Santiago Seoane dice que su trabajo es el propio de un “médico de la piedra”. Su hermano José Andrés explica que lo más difícil es lograr darle la gracia a las rocas, dotarlas de alma y de expresión, algo al alcance de muy pocos. Girando por la zona trasera de la catedral de León, Pelayo, el más reflexivo, el tercero de los hermanos, niega con la cabeza al observar la reforma de una diminuta muralla. “Ya no saben tratar la piedra. Estas técnicas modernas…”. Luego callan los tres para sumergirse en los innumerables recuerdos de sus viajes como restauradores de centenares de catedrales. Un oficio que ejercen tal y como les enseñó su padre.
Los tres tienen, respectivamente, 77, 72 y 67 años, y son los tomos de una enciclopedia andante del arte y del cuidado de las rocas. Tres leoneses, tres Leonardos modernos cuyas muescas y callos en las manos, horadadas por el martillo y el cincel, les delatan. Todos en la saga de los Seoane tienen la frente despejada y los ojos azules; lucen la barba canosa, sabia y poblada de los genios de las artes. Mayores y pequeños, se convirtieron en canteros, los orfebres que se dedican a sanar y a restaurar las piedras de las catedrales, por vocación y por tradición familiar. Incluso la tercera generación de esta singular familia tiene claro que esa querencia por moldear y arreglar templos de toda la geografía española no les vino a través de una suerte de aparición divina:
-Todos estamos en esto porque nos gusta, pero también por la influencia del 'abuelo' Andrés.
El tal Andrés, ya fallecido, no es un cualquiera. Fue cantero, tallista, escultor y restaurador. Reparó y restauró innumerables iglesias por toda España. “Un sabio humilde también. Él estaba siempre o en su taller o en su biblioteca, leyendo sus libros. Y no era hombre de darse muchos méritos”, dice Pelayo. Humilde era. Nunca se puso una sola medalla por aquella actuación crucial ocurrida 53 años atrás. Con ella consiguió sofocar el gran incendio que asoló los tejados de la catedral de León.
Las crónicas de la época, las condecoraciones y la familia están de acuerdo en esta verdad: Andrés salvó el templo del derrumbe, de una situación catastrófica, de la destrucción total de un gran símbolo en la ciudad 800 años después de que comenzara a construirse.
Esta semana todas las miradas se han vuelto hacia París. Notre Dame, el corazón de la ciudad, el monumento más visitado de Europa, testigo privilegiado de la historia, ardió como una tea incandescente. Por momentos se temió el fin de la que es acaso una de las joyas del gótico europeo. La catedral comenzó a construirse hacia 1255. En 1303 el obispo don Gonzalo Osorio, según las crónicas de la época, dijo que "la obra está en bon estado, merced a Dios".
Es La fecha en que se sitúa su finalización, aunque las sucesivas restauraciones continuaron hasta más allá del siglo XIX. Las bóvedas de crucería, los arbotantes, los gigantescos rosetones y la decoración escultórica la sitúan en el trono de la perfección en el gótico. La de León, cuyos arquitectos tomaron como modelo este y otros templos de influencia francesa, queda unida tanto en el estilo como en la tragedia.
Acaso la gran diferencia sea la gran aguja que Viollet-le-Duc construyó sobre el crucero en la restauración de mediados del siglo XIX. Este enorme pináculo fue lo que más daños provocó en la caída. Los tejados de la catedral de León también ardieron, pero ninguno de los tramos de sus bóvedas sufrió mella alguna.
Nuestra Señora de París, como la llamaba Víctor Hugo, estuvo al borde de la desaparición (su estado todavía preocupa), y a miles de kilómetros de allí, en León, los Seoane y muchos otros volvieron la vista 53 años atrás, al día en que un incendio muy similar casi se lleva por delante el templo y el símbolo de la ciudad. La intervención de un hombre que conocía el edificio como la palma de su mano lo cambió todo.
Sostenía Miguel Ángel que el escultor, al ver el bloque de mármol, ha de quitar lo que sobra para extraer las formas y los cuerpos de su interior. Él tan solo ha de ir podando hasta que surja la figura. Del mismo modo, el influjo de Andrés Seoane en sus hijos resulta inevitable. Sin quererlo, todos acabaron moldeados a imagen del abuelo de la familia. Más de cinco décadas después de su trascendental acto de heroísmo, El ESPAÑOL recorre la catedral y el centro de León con sus hijos, con la vista puesta en el centro herido de París.
“Andrés, hazte cargo de todo”
28 de mayo de 1966. Esa tarde muchos piensan que debe de haber llegado el apocalipsis. Una especie de plaga bíblica se ceba con la ciudad, y el pánico es la primera reacción del pueblo. La confusión reina junto con el humo y el fuego en el centro histórico de la ciudad de León. Un rayo ha caído sobre el majestuoso templo gótico en torno a las 18:30 horas, pero las llamas, cuentan los hermanos Seoane, no empiezan a apreciarse a pie de calle hasta dos horas después. Para entonces, la hoguera parece ya imparable. Es domingo, día santo de Pentecostés, y también jornada de calor, de ese bochorno seco y pegajoso que anticipa la época estival. Es día de ir a misa en la catedral.
La intensidad de la descarga eléctrica es absorbida por el pararrayos. Una de ellas resulta tan potente que el rayo recorre el hierro candente por dentro y acaba llegando a la cubierta de madera del edificio. La corriente se libera por doquier, como un látigo furioso y los techos de la catedral comienzan a arder.
A las ocho de la tarde, los fieles celebran misa dentro del templo. Más o menos sobre esa hora, el fuego es avistado a poca distancia, desde el seminario, y corren a la catedral para avisar a todo el mundo.
Las llamas devoran en unos minutos las cubiertas del templo: primero, las del crucero. Después, en la nave central. La iglesia es desalojada de inmediato y el techo arde cuando aparecen los bomberos.
“Aquello no lo controlaba nadie. Los bomberos que estaban en la nave central se habían colocado donde más peligro había”, dice Santiago. Es el único de los tres hermanos que están ese día en la ciudad. Los otros dos, Pelayo y Andrés, dos jóvenes fornidos que sobrepasan la veintena y trabajan ya en el taller de su padre, llevan pasando varios días fuera de la ciudad con un encargo de restauración. No logran regresar a León hasta unos días después.
-¿Cómo se entera vuestro padre?
-Le aviso yo, dice Santiago. Venía de casa de mi mujer, y al ver lo que había volví para avisarle. Bajamos los dos para acá.
-Había un desorden total. El gobernador civil, que era quien llevaba el control, le dijo a mi padre: "Andrés, hazte cargo de esto, pon orden, que se va a ir abajo". Papá dijo: "Bomberos fuera". Había unos debajo, por dentro, en la nave central, y claro, estaban en la zona donde más peligro había. En el peor lugar posible. Y mi padre: “Echarlos a todos fuera”.
Los tejados del templo continúan abrasándose y desde distintos puntos de la ciudad se percibe todo aquello como un brasero, una lujosa y mastodóntica caja de piedra acosada por el fuego enmarcada en el centro de la ciudad. La catástrofe continúa avanzando y parece difícil evitar el desastre. Como ahora en Notre Dame, los fieles observan en la distancia cómo se consume lentamente, de arriba hacia abajo, el símbolo de la ciudad.
En ese momento Andrés es el encargado de Patrimonio y el cantero restaurador de la catedral. Múltiples figuras y estructuras del templo han sido renovados por él. Conoce el edificio como si fuera su propia casa. Las llamas, dos alargadas lenguas de fuego, se apoderan ya de la techumbre y no parecen querer extinguirse. Pero él sabe perfectamente lo que hay que hacer.
Andrés toma una decisión, explican sus hijos, que solo puede partir de un profundo conocimiento del templo y de sus características. Los bomberos comienzan a utilizar el agua con precaución. “Hay que usarla con cuidado, para no sobrecargar las bóvedas. Papá sabía que las de aquí están hechas de una piedra que es muy porosa, y que aguanta el fuego, pero no soporta el agua porque la absorben y se quedan sobrecargadas”, dice Pelayo.
Y así, la primera orden es dejar que las llamas se extingan ellas solas, de forma natural. Andrés sabe que las bóvedas, uno de los elementos cruciales en una catedral gótica, están hechas para soportar muchas cosas. Sin embargo, las de la catedral de León están elaboradas con piedra toba, una roca volcánica ligera y de menos peso que, por ejemplo, el granito. Absorbe todo el agua que le cae encima, y claro, aumenta de peso de forma descomunal. Y el maestro sabe que esto resulta enormemente peligroso. Una leve descompensación al mismo tiempo en diversos puntos de la estructura y el edificio puede venirse abajo con la facilidad de un dominó medieval.
Gracias a su conocimiento de las estructuras de la Catedral, el abuelo de la saga de los Seoane logra evitar la tragedia. Exige mojar los muros en lugares estratégicos, obligando a que las llamas permanezcan solo en la parte superior, extinguiéndose en sus propias brasas. Entretanto, abajo, en el interior del edificio, los fieles van sacando las reliquias del interior del templo. Más que nada por precaución. A las once de la noche, cinco horas después del inicio del la catástrofe, las llamas parecen estar dominadas.
La saga de los Seoane
-El problema de la catedral parisina fue la aguja, que estaba hecha de madera y plomo, y con la caída destrozó una de las bóvedas. Parece que está salvada, aunque veremos, dice José Andrés.
-Hubo quien sugirió la idea de arrojar en París agua desde aviones.
-¿Agua desde los aviones? ¿Estamos locos o qué?, exclama un apabullado Pelayo.
-Precisamente eso es lo que nunca hay que hacer. Y siempre regar con cuidado, y conocer bien la piedra, para tratarla de un modo determinado. Hay piedras que arden con facilidad y otras que toleran el fuego. Esas cosas hay que saberlas.
El incendio de León y el de Notre Dame, 53 años después guardan la similitud de que la techumbre en madera de ambos edificios ardió como una tea en cuestión de horas. Pero entre ambas tragedias, una mayor que la otra, hay una diferencia fundamental: “La aguja de la catedral de París es lo que lo ha cambiado todo. Con la caída, al desplomarse ese trozo con tanta fuerza, los pesos se están descompensando. Como si quitas la pieza de un puzle. Por eso está siendo tan peligrosos y todavía tienen tanto miedo”, explica José Andrés.
Andrés Seoane padre comenzó esta saga de canteros y escultores en Santiago de Compostela, la ciudad que le vio nacer, en la que aprendió el oficio y donde vinieron al mundo Santiago y José Andrés, sus dos primeros hijos. Años después llegarían Pelayo y Manuel en Covadonga, cuando el patriarca se encontraba realizando las obras de restauración del santuario.
Tradicionalmente, el oficio del cantero ha sido un trabajo de viajeros trashumantes, una estirpe de picapedreros que saltan de una ciudad a otra en función de los encargos que les van surgiendo. El desarraigo y la aventura son dos de las características de este particular gremio y, por supuesto, de los Seoane. Padres y hermanos se han recorrido medio mundo arreglando y restaurando más de 30 catedrales diferentes, iglesias de todo tipo, esculturas, pinturas, murallas… Todos han seguido siempre la estela del abuelo.
Olvidado por la historia y por la ciudad
Dicen sus hijos que el padre no se daba nunca demasiada importancia. Y que quizás por eso no recibió todos los reconocimientos que merecía, ni siquiera después de morir en el año 1978. Su acción resultó crucial aquella noche del incendio para evitar la catástrofe. Las imágenes de la época cedidas por la familia a este periódico permiten apreciar que los tejados de la catedral quedaron como un esqueleto de madera carbonizada de decenas de metros de largo y de ancho.
Algo muy similar a las escenas que estos días están llegando desde París. Un edificio con forma de cruz latina totalmente calcinado en la parte superior. “Sin embargo -dice Santiago- gracias a mi padre al día siguiente ya empezaban a quitar las cenizas de los techos del edificio”. La estructura y el interior habían quedado a salvo. El informativo del NODO, al día siguiente, celebró que se había evitado lo peor: “Las primorosas vidrieras polícromas y los códices, libros y tesoros no han sufrido daños. Las pérdidas materiales son elevadas, pero este bello ejemplar del gótico sigue en pie como cuando fue edificado en el siglo XII”.
Pese a todo, muchos se olvidan de su nombre en las celebraciones que conmemoran la salvación de la joya gótica. En la época apenas se mencionó su nombre. Sin embargo, la familia conserva en su poder varios documentos oficiales de la época. Los hijos extraen de una bolsa una carpeta que llevan consigo para mostrar al reportero una condecoración que encontraron en el Boletín Oficial del Estado y que fue otorgada cinco meses después de los hechos:
“Orden del 1 de octubre de 1966 por la que se concede el ingreso a la Orden del Mérito Civil de Alfonso X el Sabio a don Andrés Seoane”
Un mes después del incendio, en una carta al director General de Bellas Artes, el Obispado de León reconocía la “inteligente y heroica intervención” del genio cantero Seoane. “Conocedor palmo a palmo de la catedral y de la fortaleza de sus bóvedas de piedra, fue el dirigente eficaz que concentró los medios de extinción sobre los lugares estratégicos, consiguiendo que a las pocas horas de aparecer las llamas, a las once precisamente, comenzaran estas a ser dominadas”.
A las dos de la tarde del Miércoles Santo, dos días después del incendio en Notre Dame, los hijos y los nietos de Seoane se dirigen a la portada de la catedral de León, a las impresionantes y antiguas esculturas que fueron situadas en la portada ocho siglos atrás.
Ahí se encuentra la obra cumbre del patriarca y salvador de catedrales. “Al abuelo, que era humilde, no le gustaba firmar sus obras. Solo dejó una con su nombre. Y es esta”. Se refieren a la copia de la Virgen Blanca de la catedral de León, emblema local, una escultura imponente que preside el parteluz de la entrada principal que da acceso al templo.
Se trata de una majestuosa obra, elevada unos pies del suelo, ejerciendo de cariátide protectora que recibe a los visitantes del templo. Y ahí, en un lateral, a los pies de la Virgen, dejó para siempre esculpidas sus iniciales en el templo que logró salvar de las llamas.