Nadie veía a Santiago Luengo (1952, Madrid) desde hacía al menos dos años. Ni su familia, ni sus vecinos de Vallecas. Su desaparición tampoco es que hubiese causado mucha alarma entre ellos, pues este ingeniero de caminos no quería a ver nadie y habían dejado de intentarlo. No estaba casado, ni tenía hijos. Era solitario y huidizo, tal vez consecuencia de la esquizofrenia que sufría desde que era joven. Había pasado el tiempo y mientras unos pensaban que estaba en su chalet de la sierra, otros creyeron que estaba en su piso, cerrado a cal y canto por cuatro grandes cerraduras, con el buzón hasta arriba de correspondencia. Nadie se molestó en comprobar cuál era su realidad.
Había alguien en cambio que sí vigilaba de cerca la vivienda y la vida de Santiago. Hace unas semanas, varios miembros de un clan acudieron al bloque con la intención de okupar su casa y la certeza de que había muerto. Aún así, querían asegurarse y preguntaron a los vecinos: "¿Verdad que no vais a llamar a la Policía si la okupamos?". En ese instante, la alarma sí cundió entre los propietarios, que rápidamente se pusieron en contacto con una prima del trabajador jubilado de Telefónica, de 67 años, para preguntarle por su paradero. Nada sabía. Al final, lo que parecía una gran incógnita, terminó por resolverse cuando la Policía abrió la puerta el 1 de mayo. Dentro, en una habitación, encontraron el cuerpo sin vida y momificado de Santiago sentado sobre una silla.
Había muerto por causas naturales hacía más de un año, rodeado de la basura que acostumbraba a recoger cuando salía por la noche por su Diógenes y sin más compañía que la de su perro, que yacía también momificado. Era su fiel compañero. El ambiente de la vivienda, cerrada completamente, había propiciado, además, que el cuerpo no entrase en el proceso de putrefacción y se convirtiese en una momia.
Una transformación natural que se produce en determinados cadáveres que han fallecido en ambientes secos y que no suelen tener mucha masa de grasa, según explica a EL ESPAÑOL Francisco Martínez, catedrático de Anatomía Humana de la Universidad de Valencia. Este fenómeno propicia que el cuerpo no desprenda ningún tipo de hedor, algo que sin duda despistó a los vecinos de Santiago, con los que llevaba conviviendo más de 32 años. El olor que desprende un cadáver en una vivienda puede llegar a colarse por tuberías, huecos de ventilación en los baños, debajo de puertas e incluso por enchufes. No hubiese pasado desapercibido.
Lo llamativo del caso de Santiago es que no se trata del primer cadáver momificado hallado en su domicilio meses o años después de morir, sino uno más que se añade a una lista que no ha hecho sino incrementar en los últimos años, en los que al mismo tiempo han ido aumentando en España el número de personas que viven solas en su casa. En 2018, eran 4.732.400 —un 25,5% de la población—, de las cuales 2.037.700 eran personas mayores de 65 años —un 4% más que el año anterior—, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE).
'Momias' del siglo XXI
La soledad es casi siempre la característica prima. El olvido de sus familiares o simplemente la muerte de su entorno propicia que estas personas acaben falleciendo de forma natural solas en su casa, sin que nadie les eche de menos, y acaben siendo encontradas momificadas, en los hasta catorce casos que ha podido encontrar este periódico, cuando intentaban okupar su vivienda, les querían robar, la Policía llamaba su puerta para desahuciarles, tras varios meses o años de impagos, o por pura casualidad. Podrían denominarse como las nuevas momias del siglo XXI.
Tan solo dos semanas antes de que el hallazgo de Santiago sorprendiese en El Puente de Vallecas, también lo hacía el de Amanda Jospe, de 80 años, a pocos kilómetros, en su caso en el barrio madrileño de Salamanca. Esta psicóloga, soltera y sin apenas familia, tenía su gabinete en la calle de Orense, pero ya se había jubilado. Poco después, nadie la había vuelto a ver por el edificio.
La idea que imperaba entre los vecinos era que se había ido de misión humanitaria al extranjero o a Argentina para vivir con su única hermana, lo que desconocían era que esta última había fallecido hacía dos años, que Amanda también lo estaba hace cinco y que yacía desde entonces en su domicilio del número 31 de la calle Alonso Heredia. El hecho de que acumulase una deuda de 3.000 euros con la comunidad de vecinos tampoco les sorprendió, pues aseguraban imposible que esta octogenaria estuviese muerta en su piso. Habrían percibido olores, claro.
Ya desesperada, su sobrina, que llevaba años intentando dar con ella, denunció su desaparición a través de la Embajada de Israel en Madrid. El misterio se resolvió rápido cuando la Policía entro al domicilio. Descubrieron su cadáver momificado tendido en la cocina, la casa estaba cerrada y su coche acumulaba polvo en la calle. El forense afirmó en la autopsia que había fallecido a causa de un ictus en 2014.
El 14 de noviembre de 2017, la Policía se presentó en la puerta de Agustín para deshauciarle de su domicilio, en el barrio de San Blas, por orden del Juzgado de Instrucción Número 100 de Madrid. Cuando forzaron la cerradura, algo anticuada, encontraron el cuerpo sin vida y convertido en momia de este hombre de 56 años, que había muerto hacía cuatro años por una enfermedad hepática que padecía. Nadie llamó a su puerta para preguntar. Se había separado hace años de su mujer y su única hija no había pasado por allí.
La última vez que alguien le vio fue cuando la ambulancia se lo llevó al hospital. Creían que ya había muerto allí, pero la realidad es que los vecinos continuaban conviviendo con él sin saberlo o, al menos, sin creer que podía estar allí.
Descubierto por el ladrón
Los casos de Miguel Valdueza, de 90 años, y María del Rosario V. O., de 56, se sucedieron en menos de dos semanas y a una distancia entre sus casas de menos de cinco kilómetros, en julio de 2017. Este nonagenario había vivido siempre en Cumbre (A Coruña), era viudo y no se relacionaba con su único hijo desde la década de los 90. Aunque era un anciano de convivencia difícil, según relataban sus vecinos, todos le conocían, pues era habitual verle en la ventana de su casa preguntando por la hora a quien pasaba. Hasta que llegó el día en que dejó de hacerlo y nadie se preocupó por él.
Al igual que en el caso de Santiago, cuando el clan acudió a okupar su casa con la seguridad de que había muerto. En este caso, fue un ladrón el que entró en el piso de Miguel y al ver tal escenario, dejo la puerta abierta y salió huyendo despavorido. Algunos vecinos incluso pudieron ver como saltaba los escalones de tres en tres después de haber violentado la puerta de la residencia del anciano para robarle. Jesús, un vecino, tras la huida del ladrón, llamó a la Policía.
Lo que había encontrado este ladrón era algo similar a un tesoro del Antiguo Egipto, pero sin féretro ni pirámide: el cuerpo de Miguel, convertido en momia, tendido sobre su salón seis meses después de morir. Rosario, sin embargo, llevaba ya algo más de siete años muerta y momificada en su casa de Culleredo (A Coruña).
Se había separado hace años y tras la muerte de su madre, se había quedado sola y deprimida, según contaba su vecino, que fue el que tras todo ese tiempo se decidió a denunciar su desaparición ante la Guardia Civil. Cuando entraron al piso, el cuerpo de esta gallega se encontraba momificado sobre el suelo. Estaba vestida, aunque descalza y con el bolso en una zona próxima.
Un año después, en Lugo y en Betanzos (La Coruña), también encontraron las momias de Pilar y Manuel, respectivamente, ambos de 70 años. En ninguno de los dos casos, extrañó a los vecinos que los coches de los fallecidos estuvieran estacionados desde hace meses en el garaje o que no recogieran el correo. En el caso de Manuel, divorciado y con al menos cinco hijos, con los que no mantenía relación, su cuerpo acabó momificándose por el funcionamiento de la calefacción. Al parecer, según explicaron los forenses, el hombre la tenía encendida y el calor fue el que mantuvo casi incorrupto el cadáver al absorber los líquidos.
En Valencia, se acercaba la primavera y Marcos, un vecino del Cabanyal, un conocido y degradado barrio de Valencia, había salido a limpiar el desnulado, una especie de patio interior para iluminar las casas en las zonas marítimas valencianas. Cuando se encontraba allí, se fijó en que en uno de los tendederos había colgada ropa desde hacía años y cuando agudizó más la vista, observó unas piernas tumbadas a través de la ventana de la cocina. Eran las de María Amparo Plaza, de 70 años.
Yacía en su casa, sin vida, momificada, desde 2014. Había sido la hippie del barrio, pero nadie, vecinos o familia, la había echado en falta desde entonces. Tampoco el banco, pues tenía domiciliado en su cuenta bancaria tanto el ingreso de la pensión como el pago del alquiler, que continuaron haciéndose de forma automática desde que falleció.
En una vivienda recién comprada
A Amparo Rubio, 52 años, ya le habían cortado la luz y el agua por no pagarla en su casa de Lliría (Valencia). Frente a la puerta estaba su furgoneta, visiblemente inutilizada, con la que solía desplazarse a comprar a la ciudad. Sus perros, dentro de la propiedad, ya habían sido recogidos por una asociación animal, ante el aviso de los vecinos, porque nadie les daba de comer. Tampoco se comprobó por qué nadie lo hacía.
Finalmente, fue un lanzamiento judicial por el impago del alquiler el que destapó su muerte cinco meses después de fallecer, tras varios intentos por contactar con ella del propietario del inmueble. Es decir, llamar al timbre y tras ver que no contestaba, volverse a marchar.
En el caso de Nadejda Belozor, de 65 años, ucraniana de nacimiento y afincada en el barrio de Zabalgana (Vitoria) desde 1996, eran ocho los años que llevaba muerta en su casa. Fue su hermano quien escribió en octubre de 2018 a la Ertzaintza, desde el país del este, para que ayudasen a encontrar a su hermana. A su caso, se suman otros como el Trinidad Figueroa, de la misma edad, cuyo cuerpo apareció momificado en su domicilio de Bilbao casi tres años después de fallecer; María del Carmen Arcos, de 50 años, que apareció momificada en la azotea de su vivienda en Córdoba, cuatro meses después de desaparecer y confundida por su vecino con un maniquí, tras lo que alertó a la Policía, o el de María Luisa, en Roses (Girona).
En este último caso, la Policía no acudió a desahuciarle por el impago de la vivienda en la urbanización de Mas Matas. El banco lo subastó directamente sin pasar previamente por su casa. Y fue el hombre que lo adquirió quien encontró, para su asombro, el cadáver momificado de esta catalana, de 60 años. Estaba en el edificio desde que hacía seis años había muerto por causas naturales. En algunos casos, los departamentos de Servicios Sociales sí conocían la situación de estas personas e intentaron advertir a sus familiares, sin éxito alguno. Tampoco recibieron respuesta cuando llamaron a su puerta, era tarde.
El hecho de que todas estas personas acabaran convirtiéndose en momias no es lo más terrible de sus historias. Pues, probablemente, este proceso natural solo sea una muestra más de lo que en realidad debe alarmar al lector y que sin duda será uno de los peores males de la sociedad de esta nueva era: la soledad.