Laura Luelmo viajó al sur hace dos semanas y media desde Zamora, en Castilla y León, hasta la Cuenca Minera de Huelva, en Andalucía, para trabajar como profesora interina de plásticas en el instituto Vázquez Díaz de Nerva. Se incorporó a su puesto el 4 de diciembre. Una compañera profesora de este mismo instituto le facilitó como alojamiento una casita -que resultó maldita- de su propiedad que ella tenía deshabitada en el vecino pueblo de El Campillo, situado a ocho kilómetros al oeste de Nerva, pasando Minas de Riotinto.
Su amable benefactora no le cobró nada por la vivienda sino que se la cedió gratuitamente, precisan vecinos de El Campillo, que señalan que esta dueña es natural de Sevilla. La casita está arriba de la cuesta de la calle Córdoba, en la izquierda. Un rótulo indica que es el número 13 de la calle, aunque en el catastro figura como el 14. Tiene 54 metros cuadrados en una sola planta, dos ventanas con rejas dando a la calle, una puerta metálica con la parte superior de barras y cristal, sobre dos peldaños. Una pegatina pequeña y gastada de la empresa de seguridad Securitas advierte en la puerta de que estamos ante una “Instalación protegida” pero no hay rastro de ningún sistema de alarma.
La casita es modesta pero bastante nueva. La mandó construir en 2009 -según consta en el catastro- un hombre de entonces más de 70 años sobre el solar que había comprado. Este hombre es Manuel Montoya, un vecino de Cortegana, pueblo de la sierra de Huelva a 46 kilómetros al norte de El Campillo. Además del solar donde edificó esta casita, Manuel había comprado además en la acera de enfrente otra vivienda de una planta, la del número 1 de la calle Córdoba, que está situada justo enfrente de la que vendría a habitar una década después Laura Luelmo, la profesora de 26 años que empezaba una nueva vida en diciembre en este rincón del mundo.
Una vivienda de unos 30.000 euros
Manuel se quedó con la casa vieja, del año 1900 y con 49 metros cuadrados, y la casita de construcción nueva de 2009 la vendió enseguida a la profesora. Ahora, después de la crisis, una vivienda de este tipo vale en El Campillo entre 30.000 y 35.000 euros. Las dos casas vecinas y fronteras, la vieja del número 1 y la nueva del 13, han permanecido vacías la mayor parte del tiempo, según recuerdan las escasas familias, unas cinco, calculan, que habitan en esta calle al norte de El Campillo, donde acaba el casco urbano y empieza el campo.
No es lo mismo vivir en el centro histórico de un pueblo o en una urbanización campera de lujo que en las afueras donde acaban las casas y el asfalto termina para dar paso a los caminos de tierra, con y sin salida. Esta esquina refleja el urbanismo y la vida en el despoblado universo rural del interior de España. Es el reino del silencio y la paz, también a menudo de la falta de horizontes pese a las amplias vistas, como cuando a final del siglo XX se hundió la industria minera que ha resucitado en parte en los últimos años. Se ve a muy poca gente por la calle, aunque la que hay, cuando se le pregunta, asiste enseguida al forastero, a la forastera.
Una pareja pasea a su perro; otro vecino lo hace, caída la noche, solo. Saludan, conversan. Son buena gente. En sus primeros días en El Campillo, Laura puede disfrutar en sus paseos a pie o corriendo del ancho y extraño paisaje que se abre a lo lejos en cuanto baja a la calle, un paisaje natural, el de la sierra de Aracena al fondo, y el paisaje artificial, casi extraterrestre, de las cortas mineras de Riotinto y los montes de residuos minerales que forman pirámides de terrazas como antiguos zigurats. Con sus 2.000 habitantes, El Campillo es más grande que el pueblo materno que frecuenta, Villabuena del Puente, en Zamora, que tiene 700, de manera que esta mudanza a la soledad silenciosa del mundo rural no es del todo nuevo para ella.
Después de este verano, Manuel, el antiguo propietario y constructor de la casita a la que vendrá Laura, anuncia a un vecino que a finales de octubre se instalará en la vivienda vieja del número 1 un hijo suyo que “viene de Barcelona”. En realidad, este hijo, Bernardo Montoya Navarro, acaba de salir el 22 de octubre de la cárcel tras cumplir dos condenas por robo con violencia cometidos contra sendas ancianas en su pueblo de origen, Cortegana. Esos delitos son suaves comparados con los que motivaron sus condenas anteriores: asesinó a otra anciana vecina de Cortegana en 1995 y asaltó con un cuchillo a una vecina de 27 años de El Campillo mientras disfrutaba de un permiso penitenciario en esta misma casa en abril de 2008. En este caso, lo condenaron a año y medio por amenazas, por conformidad de las partes, aunque ahora sabemos que aquello fue en realidad, como sintió la víctima, mucho más: un intento de violación y asesinato frustrado.
La casita, una trampa mortal
Bernardo, de 50 años, lleva ya más de un mes viviendo tranquilamente de incógnito en esta casita, sentado en la puerta al sol, sin que nadie alrededor sepa de sus antecedentes, cuando llega a la de enfrente la nueva inquilina, de 26. Se fija en ella. La vigila, acecha a su nueva presa. El resto de lo que ocurre desde el 12 de diciembre ya lo sabemos: la asalta, la viola (aunque él solo ha reconocido el intento) y la asesina, para arrojar luego su cuerpo en un camino sin salida en el campo, según ha confesado este martes.
Desde la Comandancia de la Guardia Civil en Huelva han traído al detenido de vuelta a su casa, frente a la de su víctima. Ha tenido que asistir, esposado, cabizbajo, al registro legal que no se hizo mucho antes, cuando el jueves llegaron ya los agentes para buscar a la desaparecida y no entraron a buscar en la guarida del agresor reincidente de mujeres solas. Indignados, decenas de vecinos, seguidos por periodistas, se han saltado la cinta del cordón policial para acercarse a la puerta e increpar a Bernardo al grito de “¡asesino!”.
Quizás nunca se había juntado tanta gente en esta calle solitaria en la frontera entre el pueblo y el campo. La casita del número 13 a la que llegó por un hospitalario favor se convirtió en una trampa mortal por culpa de un vecino de pesadilla hecho carne y hueso. Si desde ahora en los pueblos de casas abiertas empiezan a cerrar las puertas, además de la violencia habrá triunfado el miedo.