Noemí estaba preocupada. Su hija, María, madre de los dos niños muertos (uno de ocho meses y otro de tres años y medio) en Godella (Valencia), era una mujer particular, pero nunca había llegado al extremo de estas últimas semanas, en las que ni la miraba. La veía como una enemiga por querer quitarle la custodia de sus hijos, por pensar que estaban en peligro.
En efecto, así era: el mayor llevaba desde el 20 de febrero sin acudir al colegio y mantenía ocultos a los críos en la casa okupa donde vivía junto a Gabriel Salvador, su pareja. Creía que los pequeños estaban poseídos y que tenía la obligación de curarlos como fuera. Eso puso sobre alerta a la abuela, que llamó a los Servicios Sociales. “Tengo miedo por mis nietos”, advirtió Noemí. Lo hizo en repetidas ocasiones, según cuentan los vecinos a EL ESPAÑOL.
Antes, en 2016, esos mismos Servicios Sociales ya habían recibido un aviso por "un conflicto de convivencia vecinal". Pero tras hacer un seguimiento, se "archivó el expediente porque la familia abandonó el municipio". Aquello quedó en nada, pero Noemí ya estaba preocupada por la vida que llevaba su hija María.
María procedía de una buena familia, conocidos arquitectos en Rocafort. Políticamente, se oponía al capitalismo y se declaraba antisistema, ecologista y animalista. Llegó a ser detenida por provocar diversos altercados durante las manifestaciones del 15-M en el año 2011. Le gustaba vivir a "su aire", alejada de los estándares en los que había sido criada, como reconocen sus vecinos.
"Sabíamos que se ponían hasta el culo"
Así lo hizo María, que se instaló en una casa okupa entre las localidades de Rocafort y Godella, al pie de una de las urbanizaciones con más renta per cápita de Valencia, Santa Bárbara, donde viven futbolistas, abogados y, en definitiva, familias "pudientes". Entre sus ilustres vecinos, Robert Fernández, ex director deportivo del Barcelona, y Roberto Ayala, ex jugador del Valencia.
Todo eso preocupaba a la abuela. La madre ofreció a la hija vivir en su propia casa, dejarle una de las habitaciones hasta que ella, su marido y los niños tuviesen dinero para independizarse. Pero ella se negó. Quería vivir al margen y se instaló en ese inmueble medio en ruinas, sin techo, con las paredes cayéndose y en evidente estado de insalubridad.
Noemí, mientras, luchaba contra molinos de viento. Intentaba de todas formas que su hija, que sobrevivía junto a sus nietos en unas condiciones infrahumanas, se trasladase con ella a Rocafort (está a apenas unos kilómetros de la casa okupa), donde ella vivía, en unos chalés de clase alta en los que no le hubiese faltado una habitación.
Allí, sin agua y sin luz, donde jamás debería vivir un bebé, se instaló junto a sus críos. Con ella, su media naranja, Gabriel, recolector de animales muertos y calaveras. Un "iluminati" naturista y con creencias "extrañas". "Realmente, siempre hablaba de cosas raras. Estaba un tanto zumbado”, cuenta una vecina. "Sabíamos que se ponían hasta el culo", añade, en referencia al consumo de drogas de la pareja -entre ellas, setas alucinógenas-.
Todo este panorama se veía acrecentado por los problemas psiquiátricos de la pareja y, en concreto, por la esquizofrenia diagnosticada María. El cóctel perfecto para el germinar de una tragedia que anticipó Noemí.
El 11 de marzo, cuando su hija le dijo que se iba con "el creador", avisó a los Servicios Sociales. La Policía acudió a la casa okupa. María los recibió con su bebé en brazos. Aludió que lo dicho por su madre era parte de un conflicto familiar. Se marcharon de allí constatando que todo estaba en orden. "Es increíble. Cualquiera que viera donde vivían se habría dado cuenta de que esos niños, con esos padres, no estaban seguros ahí", admite un vecino.
"No estaban bien de la cabeza"
El día 13 de marzo, Noemí volvió a contactar con el Teléfono del Menor. Les informó de que Aimiel, el mayor de sus nietos, llevaba desde el 20 de febrero sin asistir a clase. Y así era: el centro contactó con la madre y esta se excusó diciendo que no iba porque Gabriel había encontrado trabajo en otro municipio y se iban a trasladar. Esto no le bastó al centro, que le pidió a la madre que hiciera los trámites en persona. Nunca los hizo.
Un día después, la Policía recibió una alerta del 112 que decía que habían avistado a un hombre que perseguía a una mujer semidesnuda y ensangrentada. Vieron a ambos corriendo por el campo.
Intuyeron que eran ellos, y por eso los agentes se presentaron en la casa okupa. Encontraron primero a Gabriel, el más reconocible por los vecinos, el que llevaba a Aimiel al colegio y cantaba por los bancos de Rocafort -entre sus canciones, una que decía: "Los cuentos siempre acaban bien, pero la magia está en no pecar"-. El mismo al que habían despedido de un bar hace menos de un mes por llegar tarde al trabajo, y por consumir estupefacientes.
"No se preocupen. Están todos muertos", espetó Gabriel, entre frases inconexas, a la Policía. Y después les indicó que María había ido a buscar una piscina para reencarnar a sus hijos. A ella la encontraron en un bidón, con rasguños y ensangrentada. Fue detenida y, tiempo después, guio a los agentes al lugar donde estaban enterrados los niños. Desde este viernes, está ingresada para constatar si psicológicamente se encuentra en disposición de declarar.
Los pequeños, según la autopista, murieron debido a sendos golpes en la cabeza. La primera hipótesis que se baraja, en base al testimonio del padre, es que Gabriel y María discutieron la mañana de este pasado jueves cuando él preguntó dónde estaban sus hijos. Para entonces ya estaban muertos. Todo apunta a que ella habría acabado con la vida de los menores cerca de la piscina. Fue allí donde la Guardia Civil encontró sangre.
La lucha de la abuela Noemí, profesional de servicios medioambientales, resultó en vano. Y los Servicios Sociales tampoco, parece, tuvieron tiempo de actuar con la celeridad necesaria. Ni siquiera el colegio, que estuvo desde el día 20 de febrero sin ver por allí al mayor de los niños asesinados. Los vecinos, en cambio, presagiaban lo peor. "Él siempre tenía las manos sucias y el niño iba muy desarreglado. No estaban bien de la cabeza. Lo sabía todo el mundo". ¿Por qué entonces nadie con competencias hizo algo por los niños? Eso es lo que se preguntan en Valencia varios días después de la tragedia.