La vida de José Manuel Quintana Santana, un profesor brillante de Ingeniería Mecánica de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, se truncó cuando reconoció ante un juez que sentía “atracción sexual hacia los menores de edad”. El hombre ha sido condenado a dos años de cárcel por abusar sexualmente de una niña durante un lustro, pero eludirá la prisión.
El pasado 24 de julio saltó este escandaloso suceso y EL ESPAÑOL dio cuenta de ello. El docente -que ha sido “apartado de forma cautelar” del ejercicio de sus funciones en la universidad- se masturbaba delante de la menor, le tocaba los pechos y le pedía que le metiera la mano en el bolsillo para excitarle.
Tras la publicación de la historia, la joven implicada se ha puesto en contacto con este periódico para corroborar los hechos y para aportar más información relevante: es su propia hija. Este es el testimonio en primera persona del infierno de Paula (nombre ficticio), la víctima sexual de su padre.
No tengo recuerdos de mi infancia temprana. Al menos, buenos, no. Me acuerdo de mi madre y mis hermanos. De mi padre, de ese individuo, no puedo decir nada positivo. No sé lo que siento hacia él. Sólo que me alegro de estar lejos de ellos. Sola, libre y protegida, lejos de mi casa y del lugar en el que fui abusada.
Soy la hija de un monstruo. Él no tiene escrúpulos, ni sentimientos, ni remordimientos y es capaz de hacer daño a quien sea las veces que quiera. Probablemente mi historia empezó mucho antes de lo que se cree. Un pederasta con un bebé en las manos a quien nadie va a echarle nada en cara porque es suyo propio. Hasta que ese bebé crece y cumple cinco años.
El primer abuso que sufrí es el que más me ha impactado de todos. No me tocó y ya fue horrible. Por aquel entonces vivía con mi madre, mi padre, mi hermana mayor y mi hermano pequeño. Yo entré al baño y empecé a lavarme las manos. Mi padre entró detrás y se encerró conmigo. Se bajó los pantalones y empezó a tocarse mientras me miraba. Yo tenía miedo. Me sentía bajo su control y sin escapatoria.
Yo era pequeña y no entendía bien lo que ocurría, pero sabía que estaba mal. Salí de la habitación con las manos llenas de jabón. Mi madre estaba en la cocina. No recuerdo exactamente las palabras que usé, pero sé que intenté decirle que algo raro había pasado. Estoy segura de que ella se percató de que era serio, quizá no hasta tal extremo, pero tenía que saber algo. Y no hizo nada. Como me vio las manos cubiertas de espuma, me dijo que terminara de lavarme en el fregadero de la cocina.
Al poco tiempo, mi padre empezó a hacer algo que continuaría durante casi toda mi vida. Me pedía que le metiera la mano en el bolsillo de su pantalón. Siempre era igual. Yo tenía que cogerle las llaves o algún papel y él tenía una erección. Notaba que algo se movía cuando tenía mi mano en su pantalón, aunque tampoco tenía del todo claro lo que era: sólo era una niña. Esto fue constante durante los cinco años que duraron sus abusos físicos.
"¡Basta ya!"
Cuando cumplí seis años, mis padres se divorciaron y mi familia se separó. Él maltrataba a mi madre. Nunca llegó al plano físico, pero sí la hundía psicológicamente. Ella, creo que como consecuencia de esto, tenía depresión y otros problemas. Al principio estuve viviendo con ella, pero la relación era insostenible y nos fuimos los tres hermanos a casa de mi padre.
Los mejores recuerdos de mi infancia son los que tengo junto a mis hermanos. Recuerdo que a los tres nos gustaba mucho jugar a darnos masajes. Un día mi padre quiso participar y ahí aprovechó para tocarme la zona de los pechos. Yo me enfadé y me rebelé contra el. “¡Basta ya! ¡Para! Esto no me gusta”, le dije. Y él guardó silencio, se rio y se fue de la habitación.
Así se comportaba siempre conmigo. No hablaba. Abusaba de mí hasta que se sentía satisfecho y si me quejaba o le decía que parase, se reía y se iba. Vivir en su casa fue lo peor que podía hacer, pero en aquel momento no tenía alternativa. Acabé anulada por completo, sin amigas, sin relación con mi familia, sin ganas de vivir, sin visión de futuro, atrapada y sin salida.
Se preguntarán por el resto de mi familia, mis amistades, mis profesores, ¿lo sabían? ¿Hicieron algo? Es imposible que algo así pase y nadie se dé cuenta de nada. No señalaré a nadie con el dedo, sus conciencias ya se encargarán de castigarles. En mi colegio era obvio que algo malo me pasaba. O faltaba a clase o llegaba tarde, no salía con amigos ni me relacionaba con nadie.
Acabé en la oficina de la orientadora. Tan maja como escueta. Me dijo que había notado que yo estaba mala porque no iba a clase y que me encontraba rara. Pero no me dio tiempo ni oportunidad de coger confianza con ella para contarle lo que me pasaba. Fue tremendamente rápida. “Ya me conoces y ya sabes que aquí está mi puerta por si quieres decirme algo”, resumió. Obviamente nunca le conté nada.
Yo vivía con mi padre en casa. Era su casa, pero también la mía y para ponerme cómoda muchas veces me quedaba en ropa interior. Me acuerdo con horror cómo mi padre nos miraba a mi hermana y a mí. Se frotaba conmigo por detrás. Era incómodo y muy desagradable. Esto no lo llegué a denunciar. ¿Y si me decían que no era para tanto? Además, no tenía pruebas y me daba mucha vergüenza.
Bajo su control
Cuando cumplí diez años los abusos de mi padre dejaron de ser tan invasivos, por calificarlos de alguna manera. Según me fui haciendo mayor, él pasó a centrarse más en el control sobre mí. Ya no había abusos propiamente dichos, pero él seguía estando ahí, como recordándome que yo no tenía ninguna escapatoria, que él iba a estar ahí y que eso era lo que iba a tener siempre.
Yo podía estar en mi casa con una camiseta perfectamente normal, pero si se me veía un poco de escote, él ya se quedaba mirando. Cada vez que me veía con poca ropa se me acercaba. Es cierto que en aquel momento no abusaba de mí como en el pasado, pero yo sentía que era su manera de decirme “estoy aquí y una vez te hice daño”.
En otra ocasión que me viene a la mente, vino a mi habitación para hablarme acerca de la película Spotlight. Esa en la que un grupo de periodistas destapan una red de abusos sexuales a niños por parte de varios sacerdotes americanos. “Quién sabe, a lo mejor terminas tú también averiguando algo”, fue lo único que me dijo. Después, se marchó de la habitación riéndose. Sin más.
A los pocos meses se presentó la policía en casa y le detuvo porque se había descargado pornografía infantil de un sitio de internet. En ese momento fue cuando yo realmente tomé conciencia de todo lo que me estaba pasando. Me quería ir. Lejos y cuanto antes, pero no podía: seguía siendo menor.
Cumplí los ansiados 18 y me matriculé en una universidad de la Península. La carrera no me gustaba pero me daba igual: era mi pasaporte de salida de aquella casa de los horrores. Me alojé en una residencia de estudiantes e hice amigas allí. Una noche les conté todo acerca de mis abusos. Tuve un ataque de ansiedad. Ellas avisaron rápidamente a la directora del centro y ella me acompañó a denunciar.
El proceso me cogió por sorpresa. Cuando denuncias y se lo cuentas a un policía, te piensas que ya está, que ellos se harán cargo de todo y que tú ya te puedes olvidar del tema. Pero no es así. He perdido la cuenta de las veces que he tenido que contarlo. Y no sólo de palabra, también me hicieron demostrarlo, recrearlo.
Miedo
Siempre tuve el mismo miedo. Yo había visto casos de pederastia por la televisión, pero en todo momento se trataba de violaciones, de agresiones y no abusos. Cosas mucho más fuertes que lo que yo sufrí. Y pensé que me dirían que no era para tanto. Me veía sola, sin pruebas que apoyaran mi testimonio y con unos hechos que no eran tan gordos como los casos que yo había conocido.
He esperado toda mi vida a que alguien viniera a rescatarme, me protegiera y me quisiera, pero al final me he tenido que rescatar yo misma. Me siento orgullosa por ello, pero me da rabia pensar que hay muchas personas ahí fuera esperando, como yo, a que alguien vaya ayudarles. Mi psicóloga es quien ha estado conmigo todo el proceso. Cuando puse la denuncia, una policía me recomendó una asociación. Desde ahí, comencé a hacer terapia con una especialista y ahora es la persona en quien más confío. Es mi mayor apoyo.
Por suerte, no he tenido que volverle a ver el rostro a ese individuo, ni siquiera por videoconferencia. Pero la condena dictada (dos años de prisión, una multa y una orden de alejamiento) no se acerca lo más mínimo a la justicia que yo esperaba recibir. El fallo del jurado fue el resultado de un acuerdo, que yo tan solo acepté por evitar ser interrogada otra vez y por el miedo a que saliera absuelto al no contar con pruebas.
Ahora estoy bien. Me siento libre y fuerte. Por fin estoy donde quiero. Llevo ocho meses trabajando y me va muy bien, tengo amigos. Yo me lo pago todo, vivo sola con mi perro Balú, que es bastante grande. Lo prefiero así, es muy buena protección. Me gusta mi vida y tengo planes para mi futuro.
"Ya le he dejado atrás"
Aunque me quedan secuelas, claro. Tengo miedo, vergüenza, me intento proteger de todo… Tomo medicación pero voy mucho a rachas, parezco una montaña rusa. También tengo pesadillas. Es difícil evitarlas, sobre todo ahora con el tema del juicio y que cada vez que pongo las noticias veo su cara.
Este tipo de sueños normalmente consisten en revivir alguna de estas situaciones, verle a él y estar yo ahí en su casa. Lo traumático es la claustrofobia: el hecho de sentirme atrapada, como si no tuviera escapatoria, tal y como estaba cuando vivía allá en las islas. La sensación de que él lo controla absolutamente todo.
Pero ya le he dejado atrás. Él está lejos de mí y ya no puede hacerme daño. Ahora me queda olvidarme de él por completo. Me costó pasar la etapa de negación, y en realidad aún no la he superado del todo. Cuando estoy mal mi cerebro retrocede. Pero en unos meses todos esos recuerdos estarán solo en la mente de ese monstruo, de la mía desaparecerán. Él puede quedarse esos recuerdos toda su vida porque no tendrá nada más de mí.
Contra este individuo ya he hecho todo lo que podía hacer. Siempre me ha costado entender cuando otras supervivientes decían que no sentían odio hacia su agresor, pero ahora ya lo entiendo. Que no sientan odio no significa que sientan pena o culpa, lo que realmente se siente es la nada: absoluta y completa indiferencia. Los pederastas son sólo un trozo de mierda ocupando espacio en el mundo y, como cuando te encuentras un trozo de mierda por la calle, lo máximo que puedes sentir es asco.
Ahora lo que quiero es que la sociedad tome conciencia, porque si hubiera recibido ayuda temprana, podría haber salido de esta situación hace muchos años. Por eso quiero contarlo.
Salida
Creo que debería haber más educación con respecto al tema, sobre todo en los colegios. Cuando eres pequeño te sientes más atrapado que un adulto porque no sabes exactamente cómo tienes que salir de una de estas situaciones, no sabes que existe algo que se llama denunciar. Tenemos que estar concienciados desde la infancia.
Para ello también es importante dar visibilidad a los casos y que se tomen medidas legales para poder sacar pronto a estas personas de estas situaciones y darles todo el apoyo posible. Enfrentarte solo a todo esto es prácticamente imposible.
Cuando se den noticias de este tipo, se debería incluir la recuperación de la persona, no sólo el suceso. Así las posibles víctimas que lo lean no se sentirán aún más aterradas sino que sabrán que, a pesar de lo malo que le haya pasado a una persona, hay salida. A mí lo que más me ha ayudado para decidirme a denunciar ha sido leer los testimonios de otras supervivientes y ver cómo habían salido. He visto muchas personas famosas que, tras sufrir abusos cuando eran pequeñas, han logrado seguir con sus vidas y han hecho cosas maravillosas.
Si tuviera delante a una chica que estuviera pasando por lo mismo que pasé yo, le diría que estuviera tranquila porque yo no iba a dejarla sola ni un segundo. No pararía de ayudarla hasta que la viera a salvo de verdad. Me gustaría decirle que todo ya terminó, que estoy con ella y que ya no va a pasarle nada más. Ojalá la gente de mi alrededor se hubiera tomado más tiempo para preguntarme acerca de lo que me ocurría. Ojalá se hubieran portado así conmigo.
Quiero que quede claro que, aunque el daño es terrible, es reparable. Si la víctima recibe ayuda, se recuperará tarde o temprano. Si a ti te ha pasado algo terrible no dejas de ser una persona, no estás destrozada por completo: estás mal pero no vas a estar así siempre, ni dejas de valer. Nada de esto te define, tú sigues siendo una persona y si la gente te sigue tratando por lo que eres, tú misma empezarás a verlo y dejarás de darle tanta importancia a lo que te ha pasado.
Yo me veo como una persona que está luchando constantemente, me veo fuerte y débil porque dependo mucho de la situación. Sé que si he conseguido todo lo que tengo hasta ahora puedo proponerme lo que sea. Me va a costar más que a una persona normal y tendré que trabajar más, pero sé que tengo el potencial necesario para alcanzar mis sueños. La vida que tengo ahora es la que siempre he querido. Hay salida y quiero ser una prueba de ello.