“Estábamos a punto de partir hacia Líbano. Tenía asumido que podía perder la vida pero que ese era mi trabajo. Sin embargo, a mí mi país me entregó minas obsoletas para que mis compañeros y yo hiciéramos pruebas con ellas. Ahora estoy comido por la metralla, tengo una prótesis ocular porque perdí el ojo derecho y apenas veo con el izquierdo. Defensa miente. Se escuda en que aquello fue un accidente, aunque la desgracia se pudo evitar. Yo me salvé, pero murieron cinco compañeros, que dejaron viudas, huérfanos y padres sin sus hijos”.
Delante del reportero, cada frase de José Manuel Candón duele como una sentencia condenatoria. Sentado a la mesa del comedor de su casa, en Chiclana de la Frontera (Cádiz), Pepe, como le conocen los suyos, recuerda con absoluta nitidez lo sucedido aquella mañana del 24 de febrero de 2011 en Hoyo de Manzanares (Madrid): el sonido del helicóptero llegando para trasladarlo a un hospital; sus manos pastosas por la sangre que le emanaba de la cara y de la cintura, la sensación de no saber si estar vivo, muerto o soñando.
Aquel día faltaban unas semanas para marcharse a una misión internacional en Líbano. Este teniente realizaba maniobras con militares experimentados en técnicas de desactivación de explosivos, como él, que ostenta la más alta graduación en la materia.
De repente, ocho minas contracarro cargadas con 56 kilos de material explosivo detonaron mientras cinco compañeros de Candón las apilaban. Iban a ensayar una voladura controlada. Como si estuvieran en zona de operaciones. Pero en España.
La explosión mató a aquellos cinco soldados. Dos eran miembros del Tercio de la Armada de Infantería de Marina en San Fernando (Cádiz). Los otros tres pertenecían al Batallón de Zapadores del Ejército de Tierra en El Goloso (Madrid).
El teniente José Manuel Candón y el sargento primero Raúl Alfonso González, que se encontraban a una treintena de metros de distancia, resultaron heridos graves. Minúsculos trozos de metralla, que volaron a una velocidad de unos 600 metros por segundo y a una temperatura que rondaba los 700 grados, se incrustaron de por vida en el cuerpo de José Manuel. Impactaron en brazos, piernas, torso...
Ahora, de cerca, el contorno de la cavidad de su ojo izquierdo resulta un tatuaje ovalado con motas moradas debajo de una piel reconstruida a retazos.
Nueve años después, José Manuel Candón y Raúl Alfonso González siguen batallando con la justicia militar para tratar de demostrar que aquello no fue un accidente. El 4 de octubre de 2013, el Juzgado Togado Militar número 11 de Madrid archivó la causa. Sin embargo, en marzo de 2018, hace ahora dos años, el Tribunal Militar Primero la reabrió tras admitir el recurso de los dos supervivientes.
“Nadie me va a hacer pensar que esas minas no estaban caducadas y debían estar en desuso. ¡Nadie!”, dice Pepe Candón, un hombre hercúleo de 43 años que vive junto a su mujer y sus dos niños con el dinero de la pensión que le quedó. Ha pasado 35 veces por un quirófano. Tiene un 79% de discapacidad y le resta un 20% de visión en el ojo derecho, la cual va decreciendo con el paso del tiempo.
El juzgado que archivó el caso resolvió que la explosión fue un mero accidente. Como consecuencia, el Ministerio de Defensa no tuvo que indemnizar a las familias de los muertos ni tampoco a los supervivientes. Nadie era responsable. En el caso de las víctimas, la indemnización podría superar los 100.000 euros. En el de los dos militares que sobrevivieron, alcanzaría el millón.
“Las dificultades del terreno, que se encontraba húmedo, la inestabilidad del trípode y el peso de la carga ocasionó que en un momento dado en el trabajo del hornillo [un cráter para provocar que los restos tras la detonación salgan hacia el cielo] y, de manera accidental, la carga HL-200 se cayera sobre las minas, estando la primera de ellas espoletada”, dice el auto de archivo de la causa.
Aquel día, José Manuel Candón había solicitado material explosivo distinto al que finalmente usó junto a sus chicos, según se recoge en el citado auto. Un comandante les aconsejó usar otro más similar al que se podían encontrar en Líbano.
Pero la 'vida' de las minas, que debían haber pasado a desuso, se había ampliado cinco meses antes del suceso. En septiembre de 2010, tras realizarles una inspección visual, se certificó que eran válidas hasta marzo de 2011, aunque en la inspección de vigilancia, que se practicó en diciembre de 2010, se declararon inútiles.
En febrero de 2011, las ocho minas explotaron durante aquellas maniobras que se saldaron con la vida de cinco militares. En “la pegatina” de las cajas ponía que estaban caducadas. Así lo entendió también el agente de la Guardia Civil que redactó el informe pericial de los hechos.
Pero la jueza acabó señalando que “la posibilidad” de que las minas C-3B fuesen “no aptas o inútiles” quedaba “descartada”. Tampoco le otorgó importancia a que en una de las diligencias previas se incluyera una orden interna del Ejército de Tierra que aprobaba, por orden de la Dirección del Sistema de Armas (DISAR), el uso en maniobras y prácticas de prueba “de munición inútil que se encuentre incluida en expediente para su destrucción o desmilitarización”.
Tras la reapertura del caso, los dos supervivientes han vuelto a recobrar la esperanza. El abogado de José Manuel Candón, Raúl González, ha presentado un informe pericial de un experto en explosivos valenciano en el que se acredita que el material usado en aquellas maniobras estaba obsoleto y que debía ser desmilitarizado.
Además, los dos supervivientes sostendrán su acusación en que, en 2017, la División de Logística del Estado Mayor del Ejército de Tierra prohibió que se suministrara material “inoperativo o inútil” para “prácticas”.
“O hinco yo la rodilla, o lo hace Defensa. Pero ya no me frena nada salvo la muerte. Que tengo que esperar 15 años a que se haga justicia, los esperaré”, dice con firmeza José Manuel Candón. “De todos modos, tengo todo el tiempo del mundo. Hace mucho que esto dejó de ser un tema de dinero. Se trata de orgullo. El país al que he servido no puede tratar así a quien lo defendió con su vida”.
José Manuel Candón ingresó “por vocación” en el Ejército a los 18 años. Poco a poco, fue escalando en la estructura militar, hasta ostentar cargo de oficial. Tras el archivo de la causa y “ver” que Defensa “olvidaba” a él y a sus compañeros, Candón ha solicitado por vía oficial reunirse con los últimos tres ministros del ramo, Pedro Morenés, María Dolores de Cospedal y Margarita Robles, que ostenta el cargo en la actualidad.
Ninguno ha atendido su petición. Sólo lo han hecho, explica, cargos intermedios del ministerio o mandos militares. “Quiero explicarle a la ministra que sucesos como el de Hoyo de Manzanares se pueden evitar. Mueren más militares antiexplosivos en España que en Afganistán o Irak. No tiene ninguna lógica. No se nos puede dar material obsoleto para hacer maniobras y que sea más peligroso que en plena zona de operaciones”.
Mientras libra su última batalla, José Manuel mata el tiempo practicando deporte. Ha sido campeón de España, de Europa y del mundo en Triatlón Cross XTERRA para discapacitados en la modalidad de tándem. “Capacidad de sufrimiento no me falta. Lucharé hasta que muera”. Palabra de teniente.