaharianos que quieren llegar a España y con el mar en calma esperan en Tánger su oportunidad.
No obstante, su suerte para atravesar El Estrecho no depende solo del clima. Están en manos de los businessman, los hombres de negocios, o lo que viene a ser la mafia. La cadena se extiende desde que salen de su país hasta incluso una vez llegan a Europa.
Para llegar hasta el grupo de gente que mueve el negocio de pasar migrantes en patera hay que adentrarse en Mesnada y Boukhalef, los dos barrios más poblados de migrantes en Marruecos que están en Tánger. Son “la sala de espera”. Allí llegan personas desde diferentes ciudades de Marruecos para “atravesar”. Se trata de un negocio y está controlado por la mafia.
Barrio de Mesnana
El primer encuentro con el businessman o jefe fue en una plaza del barrio Mesnana donde los migrantes acuden para buscar trabajo; de ahí nos fuimos a un café. Todo arreglado por mi guía-confidente, que me advirtió el día anterior: “Es un hombre muy rico y muy poderoso, pero también peligroso, no hagas muchas preguntas y menos directas”.
El hombre importante sabe que va a verse con una periodista, así que previamente deja el coche aparcado en el garaje, se despoja del reloj de oro y del resto de joyería que luce habitualmente; y simula que es un migrante más.
Llega a la reunión para preparar las próximas jornadas en los barrios de migrantes de Tánger con EL ESPAÑOL y se presenta como un migrante subsahariano que ha intentado pasar casi una treintena de veces, sin fortuna, las fronteras de Ceuta y Melilla.
Luce unos zapatos viejos y se queja de que “no hay trabajo”. Tiene 35 años y vive desde 2011 en Marruecos. Se le ve muy ocupado, y educado pero distante. Tiene dos móviles, un smartphone y un antiguo Nokia. Los teléfonos no paran de sonar; uno y el otro. En poco más de una hora atiende diez llamadas. A lo largo de los días también le delatan los ademanes: la manera de caminar por delante del resto, el respeto que le tienen los demás, cómo se relaciona con las personas que tiene bajo su cuidado, de qué manera habla con las mujeres, y las fotografías que tiene en su móvil.
Le pregunto por una herida en la mano y que por qué cojea. "¿Ves?, es peligroso. Acompañé a los compatriotas a la orilla y caí al suelo cuando la Gendarmería nos perseguía", relata.
Es uno de la docena de migrantes que tras no conseguir entrar en España se ponen a ayudar a otros compatriotas por algo de dinero y finalmente acaban metidos en el negocio de la trata de personas. Una actividad que comparten con el tráfico de drogas y de oro. Tienen a su cargo a petits frères, discípulos que empiezan en el negocio y que se dedican a vender droga o hacer de guía desde los montes hasta la costa.
Disponen de decenas de pisos alquilados en estos barrios de Tánger. Solo uno de ellos acumula 50 pisos patera. Allí acogen a las personas que llegan para atravesar el Estrecho. Cobran entre 15 y 20 euros por persona y mes, y en los pisos se concentran decenas de migrantes.
No hay seguridad y en ocasiones los desesperados que aguardan su oportunidad son víctimas de los robos de marroquíes que viven en estos barrios. Les quitan los móviles armados con catanas. Se defienden llamando a la policía que los detiene. Entonces es cuando aparecen los amigos a ajustar cuentas. Cuando entro en el barrio de Mesnana, el guía-confidente me advierte: “Guarda tu móvil. Estamos en un barrio de bandidos y te lo quitan de las manos”.
No hay seguridad y en ocasiones los desesperados que aguardan su oportunidad son víctimas de los robos de marroquíes que viven en estos barrios
Las ONGs les proporcionan medicamentos, alimentos y alguna ayuda económica, y si no tienen dinero ni trabajo, “los pasadores les pueden dejar quedarse en el piso pero quizás les puedan pedir algo a cambio más tarde”, detalla mi guía-confidente.
El dinero que ganan lo invierten en hoteles, empresas y propiedades en sus países de procedencia, como Costa de Marfil, Mali o Camerún. Con lo que reciben del resto de subsaharianos tienen que pagar las embarcaciones, los motores, a los guía, la automafia, a la policía marroquí y española, y a los abogados que les defienden. “A veces van con fajos de billetes en el bolsillo, y al otro día no tienen ya nada porque han tenido que pagar a todas las personas implicadas en el tráfico”, comenta el confidente. Añade que “ya no se van a ir de Marruecos porque aquí hacen mucho dinero”.
Barrio de Boukhalef
El domingo comenzamos el paseo por el barrio de Boukhalef. Nos encontramos una calle llena de ropa, zapatos, mochilas… Son las pertenencias de un grupo de cameruneses, marfileños y guineanos. “La policía entró ayer por la noche en treinta casas y desalojó todo”, explica el jefe después de hablar con ellos.
Los pisos patera tienen diferentes categorías. Visitamos casas de dos habitaciones con 30 residentes, entre ellos cuatro menores. Preparan té, el jefe les da las consignas de “seguir unidos, y ayudarse unos a otros”, y reza con ellos.
A la salida, mi guía-confidente me explica que estos migrantes “saben lo que hacen”. Conocen los riesgos a los que se enfrentan y por eso actúan con precaución. Han ingresado en un banco la cantidad requerida -hasta 3.000 euros- para pasar en la lancha. Memorizan un código y cuando entran en España, llaman al jefe para darle el número para que retire el dinero.
—¿Y qué pasa si una vez en España no dan la contraseña?
—Les buscan y les matan.
Sin embargo, no lejos de allí, en una casa sobreviven 85 migrantes tirados en el suelo. Muchos de ellos han entregado el dinero en mano y “ahora les toca esperar hasta que les hagan hueco”, explica el confidente.
En otro barrio, lleno de apartamentos, visitamos a un camerunés que tiene acogidas gratuitamente a una docena de personas que “no consiguieron pasar” a España. “Están recuperando fuerzas para volver al mar”, me explica. Viven en Rabat y viajaron a Tánger para embarcarse, pero “no salió bien”.
Es la primera casa que visitamos con ventanas, salón baño y cocina, además de una habitación. Acoge también a una compatriota recién llegada con un bebé, que está acompañada de otras dos chicas muy modernas, con piercings y tatuajes.
El joven tiene conciencia del “mal que hacen las fronteras”. De hecho las puertas del inmueble están decoradas con pegatinas de organizaciones que denuncian el control migratorio.
Se hace de noche y cambiamos de barrio. Volvemos a encontrarnos con el jefe que nos lleva a una cena con otro businessman, acompañado de una de sus novias. Comemos, con las manos, doce personas de una bandeja de arroz con salsa y pollo. Después escuchamos música en la habitación de una chica que había conseguido entrar en España el día anterior, el domingo 15 de julio. Allí me enseñan una maleta preparada con sus cosas “para dárselas a otra mujer” y una fotografía en el móvil de la afortunada con una manta roja de la Cruz Roja. Están muy contentos de que haya hecho bossa porque además está embarazada.
Antes de dormir voy a tomar té a la azotea de un edificio donde tienen montado un campamento con sábanas, mantas, plásticos y ladrillos que conforman pequeñas chabolas, en cada una de las cuales se meten entre cuatro y cinco migrantes. Recuerda a los campamentos de las grandes ciudades de Casablanca o Fez.
Existe una manera peor de vivir. Se trata de “el bosque”, los campos aledaños a estos barrios donde se agrupan los que no tienen nada.
Dormir con las mujeres
“Mañana te vienes a dormir conmigo”, le dice el jefe a una joven marfileña que amamanta a una bebé de dos meses en una de las casas patera, que pone a disposición de los migrantes que llegan a Tánger. “Déjame, estoy cansada y un poco enferma”, se defiende la chica tumbada en un colchón.
En la habitación, sin ventilación ni luz natural, conviven dos jóvenes: la madre que amamanta y otra que tiene un chico en edad escolar. No les gusta que venga “una blanca”. Finalmente me quedo a dormir con ellas y sus hijos porque así lo decide el “jefe”. En la puerta se arrinconan los utensilios de cocina enfrente de un baño de pie sin puerta. El aire y la luz apenas entran por un ventanuco. De las paredes cuelgan unas cuerdas, donde colocan la ropa.
Comparto colchón en el suelo con la chica y su bebé; al otro lado, en mantas también sobre en el suelo duerme la mayor, con su hijo. Ambas son de Costa de Marfil y esta última llegó el jueves a Tarifa.
Antes de irse, el capo le pide que le dé la cena. Ella saca un barreño azul con arroz blanco y le echa encima salsa y dos pelotas de carne, parecido a albóndigas grandes. Es la segunda vez que come esa noche, venimos de cenar en otra casa arroz con pollo.
Se van los hombres. Abren el ventanuco porque el calor se concentra entre las paredes de humedad, y nos acostamos. Hablan entre ellas en su lengua.
Al día siguiente, cuando el guía-confidente pasa a recogerme, me asegura que “la chica hoy pasará la noche con el jefe”. “No es que se prostituyan, pero él las mantiene, les da de comer y techo, y está con ellas cuando quiere”. Realmente, no dispone de un piso propio, sino que se pasea por todos los que tiene alquilados, come aquí y duerme allí.
“No es que se prostituyan, pero él las mantiene, les da de comer y techo, y está con ellas cuando quiere”
En otro barrio, ajeno al negocio mafioso, en un piso financiado por españolas amigas de un migrante, una chica camerunesa de 19 años llegó a Marruecos por la frontera de Oujda hace solo cuatro días. Su protector, un compatriota, le busca “una solución para evitar que acabe en el bosque”. No tiene dinero, así que no tiene dónde dormir, y terminará en los bosques de las afueras de Tánger. El guía-confidente habla de su vulnerabilidad al ser mujer,recién llegada y sin conocer el medio; y asegura que “allí todo el mundo va a intentar tener sexo con ella”.
La Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) menciona en su último informe que atendió a mujeres que relataron haber sufrido violencia sexual por parte de Fuerzas y Cuerpos de seguridad en Marruecos o de compañeros de viaje, “parejas” a las que percibieron como “protectores” a lo largo de la ruta a cambio de favores sexuales como forma de supervivencia y “protección”.
Por el camino, de casa en casa, nos encontramos con una chica marfileña. Nos apartamos y la dejamos hablando con el "jefe". "Es una de sus novias”, me cuenta el confidente. Además es una víctima del negocio. Pagó 1.500 euros a un pasador que se los comió, fumó y bebió en fiestas, y ahora espera a que alguien le ayude, por eso se junta con los de arriba”, detalla el confidente.
Las mujeres son siempre útiles por terrible que suene. Desde el norte de España, el Boss, otro jefe, envía prostitutas españolas a pasar unos días en Tánger y regresan con dinero, oro o hachís para vender en Europa. Verdaderas mulas.
La invitación del guía y la automafia
En el café del barrio se reúnen subsaharianos y marroquíes. Señalan a un hombre que tiene muchos coches y los alquila a la "automafia". Son los vehículos que pasan por la noche a recoger a los migrantes para llevarlos a la costa. El trayecto cuesta 100 euros. Los dejan a 18 kilómetros, que tienen que recorrer a pie escondiéndose de las Fuerzas de Seguridad marroquíes. Ese camino lo hacen con el guía, que suele ser un subsahariano y cobra 50 euros.
Cada cliente paga hasta 3.000 euros para subirse a una patera, cruzar el Estrecho y llegar a la costa española. Por 40 personas que meten en una embarcación ganan 120.000 euros. Pero hay otra alternativa a la patera, que son las motos de agua y las gestiona la mafia marroquí. Pasar en jet sky cuesta entre 5.000 y 6.000 euros. Los motores para las embarcaciones llegan desde España al puerto y los recogen marroquíes por un precio de 1.500 euros.
En estos momentos, desde Tánger salen sobre todo zódiacs con hasta 15 pasajeros. Cada día varias embarcaciones. En una sola mañana llegan a las costas españolas 15 embarcaciones con 231 personas procedentes de Tánger. “El otro día llegaron entre 40 ó 60 convoyes, había 3 mujeres y 11 menores marroquíes”, comenta sorprendido un migrante camerunés.
—¿Por qué tantos este verano? —le pregunto.
—Los militares marroquíes están dejando pasar —me contesta.
Lo dejamos aquí.
La principal ruta migratoria
La mayoría de llegadas a España en 2017 y lo que llevamos de 2018 se produjeron por mar. Además, se ha incrementado la peligrosidad de las rutas migratorias a “consecuencia del refuerzo de la frontera terrestre de Marruecos con España, de la práctica de las devoluciones ilegales por parte de las autoridades españolas y de la falta de opciones legales y seguras”, asegura la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) en su Informe 2018: Personas refugiadas en España y Europa.
Marruecos-España se convierte en la principal ruta migratoria. En una semana han cruzado a las costas españolas solo desde Tánger más de 1.000 personas, la mayoría en embarcaciones hinchables de juguete que soportan de 300 a 480 kilogramos de carga y donde se meten hasta 15 migrantes. El precio de la toy -lancha de plástico de juguete- ronda los 800 euros.
Desde el Ministerio del Interior se estima que existe una bolsa de 50.000 subsaharianos, asentados en la zona norte de Marruecos, dispuestos a cruzar a España. De esa bolsa partieron, según estas fuentes, los más de 600 que este jueves lograron cruzar la valla de Ceuta utilizando cal viva contra la Guardia Civil. Las actuaciones en alta mar por parte de Marruecos para rescatar a los que tratan de llegar a España cruzando el Estrecho son minoritarias, sólo el 16% del total.
El confidente y las plumas de pavo
El guía-confidente es un gran hombre con un buen corazón. Muy respetado, se relaciona con “los hermanos de todas las comunidades”. No quiere entrar en los negocios y no pide nada a cambio del trabajo.
Terminó los estudios universitarios en su país pero huyó por la guerra y las malas condiciones de vida. Pagó 200 euros para salir en un camión con otras 85 personas, pasó una semana sin comer ni beber cruzando el desierto, estuvo detenido por una tribu de rebeldes, llegó a Argelia donde trabajó varios meses, y hace cinco años entró en Marruecos. “No puedo hablar de eso… fue horrible”, recuerda.
El tercer día, me pide que le acompañe al mercado de animales del centro de Tánger para comprar dos pavos. Su gurú, un señor africano que sobrepasa los ochenta años, le dio unas indicaciones para llegar a España. Se encontró con él en Rabat, durante un viaje anual que realiza para chequeos médicos. “Para conseguir tu sueño, llegar a España, debes sacrificar un pavo por ti y otro por tu acompañante”, me dice. El gurú le explica a continuación que debía extraer una pluma de cada animal y conseguir que estas fueses depositadas en dos parques distintos de España.
Regresar a Mesnana no resultó fácil porque los taxistas no paraban. “Aquí hay mucho racismo”, explica. Al final, tocó andar y volver en autobús urbano.
Era el cuarto día y había que regresar a Rabat. A mi guía-confidente le dejé con los pavos atados a un palo del cuarto improvisado donde duerme. “Los matamos, los cocinamos y te hago llegar las plumas para que las lleves a España”, suplica. En eso quedamos.