Carmen Gómez Molina (Madrid, 1968) pide estar sentada antes de echar la vista atrás, recuperar los fantasmas –aunque sea por un instante– y contar su historia. Tiene la espalda “echa polvo”. Ya no puede más. “Estoy a punto de tirar la toalla, pero...”, suspira, sin terminar la frase. Sus hijos, “sus dos tesoros”, la mantienen en la lucha. En realidad, son (y han sido) su razón de ser desde hace 10 años, cuando desapareció Julio Martínez Sánchez, su marido, en Móstoles. Un día, se esfumó. Prometió volver, pero nunca lo hizo. “Entonces, se te cae el mundo encima”, lamenta. Fue el primero de los muchos problemas que, progresivamente, devinieron en su ausencia: ella, sola y con dos críos, perdió el piso que había comprado con él –no podía venderlo al estar a nombre de ambos–, y figuraba (y sigue figurando) como casada a todos los efectos (para pedir becas o ayudas sociales, para solicitar una vivienda…).
“Hace cuatro años lo habría dado por muerto si hubiera podido. Perdí la esperanza”, confiesa, con frialdad. Mantenerlo con ‘vida’ le ha costado muchos disgustos. La ley no permite declarar el fallecimiento de una persona hasta que no se cumplen 10 años desde su desaparición. “Eso se debería cambiar”, incide Carmen. Desde SOS Desaparecidos, plataforma que trata de ayudar a estos familiares, proponen que el trámite se pueda llevar a cabo pasados 24 meses y que sea gratis. ¿El motivo? Muchas familias, ante esta circunstancia, se ven abocadas a la ruina. No sólo tienen que hacer frente al duelo, sino también a las deudas. “Yo, por ejemplo, ahora tengo que pagar casi 3.000 euros para darlo por fallecido. ¿De dónde los saco?”, pregunta, retóricamente, indignada.
Carmen, a sus 51 años, vive de la pensión y en el piso de su madre. Con un 65% de discapacidad, se ha tenido que dar de baja por sus dolores de espalda y apenas si guarda esperanzas en el porvenir. “No me queda nada”, repite, varias veces, a lo largo de la conversación con EL ESPAÑOL. Las enfermedades (ha sufrido dos ictus en estos 10 años y ha estado yendo al psicólogo durante seis) la han machacado. “He pensado muchas veces en acabar con todo, pero, al final, por mis hijos he seguido adelante”. Esa ha sido su razón de lucha: ver que, al menos, Jorge y Adrián tienen un porvenir. Uno, como auxiliar de enfermería en el hospital; y otro, como licenciado en Publicidad. Con sus orlas pegadas en las paredes, piensa que ha merecido la pena. Que sus largas jornadas de trabajo (de seis de la mañana a 12 de la noche, en muchos casos) no han sido en balde. Que la pesadilla que comenzó con la desaparición de su marido puede, por fin, legalmente, en menos de un mes, acabarse.
— ¿Le queda, después de 10 años, alguna esperanza de que vuelva?
— No va a volver. Lo tengo claro. El que desaparece ya no regresa. Y si lo hace, es cadáver. Te puedes ir unos días a despejarte porque tengas algún problema y luego… yo qué sé, aparecer. Pero son muchos años. Lo tengo asumido.
— ¿En qué momento tiró la toalla?
— A los seis años de desaparecer. Yo de Julio estaba enamorada hasta las trancas. Lo pasé muy mal. Mucho. Pero ya está. Hace cuatro años, dije: ‘Se acabó’. No quiero saber nada de esa persona. Su desaparición me dejó enferma para toda mi vida. Todo lo que luchamos, en un día, lo destruyó. Ahora, ya no hay cabida para nadie más. Somos tres. Está asumido.
— ¿Lo habría dado muerto, legalmente, hace cuatro años?
— No lo duces. Si hubiera podido, lo hubiera hecho. Yo decía: ‘¡Que esto termine!’. Que vuelva, que aparezca, que esté muerto… ¡Lo que sea! Pero el final será ahora, a los 10 años, cuando finalice por completo.
— Será el 26 de mayo.
— Estos últimos meses se me están haciendo más largos que todo el tiempo anterior. El día que en el libro de familia ponga que ha fallecido, voy a colgar su foto en Facebook y voy a escribir: ‘DEP’. Descansa en paz. Donde quiera que estés, se acabó. Sigo sin entenderlo. Si tenía problemas… Por qué no lo dijo. Es que... ¡Ahora estamos hasta arriba! Yo tengo una baja que me da para poco y vivimos con la pensión de mi madre…
— ¿Todavía hoy comparte algo con él?
— No, ya no me queda nada. Las cuentas del banco se cerraron solas (las dejó sin efectivo) y no me queda nada más. Pero, a efectos legales, sigo estando casada y es más complicado optar a una vivienda o a lo que sea.
La pesadilla (al menos, narrativamente) está a punto de acabar. Hace 10 años, sin embargo, comenzó como si de un cuento de hadas se tratase.
Fue a por un cheque… y no volvió
Carmen, la menor de seis hermanos, se crió en una casa “completamente normal”. Sin su padre, que falleció a los 50 años (tres meses después de que naciera ella), pero con la suerte de formar parte de una familia numerosa. Pasó su infancia en el madrileño barrio de Fuencarral y echó raíces en Vallecas, donde su madre recibió un piso. “Allí, estudié, trabajé e hice mi vida”, recuerda. Fue, en definitiva, feliz. Y conoció, además, a Julio. Acababa de superar la mayoría de edad cuando se enamoró de él, un chico nueve años mayor. “Estuvimos un tiempo juntos y decidimos casarnos. Todo era muy bonito, un cuento de hadas”, rememora, apenada.
En el 92, tuvieron a su primer hijo, Adrián, hoy auxiliar de enfermería. Y cuatro años más tarde, en el 96, Carmen dio luz a Jorge, licenciado en Publicidad. Habían comprado un piso, carecían de problemas económicos y tenían dos buenos puestos de trabajo. Ella, en Seur; y él, durante un tiempo, en la misma compañía. Después, cuando desapareció, se encontraba en otra empresa de mensajería en Móstoles. “Qué voy a decir. Como marido era el hombre que toda mujer habría querido tener; como padre, era más que un 10. Humilde, trabajador… Ayudaba en la casa”. Todo era, a priori, perfecto.
Hasta aquel fatídico 26 de mayo de 2009. “Nos levantamos temprano, sobre las 9. Él se duchó y se arregló. Me dijo: ‘Me voy al banco a cobrar un cheque y nos vamos a comprar'. Todavía lo estoy esperando. Sabemos que cogió el coche y desapareció”, relata, ahora, sin encontrar todavía una explicación. Desde entonces, repasa todo lo ocurrido. Cómo ella se fue con los niños al colegio para acudir a una tutoría que tenían con Adrián, cómo empezaron las búsquedas, las noches sin dormir, los nervios, las apreturas económicas…
— Cuénteme cómo fue aquel día.
— Lo llamé al móvil y dio tono, pero no me lo cogió. Lo volví a llamar y entonces ya me salió apagado o fuera de cobertura. En ese momento no piensas que sea grave. No había razones para desconfiar de él. Piensas que se ha encontrado con alguien, que ha tenido que ir a la empresa a por algo… A las 11, volví a casa. Lo llamo otra vez… y nada. A la una, llamó a su empresa. ‘¿Ha ido Julio por allí?’, pregunto. ‘No, no ha pasado por aquí’, me dicen. ‘Además, ¿no sabes que no trabaja aquí desde hace un mes?’, me dicen. Yo no sabía nada. Me quedé asombrada. A partir de ahí, empezamos la búsqueda…
— ¿Cuándo acudió a la Policía?
— Empezamos llamando a hospitales. Luego, sobre las 19:30 o así se lo digo a su familia… Aunque su hermana me dice que no puede venir porque tenía una cena de empresa. Y, a las 22:00 horas, vamos a la Policía. Pero no nos dan solución. ‘Es mayor de edad, puede hacer lo que quiera’, nos dicen.
Su desaparición, denuncia todavía su mujer, estuvo paralizada dos años. “Fui hasta 20 veces a preguntar por él a la comisaría. Pero nada. Imagínate que lo he matado, enterrado y descuartizado. ¡Es que ni me investigaron!”, brama, ahora. La búsqueda, por tanto, fue responsabilidad de su familia. Carmen buscó, junto a los suyos, por tierra, mar y aire. “Hablamos con sus clientes, fuimos a los lugares donde él solía ir...”. Pero nada. Ni rastro. Salió con el coche y no volvió. Su cuerpo (vivo o muerto) no ha aparecido. Su vehículo (en buenas o malas condiciones), tampoco. Y él, obviamente, no ha vuelto a llamar. Jamás contestó.
¿Qué pasó? Carmen, desde entonces, le da vueltas, aunque sigue sin entenderlo. Durante mucho tiempo, encadenó pesadillas y noches sin dormir, tuvo que ir al psicólogo y sufrió dos ictus. “De los nervios”, añade, como causa. Entregó su casa, donde vivía con él, y no ha querido regresar. Lo buscó por la calle, lo reconoció en cara de otros, habló sola –y se avergonzó al ser reconocida por los vecinos–, preguntó a sus clientes… Pero salió adelante. “Tú imagínate, con dos hijos… Ellos se levantaron un día y no volvieron a ver a su padre”, lamenta.
No le quedó otra que levantarse. Como limpiadora, durante todos estos años, ha alternado maratonianas jornadas de trabajo. “Por la mañana, me levantaba a las cinco, iba a limpiar… Después, volvía a casa. Y por la tarde, otra vez al Hospital de Fuenlabrada”. Así, un día y otro para intentar paliar la deuda del piso (lo tuvo embargado) y para dar de comer a sus dos críos. “Yo le decía al banco, yo les pago el 50% del embargo, pero como estaba también la parte de él”, se queja, todavía indignada.
Pero este 26 de mayo terminará narrativamente su historia. Será el final. “Se acabó”. A efectos legales, Julio Martínez Sánchez, su marido, estará muerto. Ella será viuda. Podrá descansar tranquila. En los papeles, sólo aparecerá ella. Sus hijos y ella. Nadie más. “Sólo hay sitio para tres”, sentencia. Dará carpetazo a una situación emocional y legal que le ha comido por dentro. Su vida quedó (y quedará, a pesar de todo) marcada por la desaparición de Julio. Pero, por fin, se podrá despojar de su pasado, ese que la ha ido acompañando (y la ha mantenido presa) durante los últimos 10 años de su vida.