- Si no pregunto lo que han hecho, no sé nada de su pasado. Así no me condiciono en mi labor. No soy nadie para condenar de nuevo a un preso con mi propio juicio. Si ellos se abren a mí y me cuentan, les escucho. Pero yo no pregunto a nadie cuál es su delito. Ni a los que veo en las cárceles ni a los que me llevo a mi casa durante sus permisos. Y te garantizo que conmigo ha venido de todo.
Francisco Luis Muñoz Valera es un hombre chiquito que nació hace 75 años en Jerez de la Frontera (Cádiz). Es modesto en el vestir y en su forma de ser. “Hago esto (permitir que se cuente su historia) para que se conozca la labor de la pastoral penitenciaria. Mi vida es lo de menos”. Pero no. Es lo de más.
Este sacerdote -el cura Paco, como se le conoce- viste un pantalón vaquero gastado, con el aspecto de tener bastantes años, y una camisa de manga corta con dibujo de rayas verticales. Luce barba espesa y cana.
Una persona de Lebrija, el pueblo sevillano en el que fue párroco durante 26 años, me dijo un día de él: “Es un santo escondido dentro de un cuerpo diminuto”. Quizás lo dijo porque el cura Paco trabaja en la reinserción de presos desde hace 39 años. Él abraza a las personas a las que nadie quiere, los proscritos, los ‘diablos’ que se purgan entre rejas.
Le da igual que sean asesinos, violadores, terroristas, simples rateros de barrio o yonquis que un día trapichearon con droga para meterse ellos las ganancias, hasta que los pillaron. Por eso no les pregunta qué hicieron. Más bien, qué piensan hacer ahora y en adelante: dentro de prisión y cuando salgan.
A muchos de esos hombres y mujeres que ha tratado entre rejas se los ha llevado a su casa para que pudieran obtener permisos penitenciarios. La mayoría eran extranjeros, sin arraigo familiar en España y sin un techo que los cobijara. Paco siempre les ha ofrecido una cama y un plato de comida allá donde él ha estado viviendo.
Como ahora, en Bonanza, un barrio empobrecido de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), donde ejerce de sacerdote. Sólo de este pueblo, él tiene a unos 200 presos repartidos entre las cárceles de Puerto I, Puerto II y Puerto III (El Puerto de Santa María). Aquí vive en la casa parroquial, rodeados de libros, recuerdos de viajes y cuadros y dibujos de antiguos presos.
“Es mucho más sencillo de lo que parece. Me ofrezco voluntario a acoger en mi casa cuando la persona está preparada para salir y el tiempo que lleva dentro cumpliendo pena le permite obtener algún tipo de permiso. Así de sencillo. No hay más. Llevo media vida haciéndolo. Nunca he tenido un solo problema con ninguno. Se me han escapado varios, sí -dice entre risas- pero jamás me han hecho nada”.
Paco, pese a permitir a EL ESPAÑOL un encuentro de cuatro horas, hay cifras que no desvela. ¿A cuántos presos se ha llevado a su casa durante todo este tiempo?, le cuestiona el periodista. “No lo sé. Muchos, pero no sé decirte”. ¿Y sabía el delito cometido por muchos de ellos? “De algunos, pero no de todos. Si lo supe, fue porque me lo contaron, no porque yo preguntara”, responde de nuevo. "Pero si yo no pregunto, tú tampoco".
El pasado 24 de septiembre, Día de la Merced, Instituciones Penitenciarias, dependiente del Ministerio del Interior, le concedió al cura Paco la medalla de bronce al mérito social penitenciario por su labor al frente de la pastoral penitenciaria de la Diócesis de Asidonia- Jerez. Se trata de un reconocimiento a casi cuatro décadas dedicadas a ayudar a los presos.
Los orígenes del cura
Francisco Luis Muñoz Valera iba para médico, pero la devoción empujó más, cuenta sentado en una sala de una parroquia de Jerez. De padre empleado de banca y de madre ama de casa, se ordenó sacerdote en 1970 tras cursar sus estudios en Sevilla. Ese mismo año se mudó a El Vaticano, donde estudió la carrera de Teología, que terminó en 1974. Poco después, la gente comenzó a llamarle el cura Paco.
De vuelta a España, su primer destino como sacerdote fue en la parroquia del Amparo de Dos Hermanas (Sevilla), enclavada en un barrio marginal. Años después, lo enviaron a Lebrija. A un vicario le había dicho que él siempre iría al pueblo donde no quisiera ir nadie. Esas palabras llegaron a oídos de un diácono que le dijo un día: “Paco, a Lebrija no quiere nadie”. Y allá que se fue él. Sin dudarlo.
Era la época de las protestas del Partido de los Trabajadores de España (PTE) y de la lucha jornalera. En Lebrija, al sur de la provincia de Sevilla, había manifestaciones casi a diario. Al final, el sacerdote pasó allí 26 años, aunque sus inicios fueron complicados.
- Cuando llegué, me miraban mal. Varios miembros de una familia me pintaron la casa. Me pusieron cura rojo, marxista. Me pintaron con plantillas la fachada. En una parte, la cara de José Antonio (Primo de Rivera) y en la otra a Franco. Aquella familia, cuando yo me vine 26 después de Lebrija, uno había muerto en mis brazos y los otros me querían como uno más.
- ¿Era, y sigue siendo, un cura rojo, como le decían?- cuestiona el reportero.
- Rojo no, pero de los pobres sí he sido siempre. Yo opto por los pobres. Y si ser rojo significa eso, me da igual que me lo llamen. Pero los míos son los pobres. Por desgracia, las cárceles están llenas de ellos.
Pedro y Pablo le llevan a la cárcel
El cura Paco recuerda con viveza que dos jóvenes ladrones de Lebrija le condujeron -para siempre- hasta la cárcel. Se llamaban Pedro y Pablo. Un día asaltaron una administración de Lotería en el centro de Lebrija, junto al ayuntamiento del pueblo. Nada más salir, se quitaron el pasamontañas que había usado y dejaron sus huellas por demasiados sitios. No llegaron muy lejos. Les detuvieron en sus respectivas casas.
Cuando el juez envió a prisión a aquellos dos ladronzuelos, el cura Paco les acompañó. Ahora han pasado varias décadas de aquello. Pablo murió. Fue este sacerdote quien lo enterró. Nunca más volvió a oficiar el entierro de nadie en Lebrija. Fue el último antes de marcharse. Pedro sigue vivo, “pero muy mal de la cabeza”.
Durante su algo más de un cuarto de siglo en esta localidad de la comarca del Bajo Guadalquivir, el cura, que ya tenía el gusanillo de las cárceles en el cuerpo, llegó a organizar un grupo de matrimonios que cada fin de semana llevaba con sus coches hasta Sevilla a las familias de los presos lebrijanos.
“Entro porque te quiero y porque soy cura”
Hace más de dos décadas, otro joven mató a sus padres en Lebrija y luego intentó quitarse la vida cortándose las venas. Horas después de lo sucedido, Paco accedió a los calabozos de la Policía Local. El chico era esquizofrénico. Había sido alumno suyo en el instituto.
El cura Paco entró y se sentó a su lado. Le mantuvo la mirada un cuarto de hora. Pasados los 15 minutos, el chico le dijo: “No entiendo cómo un cura entra a verme a mí”. El sacerdote respondió: “Entro porque te quiero y porque soy cura”. Paco y aquel chico nunca más volvieron a hablar de lo que había sucedido. Mientras estuvo en Lebrija, Paco fue cada semana a visitarlo al psiquiátrico de Sevilla, donde lo ingresaron.
Se le fugó un narcotraficante
Hace siete u ocho años -Paco no recuerda la fecha con exactitud- este cura se llevó a casa a un marroquí que estaba en la cárcel por traficar con una lancha de hachís. Le habían condenado a seis años y medio de prisión. En el último tramo de su pena recibió un permiso penitenciario de una semana.
Paco pidió a la dirección de la cárcel de El Puerto que, como el reo no tenía casa ni familia en España, se le permitiera salir de prisión y quedarse en su casa durante esos siete días de permiso.
Al segundo o tercer día, aquel hombre le dijo que quería ir a Algeciras (Cádiz). Insistió en que no hacía falta que Paco le acompañase. El preso no apareció aquella noche. Al día siguiente, tampoco.
Pocas horas después, escribió al cura un correo electrónico: “Paco, perdóname, pero mi mamá está enferma y me he venido con ella”. Aquel hombre se había fugado de España y había vuelto a Marruecos.
El cura nunca volvió a saber más de él. En el despacho y en el comedor de su casa en Sanlúcar todavía conserva varios de los cuadros que él le regaló tras pintarlos en la cárcel. También conserva una bolsa con objetos personales que se dejó allí.
La cárcel o Algar
Tras abandonar Lebrija, el cura Paco fue a Algar, un pueblo de la sierra de Cádiz. Estando allí tuvo dos accidentes de coche mientras iba a prisión. El obispo de Jerez, José Mazuelos, le dio a elegir: la cárcel o Algar. Paco eligió la cárcel. Y desde entonces está en Sanlúcar, una localidad a 17 kilómetros de las prisiones de El Puerto de Santa María. Ahora lleva cinco años como párroco en la barriada de Bonanza, donde no falta la droga pero sí el empleo.
- Cuando estuve en Algar me llevé allí a Mamadou, un chico africano de dos metros. No voy a decirte el delito. Su mujer era preciosa. Tenían un hijo lindísimo que era una escultura de ébano. En aquel pueblo yo tenía un apartamento al lado de mi casa que me lo prestó un vecino. Cuando Mamadou tenía permiso, la mujer y el niño venían de Canarias y se quedaban allí como una familia más. Nadie se enteró nunca de que aquel chico era un preso.
- ¿Por qué?
- Cuando yo llevo a alguien de la cárcel a casa, nadie puede saber que tengo un preso conmigo. Si no, se puede generar mucha alarma. Por eso soy tan discreto.
“Me abracé a dos asesinos”
“En el módulo 15, esas criaturas están ya tan marcadas y tan fuera de este mundo que apenas se logra nada con ellos. Pero les escuchamos. Y les sembramos esperanza. Ponemos algo de humanidad en un sitio inhumano. Allí rezamos, claro que sí, pero por delante ponemos a la persona”.
Paco se refiere al módulo 15 de la prisión Puerto III. Allí sólo entra él, a pesar de que la pastoral penitenciaria que dirige tiene 60 voluntarios que también trabajan con presos.
Dicho módulo estaba pensado en sus orígenes como zona donde aislar durante unos días a los presos de mal comportamiento. Ahora suele albergar medio centenar de reos de forma continua. Quienes están allí cuentan con celdas individuales con doble portón se seguridad. Sólo salen al patio dos horas al día, la mayoría de las veces solos o en un grupos reducidos de dos o tres personas. Las 22 horas restantes las pasan encerrados sin ver la luz.
“Allí hay gente que se tira años”, dice Paco. “Aquello es inhumano. Nadie merece eso. Me ven a través de la mirilla de la plancha de su celda. Así conversamos. Allí he conocido de todo. Las mejores confesiones que he hecho en mi vida han sido en ese módulo”.
En una ocasión, un funcionario de Puerto III le dijo al cura Paco que dos presos del 15 querían verle. Él accedió a mantener con ellos un encuentro sin rejas ni cristales de por medio. Se vio con aquellos dos presos en una pequeña habitación. Acabaron confesándole el delito que ambos habían cometido dentro, no el que los llevó hasta allí: uno había matado a un funcionario; el otro, a un compañero preso.
-Al final, acabé abrazado a dos asesinos- dice el cura.
- ¿Por el 15 han pasado etarras? ¿Ha tratado con alguno de ellos?
- Nosotros nos dedicamos a los pobres- afirma Paco en tono seco. Da la impresión de que le es incómodo hablar de los miembros de dicha banda terrorista.
- ¿Qué quiere decir?
- Creo que con esa respuesta ya es bastante. Nos dedicamos a los pobres. Ellos están muy atendidos allí.
- ¿Ha trabajado con ellos alguna vez?
- No, he hablado con algunos, pero poco más.
Cuatro expresidiarios en una mesa
El día que Paco atiende a este periódico invita a estar presente a tres personas que han pasado por la cárcel y al padre de un expresidiario. Dos de ellas entraron por maltratar a sus parejas. Otro, por traficar con droga para costearse la heroína que le hacía ser un adicto. El hijo del cuarto invitado a punto estuvo de matar a sus propios padres, que fueron quienes denunciaron a su chaval.
Por petición expresa de todos ellos, no desvelaremos sus identidades ni daremos datos concretos que pudieran identificarles. Ahora mismo tienen vidas estables. Los tres exreos y el padre del cuarto han pasado por las manos de Paco o de los dos voluntarios que también nos acompañan, Guillermo González y Pepe Ibáñez.
Mientras todos cuentan sus historias personales, Paco calla y escucha.
- La cárcel es demoledora- dice en algún momento de la conversación uno de los dos maltratadores- Si no quieres droga, que es sencillísimo conseguirla, los propios médicos te incitan a medicarte. Uno nunca sale igual de una prisión. Siempre es otro.
- Un padre no está preparado nunca para ver entrar a su hijo en prisión. Me hubiera resultado más sencillo cumplir yo condena. Pero gracias a la labor de la gente como Pepe, Paco o Guillermo, el paso de mi hijo por ella no fue tan malo como pudo haberlo sido.
- Yo me comí 12 años en una celda. Dentro dejé la heroína. Ahora tengo un trabajo y he podido encauzar mi vida. Pero cuando estaba a punto de salir me comía el miedo. Temía volver a caer en la misma vida de antaño.
“Se condena la pobreza"
Desde 1984, el cura Paco viaja cada verano a Centroamérica para tratar de ayudar en la escolarización de menores y llevando medicinas a zonas selváticas. Su primer viaje fue a Nicaragua. Allí conoció a Daniel Ortega, por aquel entonces un revolucionario y hoy presidente de su país pero con trazas de caudillo.
El sacerdote jerezano frecuentó también El Salvador y Honduras. Desde hace años, ya sólo trabaja en este último país. En junio de 2019 tiene previsto volver durante varias semanas.
En San Pedro Sula, la segunda gran urbe de Honduras y durante años ciudad más peligrosa del mundo no en guerra, el cura Paco ha llegado a dar misa en prisión acompañado del obispo Ángel Garachana. Estaba rodeado de mareros, de violadores, de ladrones, de pederastas…
“Ojalá un día no haya cárceles porque hayamos creado un mundo mejor”, dice el cura. Mientras no se consiga, seguirá llevando grabada en la mente aquella frase que un día vio “en un chabolo” de la prisión de Sevilla y que recita como si la estuviera leyendo en estos momento. “En este lugar maldito, donde reina la tristeza, no se condena el delito, se condena la pobreza”.