– ¿Qué le diría su mujer ahora?
– “No lo sé. Supongo que, como era muy humilde, se sorprendería. Me diría que cómo hice esto. Pero creo que se daría cuenta de que la quería...”.
Eutimio, mirando al cielo, llora. No se puede contener –y tampoco es necesario–. Deja, por un momento, de sonreír. Apaga los parpados en silencio. El recuerdo lo atenaza. Trajeado y elegante, impoluto y acicalado, ha acudido a su particular santuario: un obelisco de 45 metros de alto -algo menos de la mitad de las Torres Kio- construido a la entrada de Pino del Río (Palencia) para honrar la memoria de su mujer Concha Villacorta. “Aquí me siento en paz, tranquilo. Es como si, de nuevo, volviera a estar con ella”, explica, a los pies del monumento, a EL ESPAÑOL. A su alrededor, sólo el viento rompe la quietud. Nada más. El pueblo, de apenas 200 habitantes, contempla desde abajo, como una hormiga, una construcción faraónica, el símbolo de un amor que germinó en esas mismas calles.
De aquel fogonazo inicial, de la primera llama, ha pasado mucho tiempo. Eutimio Montero (Pino del Río, 1937), a sus 82 años, salta entre décadas y anécdotas para explicar su historia de amor y por qué decidió construir el obelisco. “Yo creo que pensaban que estaba loco, pero es lo que me ayudó a tirar para delante en aquellos momentos difíciles”. Su mujer, Concha, murió en 1993 de “algo muy malo”. Y él lo pasó mal. Muy mal. “Me quedé tocado. Crees que nunca va a llegar y, sin embargo, ocurre. Perdí la fe. Dejé de ir a la Iglesia -aunque más tarde volvería-”, lamenta, alicaído.
Él había pensado en brindarle un homenaje a Concha “haciendo alguna cosica, nada más”. Jamás atisbó levantar un monumento de tal envergadura. Sin embargo, surgió así. Primero, encargó la estatua de su esposa. “La llevé desde Barcelona –donde vive actualmente– hasta Pino del Río”. Sin saber dónde ponerla, aunque con una ligera idea. Tanto él como su mujer habían viajado mucho. “Habíamos estado en Egipto, en Italia...”. Y, tras darle muchas vueltas, pensó: ‘Voy a ponerle un obelisco’. Dicho y hecho. Lo encargó a una empresa palentina (Maxi y Carlos) y a un arquitecto madrileño.
Durante dos años, fueron edificando un monumento que alcanza los 45 metros (el de Calatrava, en la rotonda de Plaza Castilla, supera los 90), con otros 10 hacia abajo para asegurar los cimientos y hormigón para dar estabilidad a todo. “Ni terremotos ni vientos ni nada. Como mucho, se podría torcer”, explica. La construcción es firme. En la base, descansan la estatua de Concha, el año de inauguración, una placa de recuerdo y un cuadro de mármol que une, metafóricamente, el obelisco con el sol y con el cementerio de Pinar del Río, donde yace su mujer. En lo alto, San Pedro, patrón del pueblo, el que abre las puertas del cielo, y unas luces para iluminarlo por la noche. “Mis dos hijos pensaban que se me había ido de las manos, pero cuando lo vieron levantado… se alegraron. Al fin y al cabo, es un homenaje a su madre”.
Hijo de pastor y enamorado en un baile
Es el mejor recuerdo de una historia de amor germinada 80 años atrás. Eutimio conoció a Concha de pequeñito. Vivían en la misma calle, iban al mismo colegio y acudían a los mismos ‘guateques’. “Creo que todo empezó con un baile en aquellos días...”. ¿Y como consiguió enamorarla? “No lo sé, supongo que le dije que la quería”, bromea. Eran otros tiempos, no había televisión ni teléfono móvil. “Nos pasábamos el día en la calle, el pueblo era más grande (llegó a tener 1.200 habitantes), había escuela, teníamos alrededor de 90 niños”. Todo era muy diferente.
Eutimio lo aprendió todo en el campo. No le gustaba ir con las ovejas, pero se “partía el lomo” recogiendo patatas. Y tampoco estudió una carrera. Él ayudaba en casa, tenía “que llevar dinero”. Y así se crió: “Feliz, sin problemas, de la forma más sencilla”. Hasta que encontró el amor. Entre baile y baile, ambos se convencieron mutuamente de que estaban hechos el uno para el otro. Se veían por las calles, en la plaza y volvían a casa a las 10. “¡Eran otros tiempos!”, lamenta. Entonces, decidió dar un paso al frente. Se casaron en Pino del Río. “Fue una fiesta. Entonces, había menos etiqueta, pero se pasaba muy bien. En el banquete, comieron cordero, pollo –“del bueno”, apuntilla– y productos de la tierra. “Aquí nunca pasamos hambre. Había leche, judías, patatas.. Todo lo que se cosechaba”.
Pero llegó el momento de partir. Un año después de casarse, Eutimio y Concha hicieron las maletas. Era 1960. “Comenzó la desbandada. El campo era muy duro y teníamos que buscarnos la vida. A la larga, sólo se ha quedado uno de mis hermanos aquí”. Él emigró a Barcelona. Con dolor y con pesar. Tenía 24 años y no quería dejar su tierra. Allí lo tenía todo y lo dejaba todo: a sus amigos, a su familia… Pero era ley de vida. Ligero de equipaje, se marchó con su mujer y su hijo.
A la Ciudad Condal, llegó sin miedo, pero con respeto. “Nos fue muy bien”. Eutimio puso un bar, después un restaurante… Junto a su mujer consagró su vida a la hostelería. “Ella era muy trabajadora, lo hacía todo con tanto gusto, con tanto cuidado...”. Y todo lo que se hace con mimo sale bien. El negocio familiar tornó en una empresa de catering que lleva uno de sus dos hijos –el otro trabaja en la Universidad Autónoma–. “¡Menos mal que siguen la saga, así me puedo seguir pasando de vez en cuando!”, celebra.
En la Ciudad Condal, es feliz. Tiene dos hijos y siete nietos, todos aficionados del Barcelona. Eutimio es el único del Madrid. Pero no le importa. “A veces, se meten conmigo, pero...”. A él le gusta –aunque sea un poquito– llevar la contraria. Así lo hizo cuando decidió honrar a su mujer con un monumento de 45 metros de alto. Entonces, todos creían que estaba loco. “¿Cómo? ¿Un obelisco? ¿En serio?”, le decían. A él le dio igual. Quería hacerlo. Es lo que le apetecía para honrar la figura de su mujer. Y es lo que hizo. En 1993 se le ocurrió la idea. Dos años después, con Eutimio vigilando con viajes periódicos la construcción, estaba terminado.
En 1996, lo inauguraron. “Vino todo el pueblo, el gobernador, el alcalde, el obispo… Todos”. La fiesta fue monumental. De repente, Pino del Río se convirtió en el único pueblo de España que cuenta con un obelisco de 45 metros. Eutimio, de nuevo, al construirlo, volvió a sentir que se encontraba más cerca de Concha. Desde entonces, acude al pueblo y la visita. Habla con ella, intercambia reflexiones, piensa… Allí, se siente bien. Mira, desde lo alto, cómo el colegio donde se crió ha desaparecido. Ya no hay niños. No quedan, apenas, historias de amor. La suya, sin embargo, no morirá jamás. “Fue todo tan bonito...”, lamenta. Le toca volver a Barcelona. Pero regresará. Se lo ha prometido, antes de irse, a Concha. Es lo único que no olvida en su vida.