La historia de Ana Díaz Benjumea (Madrid, 1962) no tiene principio ni, por ahora, fin. Un número de seis cifras dirige -o más bien, ha destruido- su vida, sin apenas llegar a ser consciente. Llegó en un sobre hace seis años. En el remitente, Agencia Estatal de Administración Tributaria; en el interior, 857.000 euros que debía pagar sin saber por qué. Y sobre todo cómo, porque no podía, ni puede.
Rauda, Ana acudió a las oficias de Hacienda para preguntar si tal deuda se trataba de algún tipo de broma o simplemente una equivocación. Los técnicos que le atendieron ni siquiera pudieron darle una respuesta. Observaban los documentos, registros y demás papeleo con la misma perplejidad que esta malagueña adoptiva había sentido minutos antes en su casa.
—No, no...no sabemos qué decirte Ana, no hay explicación, tienes que pagar.
No había una sola página en la que el fisco le dijese de dónde procedía tal suma de dinero ni tampoco por qué ella tenía que pagarlo. Pensó, al principio, que podía deberse a la empresa de alquiler de bicis que había montado recientemente en la costa de Mijas (Málaga). Pero no, era una herencia, un letal impuesto de sucesiones —o eso cree—. No sabía lo que heredaba, ni lo sabe. Y tampoco podía rechazarla. Había recibido directamente los embargos de todas y cada una de sus propiedades. La cuestión era no menos que kafkiana y similar a una historia llena de intrigas y enredos.
No podía ser de su madre, pues había fallecido en 2003, hacía 10 años, y ya se había encargado de pagar 40.000 euros cuando liquidó la herencia. No tenía más familia, salvo un padre al que no había visto desde hacía 36 años, cuando sus progenitores se divorciaron, y que vivía en Caracas (Venezuela) con su nueva familia.
A partir de ese momento, empezaron las cábalas, las comederas de cabeza, tirar de aquí y de allá para dar con una pista, tan solo una para, al menos, saber dónde estaba el origen del que se ha convertido en uno de los capítulos más voraces de su vida. Esa misiva que había recibido significaba quedarse sin nada, tanto ella como su hijo, Francisco, que entonces tenía 12 años. Llegaron los embargos, uno tras otro, y con ello un futuro cada vez más incierto.
"No te queda ni para comer"
La primera notificación no llegó ni siquiera a manos de Ana Benjumea, sino a las inquilinas de una propiedad que tiene en Madrid el 1 de febrero de 2013. A partir de esa fecha, tenían que abonar el alquiler a Hacienda directamente porque la dueña tenía un embargo de 857.617,66 euros. "Me quedé a cuadros. A través de un abogado pusimos un recurso para pararlo todo, pero nos lo dieron por válido. Así que lo que quedaba era investigar e ir vendiendo cosas para ir poniendo parches, mientras tenía cero euros en las cuentas, no te queda ni para comer", relata la afectada a EL ESPAÑOL.
Tres años después de que su madre falleciese, en 2006, Ana decidió dejar Alicante y mudarse a Mijas (Málaga) para montar allí un negocio y empezar una nueva vida. Se dio de baja fiscalmente en la Comunidad Valenciana, comunicó su traslado a la Administración...cumplió en todo momento con la más estricta legalidad. "No he estado nunca escondida, ni desaparecida. Siempre he hecho mis declaraciones de la renta, pagaba mi cuota de autónoma y después de 10 años, me vino todo", cuenta, todavía perpleja, esta madrileña.
Nunca había tenido ningún problema con Hacienda. De hecho, cuando montó su negocio de bicis en la costa recibió una subvención de la Junta de Andalucía, que de haber visto cualquier tipo de anomalía ni siquiera le habría concedido ese dinero. Nada queda ya de esa subvención, ni de ninguna de sus bicis, claro, que ha tenido que ir (mal)vendiendo durante estos últimos seis años. Había sido el primer negocio de bicis alquiladas en la Costa del Sol.
Mientras intentaba salir adelante con lo poco que tenía, Ana empezó a pensar y a pensar en cómo o de dónde venía todo este papelón. Recordó algo. Unos años después de la muerte de su madre, recibió una llamada de sus dos tías políticas, Amparo y María Luisa, que vivían en Sevilla, con las que nunca había tenido relación, para decirle que podía vender un terreno que su padre le había donado hacía muchísimos años. "Esa llamada era puro interés", cuenta esta madrileña.
Había un promotor que estaba interesado en comprar los 18.000 metros cuadrados de los que se componía el inmueble. A Ana le pertenecían 14.000 y los otros 4.000 a las dos hermanas de su padre. Por lo que necesitaban aparentar un acto de buena voluntad hacia su sobrina y que todos salieran ganando, sobre todo ellas. Al principio, pensó que después de 30 años, sus tías se habían acordado de ella, pero no. "Tenía mucha ilusión por verlas, pensé que nunca era tarde", cuenta. El mismo promotor inmobiliario se lo confirmó: "Ana, no te engañes, nosotros les hemos dado una comisión a tus tías. Si tu no vendías tu parte, ellas no veían un duro porque yo quería comprar todo el terreno".
Más allá de esa casi esperada sorpresa para Ana, cuando conversó con sus tías hubo algo que le llamó más la atención: su padre, Isidoro Díaz Benjumea, había muerto meses después que su madre y posiblemente, en la ruina. Aquel año no le dio más importancia, pues llevaba más de 30 años sin querer saber nada de ella. "Si no me ha querido vivo, tampoco muerto". Siete años después, en cambio, esa conversación le daría al menos un hilo del que tirar. ¿Podría haberle dejado alguna propiedad sin que ella lo supiese nunca?
¿La herencia era de su padre?
Sus padres, Isidoro Díaz Benjumea y Carmen Nieto, oriundos de Sevilla y Málaga respectivamente, se casaron en Madrid en 1950. Allí nació Ana y pocos años después los tres se trasladaron a vivir a Caracas (Venezuela) por cuestiones profesionales de su padre, que trabajaba en una conocida empresa de automoción. Cuando cumplió nueve años, Isidoro y Carmen decidieron divorciarse en la capital venezolana. La intención de Carmen era regresar a España con su hija y eso hizo. Si bien, la madre de Ana le pidió a su exmarido un poder con el que pudiese tener una vida independiente en España. Eran tiempos de dictadura y la mujer apenas tenía derechos.
El problema era que en España no existía el divorcio. Así que la madre de Ana "pasó los documentos del divorcio en Venezuela por la Embajada en Madrid" y comenzó una nueva vida en Alicante con su hija, que no sabría nada más de su padre el resto de su vida. Estaba divorciada en Caracas, pero no en España.
Cuando Carmen enfermó, ya por el año 2002, Ana insistió a su madre que legalizase el divorcio con su padre para que no tuviesen ningún problema con su herencia. Nunca había ocurrido nada, pero no estaba de más asegurarse. Diez años después de aquello, llegó el gran sinsentido para esta madrileña. Cabía la posibilidad de que tras la muerte de Isidoro, el fisco hubiese ido detrás de Carmen (si habían estado casados en régimen de bienes gananciales), y al ver que también había fallecido, seguir la pista de la última heredera: Ana Díaz Benjumea. Sus progenitores habían fallecido en el mismo año y de ser cierta esta hipótesis, Hacienda habría esperado 10 años para señalar a Ana.
Aún así, no sabe a ciencia cierta si su padre, antes de irse a Venezuela y quedarse allí a vivir para siempre, pudo comprar alguna propiedad en Madrid o en Andalucía. Solo ha escuchado rumores de un piso en Rota (Cádiz), alguna propiedad en la capital española...en cualquier caso, nunca lo ha podido verificar. No tiene su partida de defunción, su testamento ni ningún otro tipo de documento con el que poder investigar. Lo ha intentado en varias ocasiones en la Embajada de Venezuela en Madrid sin éxito, aún más, cuenta a este diario, "tal y como está la situación entre ambos países".
Sin embargo, la frase —tu padre murió en la ruina— que una de sus tías políticas le dijo a Ana, le trae de cabeza. Si ellas sabían que murió en la ruina es porque tal vez sí se leyó un testamento en España, en el que participó toda su familia política, que antaño tuvo gran influencia en Sevilla —su tío fue Julio Salvador Díaz Benjumea, ministro del Aire (1969-1974) durante la dictadura—. Y no solo esta, sino también la nueva familia que formó su padre en Venezuela cuando se volvió a casar en 1972 y tuvo tres hijas.
"Me da que han hecho mangas y capirotes con la herencia, que mis hermana falsificaron mi firma y que todo haya recaído sobre mí, que tengo nacionalidad española", dice, con sospecha, esta madrileña. Nunca conoció a ninguna de sus hermanas, solo sabe que ninguna tiene nacionalidad española y que dos viven en Caracas y otra en EEUU.
La última esperanza
Esta historia, la de su familia política, no obstante, solo se trata de una hipótesis más entre tantas otras que pueden surgir. Mientras, Ana sigue viviendo en su casa de Mijas embargada, al igual que lo está su otra vivienda en Madrid, su coche, su furgoneta, sus negocios y todas sus cuentas bancarias. Todo a cero. Al mismo tiempo, esa deuda que acumula con Hacienda es una bola que sigue creciendo —a causa del IVA— conforme pasan los días y va intentando vender algunas de sus propiedades para "ir tapando parches".
Lo que más le preocupa a Ana —y también le hace seguir hacia delante— es su hijo. A pesar de su situación económica, la Junta de Andalucía le ha denegado todas las becas para estudiar porque aunque no tienen dinero, Ana sí tiene a su nombre numerosas propiedades. "Quédenselas todas, me voy a comer todas las propiedades a trocitos, ladrillo a ladrillo, sin poder hacer nada", cuenta la afectada.
Aunque esta malagueña de 57 años admite ser optimista, no niega que haya momentos muy duros. "Es una situación muy triste", añade. Hace unos días estaba viendo la televisión cuando, de pronto, entrevistaron a una mujer que contaba un problema muy similar al suyo, con una gran cifra a pagar sobre sus espaldas por el impago del impuesto de sucesiones. Le dio aliento saber que se daba cobertura a los problemas que como ella, viven cientos de españoles. Pero aún más que detrás de todo estaba Stop Sucesiones, una asociación que aboga por la supresión del impuesto en España.
Hace una semana, Ana llamó a Eligio, el presidente. Le aseguró que harían todo lo posible para terminar con su situación. Es un comienzo, aunque para ella es un todo después de tantos años sin saber a quien recurrir. Ahora, solo queda esperar. Mientras, Ana repite una y otra vez: "Bendita la hora".