Paqui no ve, pero lee. Guiándose por el oído y en voz alta, lee, ya bien sea para abuelos en geriátricos o para niños enfermos en los hospitales. Ejerce como voluntaria lectora para aquellos que no pueden leer, una afición que viene ejerciendo desde mucho después de quedarse ciega. Con 23 años le diagnosticaron retinosis pigmentaria, una enfermedad de las llamadas raras que fue quitándole vista poco a poco hasta dejarla sumida en la oscuridad absoluta. “Leo para vivir”, confirma.
Dos días por semana, Paqui —de apellido Ayllón y de 49 años de edad— lee para jóvenes inmigrantes que viven en El Puerto de Santa María con familias de acogida. El verano para ellos es tiempo de preparación para el examen que da acceso a la educación para adultos. Algunos quieren ser mecánicos, otros carpinteros de aluminio. Los hay de Mali, Guinea o Marruecos. Todos llegaron en patera y cuentan historias de sus travesías desesperadas.
Ali tiene 18 años y es de Mali. Hace ocho meses y medio cruzó el Estrecho con otras 84 personas más desde Nador y hasta Algeciras. La avalancha de llegadas hizo que Ali acabase en un centro de educación ambiental en El Bosque, en la sierra de Cádiz. Desde allí, gracias a una familia de acogida, fue a vivir a El Puerto de Santa María.
Así es como Ali llegó de Mali a una clase de Ayllón. Hoy la lección se imparte en la biblioteca pública municipal Poeta Rafael Esteban Pooullet. “Paqui nos dice que leamos mucho”, apunta el joven, entusiasmado por la lectura de la escritora. “Si la profesora es buena, nosotros aprendemos rápido, y Paqui es buena”, insiste. Por eso Ali habla bien el español con solo ocho meses de estancia en España.
“Estos chavales han tenido conmigo menos prejuicios que otras personas; temía que no confiasen en mí”, confiesa Paqui, natural de Huétor Tájar, en Granada, aunque ha pasado gran parte de su vida viviendo en Jerez de la Frontera y en la vecina localidad de El Puerto de Santa María, donde reside en la actualidad.
A ninguno de estos alumnos sorprende ver a Paqui llegando con su perra guía Meadow, “una pradera de color arena”, le dijeron. Una hembra de raza labrador que no se separa de su dueña bajo ningún concepto desde hace cinco años y medio. “Fue amor a primera vista”, recuerda Ayllón.
Paqui y Meadow se conocieron en Rochester Hills, una ciudad del condado de Oakland en el estado de Míchigan, Estados Unidos. Allí, gracias a una beca de la ONCE, consiguió su perro guía. “Mis ojos y mi brazo izquierdo”, describe.
Paqui sorprende a la gente por lo rápido que se mueve por la calle con su perra guía. “Con ella se me olvida que soy ciega —confirma—; con el bastón soy consciente, pero Meadow me lo ha permitido todo: volver a llevar una vida completamente normal”. Y redescubrir ciudades como Venecia o Viena.
Y juntas, la pareja va de aquí para allá cumpliendo con su labor de voluntariado. “Yo leo, pero Meadow también hace lo suyo y allá a donde vamos se comporta de una forma u otra”, explica Paqui. Con los niños se deja acariciar panza arriba, con los abuelos se comporta de forma tranquila y se despide de ellos uno a uno al irse.
La perra es capaz de encontrarle fruterías, supermercados o librerías allá a donde vayan. “Por el olor, y no falla”, presume orgullosa Paqui. En una de sus incursiones, por azar, Ayllón conoció a un librero que le contó que existían grupos de voluntarios lectores. “Él me lo dijo con la intención de que me leyeran, y al final acabé yo leyéndole a otros”, comenta entre risas.
Leer con el oído
Paqui lee gracias a un aparato tlifotécnico que traduce las letras en sonidos. Ayudándose de unos auriculares, va oyendo las frases que después ella va poniendo en su boca con una entonación que capta la atención de su audiencia. Como si fuese una traducción simultánea.
Así, dando ejemplo con su experiencia vital y también con sus lecturas por bandera va recorriendo España. “Insisto que tener una discapacidad no te obliga a ser otra persona, solo hay que aprender a vivir la discapacidad con normalidad, y es un reto para la persona y para la sociedad”, explica Paqui Ayllón, la lectora ciega. “Esa es mi lucha”.
Aprender esa lección que hoy imparte con su ejemplo no ha sido fácil para Paqui, que desde la infancia empezó a percibir que algo no iba bien en sus ojos. Le decían que era una niña torpe y despistada porque tropezaba mucho; de mayor, creían que conducía ebria porque los coches le pitaban cuando se cambiaba de carril. Ni una cosa ni la otra. Paqui simplemente no veía bien.
Las sospechas de que ocurría algo con su vista caían en saco roto cada vez que se enfrentaba a los oculistas. La retinosis pigmentaria es una enfermedad difícil de diagnosticar, así que Paqui fue arreglándoselas para ir consiguiendo todo aquello que se proponía pese a esas cosas raras que le pasaban. “Había veces que jugando al billar, la bola blanca aparecía, desaparecía y volvía a aparecer”, narra.
Con 23 años logró una plaza fija como enfermera y matrona en un hospital cercano a Ronda, en la provincia de Málaga. Allí conoció a su marido, un médico —“la típica historia, médico y enfermera”, apostilla Paqui— con el que tuvo una hija hace 18 años, Clara.
También con 23 años llegó el diagnóstico: retinosis pigmentaria, una enfermedad hereditaria, congénita y degenerativa que brota y evoluciona de forma distinta en cada persona. Las células de la retina se van muriendo poco a poco, o a saltos, lo que genera zonas de oscuridad en su campo de visión, que se va estrechando. “Como cuando miras a través de un telescopio”, apunta. “Había objetos que estaban delante mía, pero que mi ojo no veía”, recuerda.
“La vida se te trunca”
Paqui no lograba explicarse cómo podía padecer una enfermedad hereditaria cuando no había antecedentes de ceguera en la familia. Pese al diagnóstico —y con solo un 60 por ciento de visión—, siguió trabajando a la espera de ver cómo evolucionaba su enfermedad, que le pondría inexorablemente fin a su visión sin una fecha exacta. “Yo esperaba jubilarme como enfermera y, de repente, la vida se te trunca —recuerda la gaditana—; no se sabe cuándo ni cómo, pero la retina se iría perdiendo poco a poco hasta dejarme ciega”.
—¿Ciega o invidente?
—Ciega, mucho mejor que el eufemismo invidente. Cuando fui ciega legalmente a mí me costó mucho trabajo a pronunciar la palabra ciega. Entré en una depresión porque no estaba acostumbrada a llevar bastón y a no trabajar. Creía que era una inútil para la sociedad y no quería asumirlo. Ahora ya está superado, soy ciega.
Paqui es, para muchos, la lectora ciega. En primer lugar, porque es ciega y es lectora voluntaria para ancianos en los geriátricos, para niños hospitalizados en oncología pediátrica, para enfermos mentales de asociaciones, para menores recluidos en centros de internamiento o para inmigrantes que preparan su prueba de acceso a la educación para adultos. En segundo lugar, porque ese es el título de su primer libro, La lectora ciega, basado en sus propias vivencias.
Sin ver, y sin saber braille, Paqui ha escrito las 258 páginas de su libro. “Bueno, no, ¡el prólogo es de Elvira Lindo!”, corrige esbozando una amplísima sonrisa, uno de sus rasgos más personales. Porque Paqui cuando ríe, lo hace con todo el cuerpo. También con sus ojos, marrones tirando a verdes.
Lectora y escritora ciega
Precisamente la escritora Elvira Lindo ha jugado un papel trascendental en la primera incursión literaria de Ayllón. Ambas se conocieron en una charla, que acabó con Paqui contando su historia en la radio. Al otro lado de la radio estaba la editora Ymelda Navajo, que pensó que las peripecias de la gaditana darían para un libro.
“¡¿Cómo voy a escribir un libro si no soy escritora, yo soy lectora?!”, respondió. “Pero me convencieron”, añade. Nueve meses tardó en escribirlo y ahora está de gira por España promocionándolo. Los derechos de autor del libro son para la fundación que se dedica a investigar su enfermedad: Fundaluce, que lucha contra la ceguera.
En varias ocasiones durante los meses de escritura se ha dicho a sí misma que para qué se había metido en estas. “Escribir… ya sabes —confiesa Ayllón—; tenía clara la estructura: un antes, durante y después del diagnóstico; también sabía los mensajes que quería dar, pero a veces me encasquillaba, porque escribía de oídas”. “Pero me decía que merecería la pena con que tan solo a una persona le sirviese mi experiencia”, apunta. Por eso puso un email de contacto en las primeras páginas del libro. “Y estoy recibiendo emails de muchos puntos de España y Latinoamérica”, explica.
La lectora ciega se divide en tres grandes bloques: Vivir para leer, La travesía en el desierto y Leer para vivir. En ellos cuenta cómo a los 31 años tuvo que decir adiós a su profesión como enfermera y los 11 años posteriores hasta que la declararon ciega total.
Narra también sus viajes por Roma, Florencia, Praga, Londres… hasta empaparse de ciudades, museos y libros. Una borrachera de once años que podía permitirse por una buena pensión fruto de su doble empleo como matrona y enfermera. En Nueva York, en un paseo en solitario por la Quinta Avenida camino a Time Square, se dio cuenta de que su cerebro pintaba los taxis de amarillo, pero que ella ya no los veía. La ceguera se imponía.
“No soy ciega, pero no veo”
“Fueron duros y caí en una depresión, tanto que necesité ayuda psiquiátrica y farmacológica”, confiesa. En esa travesía en el desierto, Paqui tuvo que aprender a prepararse para la ceguera que le iría sobreviniendo. Durante años rechazó el bastón. “Me negaba, no quería asimilar que era ya ciega; tuve rechazo al mundo de los ciegos porque yo no era ciega. “Yo decía que no era ciega, pero no veía”, detalla en mitad de sonoras carcajadas.
—¿Cuándo llega a asimilar la ceguera como algo identitario?
—Cuando fui ciega legal. Eso no llega de la noche a la mañana. En una revisión, el oftalmólogo me dijo que ya era ciega total, que se considera cuando tienes entre el cero por ciento, alguien que nace ciego, y el uno por ciento. Yo estaba en un 0,05%. Ciega total con percepción de luz.
De día Paqui ve todo blanco; negro de noche. Como un día de niebla espesa. O como si tuviera una cortina blanca delante. “Eso ven mis ojos”, garantiza.
“Empecé a sentir mucho miedo”, relata Paqui. “Cambiaron mis hábitos de vida, me da miedo salir sola a la calle —sigue—; no fue depresión. Fue sentir miedo. Y ese miedo me paralizaba”.
De nuevo la literatura fue al rescate de Paqui. Encerrada en casa, supo de una conferencia de Ana María Matute en Jerez. “A mí me apasionaba y esas ganas de conocerla hicieron que saliese sola a la calle con mi bastón —narra con entusiasmo la gaditana—; ahí acepté que también necesitaba un perro guía”.
Cinco años y medio después, Meadow es el más atento de todos sus alumnos. Escucha con atención el relato que Paqui va interpretando con el punto justo de teatralidad. El de hoy va sobre el baobab, un árbol africano que según la leyenda que narra la lectora desafió a los dioses y fue castigado dándole la vuelta para que las raíces crecieran hacia arriba.
En mitad de un gran silencio, los chicos se quedan embobados con la fábula de Paqui. Porque cuando Paqui lee, ya no hay ceguera. Es una lectora que lee y un público que escucha. El mejor ejemplo posible para quienes necesitan derribar barreras.