Calle General Espartero, nº 107 (Alicante), madrugada del 9 de febrero de 1999. Qué lentas pasan las horas cuando se espera algo trascendente. Aquella noche sólo estaban en casa Margarita, su marido y su hija. El chico, Juan Alberto (19 años), se había quedado a dormir con su abuelo materno, Manuel.
La niña, Belén (16 años), ya dormía. Tenía el sueño robusto como el acero y era difícil que se despertara. Juan, el marido de Margarita, también tenía un buen dormir pero esa noche, mucho más. Ni un incendio lo despertaría. Su esposa se había encargado de atiborrarlo de somníferos en la cena y lo había acompañado a la cama. Ella prefirió quedarse en el sofá, vestida, a ver la televisión. Había sido precisamente viendo una película, El graduado, cuando se le ocurrió contratar a dos amigos de su hijo para que acabaran con la vida de su marido a cambio de seis millones de pesetas. En la ficción, la mujer madura lo hacía por sexo. Ella, por liberación, pensaba persuadida de sus actos.
En ese momento, en el aparato unos señores trajeados hablaban, muy sesudos, de no sé qué del euro, la nueva moneda única que ese año se había introducido de forma oficial en los mercados financieros y que iba a cambiar la economía de Europa. Se quedó adormilada, entre la tele, el euro y los ronquidos lejanos de Juan.
A las cinco de la madrugada se despertó sobresaltada para enfrentarse a la realidad. Apagó el televisor y bebió agua, tenía la boca muy seca. Se había hecho tarde. Llegada la hora de la verdad notó cómo el deseo y el temor se entrelazaban en su estómago provocándole una náusea. Deseaba que los jóvenes estuvieran en el portal, como habían convenido, pero al mismo tiempo temía que estuvieran.
Su respiración empezó a agitarse, no así su decisión. Buscó la calma en su interior. Lo tenía muy claro. Se estiró la falda… se atusó los cabellos… y respiró hondo. Bajó los escalones de dos en dos hasta el portal y allí los vio, en la calle, esperando. Moisés, Moe (19 años), compañero de instituto de su hijo, y Francisco Leonardo (21 años). Le recriminaron en voz baja que llevaban esperando una hora y media, “me quedé dormida”, respondió ella como si fuera lo más normal del mundo. Los jóvenes llevaban estampada en sus rostros la gravedad de lo que estaban a punto de cometer. La gravedad de un acto irreversible.
Sicarios y amigos del hijo de la asesina
Subieron en silencio hasta el piso. Margarita cerró la puerta de la habitación de su hija y abrió la del dormitorio del matrimonio, que estaba al otro lado de la casa. Le puso en la mano a uno de ellos un martillo de carpintero, grande como el miedo que los chicos comenzaban a notar en sus cuerpos.
- Ahí lo tenéis –sentenció y salió del dormitorio, no quería presenciar lo que iba a ocurrir.
La respiración del hombre contenía la densidad del sueño más profundo sin ningún presagio. Francisco no fue capaz de usar la maza. Entonces Moe, en un movimiento rápido, se la arrebató y la alzó para después dejarla caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza del hombre dormido, Juan Galán Andrada. Ese era el fin de sus 43 años.
Con cada martillazo que se hundía en el cráneo de Juan, a Margarita le caía una infidelidad en el regazo. Se refugió en la habitación de su hija, cerró los ojos y apretó su vientre con los brazos, como si quisiera sacarse de las entrañas los restos de su marido.
Demasiadas mentiras. Demasiadas infidelidades. Y mira que el año pasado le pidió que la dejara, a la última, Juana, una joven de 26 años que vivía en la misma calle que ellos. Por eso tuvieron que cambiarse. Margarita y Juan se habían casado en Salamanca hacía 20 años. Desde siempre, él atesoró un reguero de conquistas a las que agasajaba con regalos y salidas a restaurantes caros, lo que nunca hacía con su mujer. Llevaban cuatro años viviendo en Alicante.
Juan lo negó todo pero Margarita le enseñó las evidencias, había contratado a un detective y tenía fotografiados todos los movimientos de la pareja. Se veían en el piso de un amigo, en El Palmeral. Juan acabó pidiéndole perdón. Era octubre de 1998. Sin embargo, hasta aquel fatídico 9 de febrero del siguiente año no sólo no dejó de ver a Juana sino que lo hizo con más intensidad. Y Margarita lo supo.
Cuando el martillo, después de varios golpes de la mayor brutalidad, se quedó incrustado sin posibilidad de volver a ser extraído, Moe informó a Margarita: “¡Ya está!”.
Pero entonces, ya en la entrada, a punto de marcharse para seguir con la ejecución del plan, se produjo una situación tan insólita como dantesca: del dormitorio salían gemidos ahogados, agónicos. Margarita, temblándole las piernas, se asomó y vio a su marido intentando incorporarse de la cama con el martillo clavado en la cabeza, todo él ensangrentado. Fue terrible, una visión espantosa, pero no era ni más ni menos que el resultado de lo que ella, perversa y cruelmente, había pergeñado.
El cadáver, en un carro de la compra
A punto estuvo de desmayarse. “¡Rematadlo, por Dios!”, les rogó balbuceando. Fueron instantes de confusión y muerte. A pesar de la subida de adrenalina que afectaba a los tres por igual, hablaban en voz baja para que la hija no se despertara.
Los jóvenes cogieron una segunda maza con la que acabaron el macabro trabajo, dejando a Juan irreconocible.
A pesar de lo escabroso de la escena, Margarita sentía que terminaban, con ello, sus sufrimientos. “Ninguna mujer se fijará ya en ti; nunca volverás a maltratarme; se acabaron los desprecios y las humillaciones…”. Ideas que pasaron como un tanque por su mente, arrasando la cordura. Se acordó de aquel día en el que veían en las noticias la muerte de una mujer a manos de su marido y él le dijo, apurando un botellín de cerveza: “Mira, así acabarás tú”.
A las siete de la mañana, asegurándose de que la puerta del dormitorio donde yacía el cadáver de su marido estaba bien cerrada, despertó a Belén para ir a casa del abuelo, con su hermano. Después regresó a su domicilio y esperó la llegada, de nuevo, de Moe y Francisco para rematar el plan.
Mientras ellos envolvían en plásticos el cuerpo de Juan, y después con una cortina sellada con cinta aislante, Margarita metía en bolsas de basura sábanas, mantas y la ropa, zapatos y enseres que había utilizado la víctima en las últimas horas. Le costó limpiar la sangre de las paredes.
Ahora ya sólo quedaba esperar a que abrieran el supermercado próximo al domicilio para sustraer un carrito en el que transportar el cadáver. Alrededor de las 9 y media de la mañana se hicieron con uno sin levantar sospechas y lo subieron por el ascensor del edificio. Enrollaron el cuerpo como si fuera una alfombra gigante, lo introdujeron en el carro de la compra y lo bajaron en el mismo ascensor hasta el garaje. Entre los tres lo introdujeron en el maletero del coche familiar, un Seat Córdoba de color azul y, con Margarita al volante, atravesaron el barrio de Villafranqueza hasta llegar a una casa abandonada, Les Festetes, en el camino de Las Parras.
Allí rociaron el cuerpo con gasolina y dejaron que ardiera hasta consumirse. Durante el trayecto habían tenido la sangre fría de parar en una gasolinera para repostar y conseguir el combustible. Abandonaron el lugar, convencida Margarita de que se iniciaba para ella una segunda oportunidad en la vida.
Por la noche arrojó el colchón a la basura y creyó que ya todo estaba terminado. Se durmió sin imaginar que la policía había hallado el cadáver de Juan antes de que acabara de calcinarse.
Las siguientes horas y días se convirtieron en un torbellino que avanzaba sin que pareciera afectar a Margarita. Como si no le atañera. Sobre la extraña desaparición de su marido contó a los más allegados que estaría con alguna de sus habituales conquistas. Lo de su padre fue más chocante. Le explicó que había recibido las llamadas de unos individuos que amenazaron con matar a sus hijos si no les daba seis millones de pesetas y que creía que detrás estaba la mano de Juan. O sea que se trataba de un chantaje en toda regla.
Margarita tenía que conseguir como fuera el dinero prometido a los sicarios y que, por supuesto, no tenía.
A la búsqueda del dinero
Oficina del BBVA, calle Maestro Alonso (Alicante), 15 de febrero de 1999. Padre e hija se presentaron en la sucursal con intención de solicitar un préstamo personal de seis millones, “lo necesito para afrontar unos pagos pendientes y realizar algunas reformas en su casa”, argumentó Margarita.
Manuel estaba asustado con toda esa historia; temía por la vida de sus nietos y su hija. Al cabo de tres días volvió al banco para recoger la primera entrega del dinero y aprovechó para sincerarse, contando con soltura al director de la sucursal el destino, que él creía verdadero, de los tres millones de pesetas que recogía esa mañana. Como era de esperar, el director avisó a la policía y en breve se personaron varios agentes del Grupo de Homicidios.
Calle General Espartero, nº 107 (Alicante), 11.30 h. AM, 18 de febrero de 1999. Manuel había quedado con su hija para darle el dinero que tenían que llevar a un bar de la zona de Los ángeles donde supuestamente les habían citado los chantajistas. Pero el abuelo no se presentó solo. Lo acompañaban unos policías encargados de que todo saliera bien.
- Antes de irnos sería bueno para la investigación que respondiera a algunas preguntas sobre la desaparición de su marido.
Esas palabras se colocaron en el inicio de la pendiente que marcaba el fin para Margarita. Presintió que se disipaba su efímera liberación. No entendía por qué; tenía tan claro que su plan estaba tan bien ideado… Le hablaron de un reloj que la mujer conocía a la perfección. Lo que no sabía era que habían encontrado la tapa de dicho reloj medio quemado pero en la que se podía ver el número de serie. Comprobaron que fue Margarita Jimeno Hernández quien lo había adquirido tres meses antes en la relojería Campoamor.
Al marcharse la policía permaneció en la vivienda la huella indeleble de Juan y la certeza de que no iba a dejarla descansar jamás.
Calle General Espartero, nº 107 (Alicante), 24 de febrero de 1999. Un mal día para Margarita.
- ¿Trabaja usted como limpiadora en el hotel Mío Cid? –preguntó el policía.
- Así es.
- ¿Y por qué nos ha ocultado que faltó a su trabajo los días 9 y 10 de febrero?
- Oh… lo olvidé. Es que mi hijo estuvo enfermo.
- Ya… Eso fue lo que le dijo a su encargado. Sin embargo, antes de que llegara, hace unos minutos su hijo nos estaba contando que no estuvo enfermo.
Juan Alberto, presente en ese momento, agachó la cabeza barruntando que su familia se estaba descomponiendo. No pudo mirar a su madre. O tal vez no quiso.
- ¿Le suena de algo este trozo de cortina? –el agente se lo mostraba a la interrogada.
- Claro, es de casa.
La puerta de su liberación acababa de cerrarse definitivamente. Ella no sabía que la tela había sido encontrada junto al cadáver calcinado de su marido. Procedieron sobre la marcha al registro de la vivienda. En el dormitorio principal faltaba una cortina entera como la muestra que llevaba la policía, además de hallar restos de sangre en la cama y uno de los dos martillos en la caja de herramientas.
Margarita se derrumbó, ante los agentes y su hijo, y también ante sí misma. Confesó algunos detalles del crimen que convertían en inequívoca su culpabilidad. Y se preguntó, camino de la cárcel, por qué la fatalidad quiso que aquel día la película del sábado fuera El graduado.
LOS DATOS:
- Contrató a dos sicarios, amigos de su hijo de 19 años, para matar a su esposo, Juan Galán Andrada, de 43 años (el 9 de febrero de 1999).
- Fue detenida sólo quince días después del crimen.
- En junio de 2000, la Audiencia de Alicante la condenó a 16 años de cárcel. El veredicto del jurado fue muy polémico. A Moisés Macía, Moe, lo declararon inocente, mientras que su colega Francisco Leonardo García acabó sentenciado a un año y medio de prisión por encubrimiento.
- La fiscalía, que consideraba a ambos jóvenes autores materiales del crimen y a Margarita, inductora, llegó a declarar públicamente que solicitaría la reforma de la Ley del Jurado “para evitar veredictos de este tipo”.
- El Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana falló a favor del recurso presentado por la Fiscalía y la acusación particular, y declaró nulo el juicio y, por tanto, el veredicto y la sentencia.
- Finalmente, Margarita, Francisco Leonardo y Moisés fueron condenados a la misma pena: 23 años de cárcel.
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