“Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado que apetecía golpear, barba de tres días, una bolsita que parecía llevar ropa y una papeleta imaginaria que decía quiero morir”
A Carlos Moreno lo asesinaron porque pasaba por allí. Porque esa noche decidió a volver a su casa en el búho, el bus nocturno de Madrid. Estaba visitando, como hacía a menudo, a una amiga suya que se llamaba Modesta y que vivía en el barrio de Manoteras. Carlos era empleado de la limpieza y cobraba 60.000 pesetas al mes. Los días de paga se permitía regresar a su casa en taxi. Pero la noche del 30 de abril del 94 decidió ahorrárselo. Eran casi las 5 de la madrugada cuando el hombre de 53 años se encendió un cigarrillo. Allí, sentado en una marquesina en medio de la nada, le abordaron dos jóvenes.
El cadáver de Carlos Moreno fue hallado al día siguiente en un barranco. La escena era espantosa: lo encontraron apuñalado, degollado, destripado y con la columna quebrada. En el bolsillo del pantalón hallaron, eso sí, las 60.000 pesetas de la paga. El móvil del robo quedaba descartado. ¿Cuál fue la razón por la que asesinaron y se ensañaron de forma tan brutal con una persona? La respuesta: un juego.
Se acaban de cumplir 25 años de uno de los sucesos más mediáticos de la historia de España: el denominado ‘crimen del rol’. Un caso en el que la mente perturbada de Javier Rosado Calvo, un estudiante de Química de 20 años, desembocó en un escabroso asesinato porque así lo mandaba un juego que él mismo había inventado. Rosado y su compinche de 17 años, Félix Martínez Reséndiz, eligieron a una víctima al azar para cumplir una de las etapas del entretenimiento.
Se toparon con Carlos. Lo asesinaron con ensañamiento y alevosía, se dieron la mano, brindaron y se fueron a dormir tranquilos. Rosado detalló después el asesinato en su diario personal, cuyos fragmentos transcribimos aquí en cursiva. Sólo su infinito ego permitió a la policía, meses más tarde, resolver el caso.
El crimen del rol tiene importancia histórica por muchas razones: porque fue el primer juicio en Europa en el que se planteaba, desde el punto de vista de la psiquiatría forense, la doble personalidad. También porque, de haber sido por los psiquiatras que evaluaron al asesino, este nunca hubiera entrado en la cárcel. El caso fue relevante asimismo por el tratamiento sensacionalista de los medios, que criminalizaron los juegos de rol, asegurando incluso en alguna ocasión que provocaban necrosis en el cerebro. Y visto en perspectiva, el caso es importante porque ambos asesinos andan sueltos en la actualidad.
Niño ejemplar
“… era espantoso: ¡Lo que tarda en morir un idiota! Llevábamos casi un cuarto de hora machacándole y seguía intentando hacer ruidos. ¡Qué asco de tío! Mi compañero me llamó la atención para decirme que le había sacado las tripas.”
Nadie en el entorno de Javier Rosado Calvo (Madrid, 1973) imaginaba que su privilegiada mente encerrase tal grado de sadismo. Un niño enclencle, enfermizo, alérgico y que padecía de problemas intestinales. Un estudiante introvertido y modélico que cursaba 4º de Química, que devoraba libros y que pasaba cursos con el mínimo esfuerzo.
En la distancia corta, sin embargo, era un tipo carismático capaz de ganarse la admiración de los jóvenes. Especialmente de Félix Martínez Reséndiz, (Madrid, 1977). Un estudiante de COU procedente de una familia desestructurada y cuyos padres murieron de sida. No tenía hermanos ni cariño. Ambas cosas las encontró una tarde en un campo de fútbol del barrio de Chamartín, en el que ambos residían. Vio a un tipo declamar, desde la grada, frases inconexas. Félix se acercó para ver si aquel chico con gafas de pasta estaba jugando a rol, un juego que venía de Estados Unidos y que hizo furor en España en los 90. Había un tablero, unas fichas, unos dados, y un master (maestro) que se inventaba una historia, los personajes y las tramas.
El tipo de la grada era Javier Rosado y lo que gritaba en realidad eran estrofas de libros de H.P. Lovecraft, el escritor por antonomasia del género de terror. Javier no sabía jugar a rol. Pero aquello dio igual porque la conexión ya se había producido. Se hicieron inseparables. Félix encontró ahí a Javier, su maestro, el hermano que nunca tuvo, el tipo más brillante al que conoció jamás. Y Javier encontró a Félix, el gregario que necesitaba para urdir su sangriento juego.
Razas
“Mis sentimientos por hacer el asesinato en sí mismo no existían en absoluto, demostrándome que mi mente era fría y calculadora en cualquier situación y dándome esperanzas para otras acciones. No sentí remordimientos ni culpas, ni soñé con mi víctima, ni me inquietaba el que me pillaran. Todo eso eran estupideces”.
Fue durante una convalecencia de Rosado cuando su nuevo (y fascinado) amigo Félix le trajo un juego de rol para que se distrajese. Javier Rosado aprendió enseguida los mecanismos de aquel nuevo divertimento. Se inventó un juego llamado Razas con el que ambos se obsesionaron. Pasaban días enteros jugando, fruto de la infinita inventiva de uno y de la fascinación del otro.
A veces, el juego iba de llevar barcos a buen puerto. Otros, de matar a una mujer imaginaria que habría traicionado a su raza. Pero al final, el juego el tablero se les quedó pequeño. Rosado, líder indiscutible de aquel tándem, decidió ir un paso más allá: el juego había llegado a un punto que requería que los jugadores saliesen una noche por Madrid a matar a una chica joven.
Eran varios los chicos que se reunían con Javier y Félix por las tardes para jugar a Razas. La propuesta de Rosado de salir a matar a alguien en la vida real fue interpretada por todos como una bravuconada más de Rosado, un tipo vanidoso, creído y fantasioso. Todos menos Félix, que estaba dispuesto a matar de verdad si así se lo ordenaba el máster.
La noche de autos
“Salimos a la una y media. Habíamos estado afilando los cuchillos, preparando los guantes y cambiándonos, poniéndonos ropa vieja en previsión de que la que llevaríamos quedaría sucia… Quedamos en que yo me lanzaría desde atrás y agarraría a la víctima mientras él le debilitaba con un cuchillo de considerables proporciones”.
El 30 de abril de 1994 salieron los dos, a las 1:30 de la noche, de casa de Félix. Con armas blancas y unos guantes de látex que Javier robó del laboratorio de la universidad. Eligieron el barrio de Manoteras por estar a las afueras y estar poco transitado por las noches. La idea inicial era matar a una mujer joven. Por eso descartaron a la primera persona que se les cruzó en su camino. Un varón “con unos walkman y cara de idiota”, según relató después Javier Rosado, con el que coincidieron en una parada de autobús. Acabaron hablando los 3 de cosas triviales. Llegó el búho y el hombre se marchó a su casa, sin saber que había salvado la vida. Sin saber que aquellos simpáticos chicos que le daban conversación iban esa noche con la intención de asesinar a alguien a sangre fría.
Avistaron después a una anciana que salió a tirar la basura, pero se les escapó por poco. Más tarde divisaron a una mujer joven, pero al ver que iba acompañada de un hombre, no se atrevieron a elegirla como víctima. Al poco rato se vieron en las mismas: otra pareja de novios: “¡Maldita manía de acompañar a las mujeres a sus casa!”, escribiría más tarde Rosado en su diario, poniendo de manifiesto su enfado.
Las horas iban pasando y la frustración de aquellos frikis armados iba en aumento. Necesitaban matar. Necesitaban que el reloj diese las 4 de la madrugada. Esa era la hora en la que las reglas del juego permitían cambiar de víctima: cualquier persona valía ya. Un hombre, por ejemplo. Lo encontraron sobre las 4:15 de la mañana en una apartada parada de autobús.
Matar a un idiota
“Serían las cuatro y cuarto, a esa hora se abría la veda de los hombres. Mi compañero propuso coger un taxi, atracarle y degollarle. Rehusé el plan. Vi a un tío andar hacia la parada de autobuses. Era gordito y mayor, con cara de tonto. Se sentó en la parada…”
Carlos Moreno, casado y con 3 hijos, salía a esas horas de casa de su amiga Modesta. Era fin de mes y acababa de cobrar. Nadie sabe por qué no pidió un taxi. Se sentó en la parada del bus y vio cómo se le acercaban dos jóvenes que enseguida empezaron a intimidarle. Le pidieron un cigarro y de inmediato sacaron dos cuchillos. Simularon un atraco, pero en realidad no les interesaba el dinero. Enseguida empezaron a propinarle puñaladas por todo el cuerpo.
Carlos era bajito y rechoncho, pero un hombre de gran fortaleza. Se resistió al ataque, le mordió a Javier en un dedo, arrancándole parte del guante de látex y haciendo que perdiese el reloj. La víctima resistió el ataque cerca de 20 minutos, durante una inenarrable agonía en la que los dos asesinos se ensañaron sin piedad con él. Carlos no moría y Javier Rosado se contrarió por ello. “¡Lo que tarda en morir un idiota!”, protestaba después en su diario.
Finalmente lo degollaron y tiraron el cuerpo por un terraplén. Félix y Javier celebraron el crimen sin ningún tipo de remordimiento. Volvieron a sus casas en Chamartín, tiraron la ropa ensangrentada y durmieron a pierna suelta. Entretanto, en Manoteras, un conductor de autobús que se había parado a fumar un cigarro descubrió el cuerpo inerte de Carlos Moreno. A su lado, un trozo de látex y un reloj.
Un cura, la clave
“Al día siguiente reparé en las posibilidades de que nos pillase la policía. El reloj, el trozo de guante, estaban en contra. Mi punto débil era también que él me había dejado lleno de heridas.”
A pesar de las pruebas halladas en el lugar de los hechos, la policía no pudo determinar la autoría del crimen: ninguno de los dos autores estaba fichado previamente. Así pasaron los meses y el crimen de Carlos Moreno quedaba impune en apariencia. Igual que el de otro varón que fue asesinado en la misma zona unas semanas antes, cuyo cuerpo apareció con 70 puñaladas y sin ojos. Dio aquello lugar a que en los medios empezase a circular la idea de un asesino en serie.
Y esa era, en realidad, la idea de Javier Rosado. Asesinar muchas veces. Salir de nuevo a matar y hacerlo mejor que la primera vez, tal y como advertía en su diario. Por eso planeó junto a Félix, meses después, una segunda batida. La vanidad de Rosado hizo que le explicase lo acontecido a Jacobo, Javier y Enrique, tres jóvenes de 17 años con los que también jugaba a Razas y con los que quería contar para el siguiente crimen.
No contaba Rosado con que Enrique le acabaría confesando lo que había escuchado al párroco de su barrio. Que Javier y Félix se habían pavoneado de haber matado a Carlos Moreno. El cura le recomendó al chico que se lo explicase a su padre. Su padre le escuchó con atención y fue a denunciar los hechos a la policía. Sin esa intervención, tal vez el crimen no se hubiese resuelto nunca.
¿Un loco?
“¡Pobre hombre!, no merecía lo que le pasó. Fue una desgracia, ya que buscábamos adolescentes y no pobres obreros trabajadores. En fin, la vida es muy ruin”
La policía los detuvo y el juicio generó una expectación de ámbito internacional. Acudieron periodistas del New York Times o Der Spiegel, además de servir después de inspiración para películas como Nadie conoce a nadie: “Hay que recordar que fue el primer juicio en Europa en el que se planteaba, desde el punto de vista de la psiquiatría forense, la doble personalidad”, cuenta a EL ESPAÑOL Javier Saavedra, el abogado que llevó la acusación de aquel caso. El principal encargado de demostrar que Javier Rosado no estaba loco. Que no sufría ningún trastorno de doble personalidad. Que simplemente era alguien que disfrutaba con el dolor ajeno.
Pero los tres psiquiatras que evaluaron a Rosado no pensaban igual. Llevaron hasta el final la teoría de que el asesino del rol sufría doble personalidad y no sabía lo que hacía en el momento del crimen. Fueron dos mujeres, dos psicólogas aportadas por la acusación, Blanca Vázquez y Susana Esteban, de la Clínica Médico Forense de Madrid, las que desmontaron, mediante varios tests esta posibilidad.
Félix enseguida reconoció los hechos que se le imputaban y pidió perdón a la familia del finado. Rosado, por el contrario, rechazó en todo momento su participación en el crimen. Durante todo el juicio mantuvo una postura altiva y prepotente, limitándose a tomar notas o sonreír al escuchar los testimonios.
La traición del ego
“A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera víctima. Sonreímos y nos dimos la mano”
La personalidad vanidosa y el tremendo ego de Javier Rosado fue la que le acabó traicionando. El juicio estaba por finalizar y el prefirió ejercer su opción de decir sus últimas palabras, en lugar de guardar silencio. En esa intervención se delató. Rechazó estar loco o ser un psicópata. Reivindicó estar en sus cabales y reconoció que él empuñó el más pequeño de los cuchillos que se utilizaron para perpetrar aquella sangría. Se había delatado.
La magistrada María del Carmen Compaired dictó sentencia. Javier Rosado no estaba loco, se lo hacía. No tenía doble personalidad. Era plenamente consciente de sus acciones y Félix fue solamente el gregario que necesitaba para llevar a cabo un crimen con ensañamiento de tal magnitud. Sin móvil aparente. Con alevosía. Por el placer de matar. Por un juego.
Rosado fue condenado a 42 años de cárcel como autor material y cerebro del crimen. Félix, por ser menor de edad en el momento del suceso, fue sentenciado a 12 años de reclusión menor. El caso estalló en los medios, que la emprendieron contra los juegos de rol. El periodista Rafael Torres publicó una pieza en el diario El Mundo en la que aseguraba que los juegos de rol provocaban necrosis en el cerebro a los que los practicaban. No fue hasta 1998 cuando la sentencia del Supremo dejó claro que el rol, como tal, no había tenido nada que ver.
Los asesinos, hoy
“Mis sentimientos eran de paz y tranquilidad espiritual total: me daba la sensación de haber cumplido con un deber, con una necesidad elemental que por fin era satisfecha”.
Félix fue el primero en salir a la calle. Se integró en una fundación de ayuda para presos llamada Horizontes Abiertos, con cuyos miembros estuvo conviviendo. Aseguró estar rehabilitado, estudió informática y se mudó a Alemania para borrarse del mapa. Vivió varios años en Berlín, pero regresó a Madrid en 2006. Desde entonces vive en el anonimato. No tiene redes sociales y no le figuran propiedades a su nombre.
Rosado tampoco cumplió las 42 años de condena que le cayeron. En la cárcel aprovechó el tiempo e hizo historia. Se convirtió en el primer preso de España en sacarse tres carreras durante su periodo de reclusión. Su buen comportamiento en el penal y las clases de matemáticas que le daba a los presos le permitieron reducir su pena. Salió en libertad en 2008, no habiendo cumplido ni un tercio de los 42 años de pena que le fueron impuestos. Paradójicamente, si en el juicio le hubieran declarado enfermo mental, hubiese ingresado en un pabellón psiquiátrico y tal vez no hubiese salido jamás. Ninguna clase de matemáticas le hubiera aportado ninguna rebaja de la condena.
Rosado también está desaparecido de la vida pública. Son muchos los que le buscan y más todavía las teorías que circulan sobre él. La preferida entre los aficionados a la crónica negra es la publicada en este blog, que sostiene que Félix volvió a España cuando supo que Rosado iba a salir en libertad. Que siguen siendo inseparables. Que ambos viven juntos y siguen jugando a Razas, aquel juego que se llevó por delante la vida de un hombre cuyo único delito fue esperar el autobús una noche de abril de 1994.