El anuncio de Juan Carlos I no me ha sorprendido. El emérito no ha encontrado su lugar en ese gran patio que es la corona española. Porque, en realidad, él piensa y siente que "o César o nada". Y por eso no asistió a la proclamación de su hijo el 19 de junio de 2014 tras una retirada que debió haber hecho antes. Su abdicación, como es evidente, fue con forceps.
Pero antes de nada conviene reparar en la manera en la que se ha producido ahora, cinco años después de su abandono como rey, su renuncia a cualquier representación pública de la Casa Real. La clave está en la carta. Indudablemente esta forma de comunicación indica que su hijo, Felipe VI, le pidió que lo hiciera de esta manera. ¿Y qué podría significar esto, esta oficialización de su segundo y definitivo adiós? Quizás que se ha preferido poner la venda antes de que se conozca la herida. Y no me refiero a asuntos de salud, de piel, de carcinomas en la cara. Porque, tal vez, exista el riesgo de que pueda llegarse a un proceso de judicialización contra el rey emérito.
¿De qué tipo? Se me ocurren varios. ¿Por asuntos económicos relacionados con su fortuna fuera de España? En las famosas Cintas de Corinna, grabadas por el ex comisario Villarejo, se apuntan entramados económicos allende España. Cuando se tiene dinero fuera, recuperarlo no es fácil y puede incurrirse en delito de blanqueo si la fortuna se encuentra paraísos fiscales.
Pero los problemas judiciales también podrían proceder por asuntos de filiación. No olvidemos que hay tres demandas de paternidad contra Juan Carlos. Está el caso de Albert Solá, el de Ingrid Sartiau y el de una administrativa catalana. Los dos primeros, según pruebas que se han realizado, al 91% son hijos de la misma persona.
En cierto momento alguien del Tribunal Supremo dijo que la demanda de paternidad era frívola y torticera, pero fue admitida a trámite. Primero se rechazó por cuatro votos a tres y luego se admitió en enero de 2015. Luego, si tan frívola y tan torticera era, supuestamente, ¿a qué tanto debate y votación? ¿Y por qué ese cambio de posturas en la Sala? Reclamar un derecho de filiación puede no estar acreditado suficientemente, pero nadie debería caer en la "frivolidad" de calificarlo de frívolo. Y atribuirle el calificativo de torticeria es juzgar intenciones. Sobre todo en estos casos -acto fecundante-, donde por su naturaleza no pudo haber testigos que lo afirmen ni que lo nieguen.
Además está la posibilidad de delitos penales: si ha intentado recuperar o movilizar sus fondos en cuentas en el extranjero en estos cinco años. Una vez que no es inviolable entran en escena delitos como la evasión, el blanqueo y el fraude fiscal.
O cabe la posibilidad de que se quiera investigar por parte de partidos republicanos la procedencia de esos fondos que Corinna cantó. O por qué no, que el yerno encarcelado y desterrado por la Casa Real tire de la manta. Todo un escenario de posibilidades que suponen riesgos demasiado preocupantes como para exigirle que renuncie por escrito a representar a la Corona y a España en actos públicos.
La patética y ruinosa imagen en el Supremo
El aforamiento exprés que tramitó con muy buena mano la entonces vicepresidenta del Gobierno Soraya Saénz de Santamaría, llevándolo como una ley orgánica, no blinda a Juan Carlos ni le vuelve inviolable de hipotéticas demandas penales o civiles no prescribibles. Él no siempre ha sido rey. Su aforamiento le sirve para ser juzgado sólo en sede suprema.
Por ejemplo, si ocurriera una demanda de algo tan imprescribible como el derecho a la filiación. Imaginémonos la instantánea de Juan Carlos compareciendo ante el Tribunal Supremo, que sería la sede a la que le conduciría su aforamiento. Sería patética. Más que patética, ruinosa. Con unos efectos muchísimo mayores que el de su hija Cristina compareciendo ante las juezas de Palma de Mallorca. Esa instantánea, insisto, sería ruinosa para la imagen de la Corona. Ha hecho muy bien en retirarse. Recordemos aquel artículo que salió en el diario "Madrid" y que firmaba Rafael Calvo Serer titulado Mi general, retirarse a tiempo.
Juan Carlos, el hombre, no el rey, no tiene aficiones que le llenen la ausencia de los oropeles. No tiene aficiones intelectuales, culturales, sociales con las que conciliarse para llenar una vejez.
Eso sí: el jefe del Estado tiene una archifortuna que le permite divertirse donde quiera, como quiera y no sé si con quien quiera. Y no depender de los emolumentos, menos de 200.000 euros anuales, que por representación recibe de la Lista Civil y que, además, su hijo ha restringido de manera considerable. En términos económicos, incluso afectivos, recibe muy poco para tener que depender de las líneas rojas y las reglas de conducta marcadas por la Casa Real.
La renuncia tiene más calado que el económico. Sencillamente, Juan Carlos no acepta ser peón de su hijo Felipe en actos marginales y de poca monta. Como, por ejemplo, entregar en El Escorial un premio de las órdenes militares a un autor gaditano.
El "yoyismo" de Juan Carlos
Su papel hubiera sido más aprovechable para el bien de España actuando de traspunte y consejero de su hijo cuando éste se lo pidiera. Es un desperdicio que alguien como él, con una experiencia acumulada durante 40 años, desde la muerte de Franco, haya quedado aparcado. Este hombre ha estado metido en las entrañas del poder siempre, desde que tenía 10 años. Conoce a todo el mundo, sigue teniendo una agenda incomparable, ha viajado muchísimo, posee dossieres internacionales, continúa informado sobre las grandes operaciones que se mueven por el mundo.
Ayudar a su hijo habría sido un buen servicio a España. Pero un servicio sin el "yo, yo, yo", sin "yoyismo". Un servicio desinteresado, de padre, de Emérito.
Otra clave de su misterioso y precipitado adiós está en el intento reiterado en estos últimos meses de forzar una re-unión de los Eméritos, de la pareja Sofía y Juan Carlos, que para él es absolutamente incómoda. Más aún: con un intento de formar un frente común, un núcleo duro, con las infanta Elena y Cristina en contra de la pareja reinante.
A ese juego no se ha querido prestar Juan Carlos y, desde luego, no se prestaría Sofía por muchos agravios que haya recibido.
En su precipitada salida de la agenda real hay un circunstancia temporal importante: en tres semanas, el evento de celebración del primer quinquenio en el reinado de su hijo. Porque tendría que estar, como ya dijo el 19 de junio de 2014, "en el gallinero, y a mí no me pongáis en el gallinero". Ahora no estaba dispuesto a ello.
Juan Carlos, el rey que pasó de la dictadura a la democracia, que protagonizó el llamado, mundialmente, milagro de la transición española, padece de un explicable "yoyismo". Habiendo sido tanto rey, le humilla no ser protagonista. Y, además, está el incordio de ser acompañado o acompañar a la reina en actos púbicos. Demasiado para él.