Hace dos meses vivía en Oslo. Tenía un trabajo cómodo de 8.00 a 16.00, un piso con jardín, un sueldo noruego y, a la vez, muchas ganas de cambio. Habían sido tres años en Escandinavia, en donde el dinero y el trabajo no son un problema, aunque, socialmente, no es oro todo lo que reluce.
Apenas dos meses más tarde, el pasado viernes, escapé de Cracovia a San Sebastián sobre la bocina. Fueron 13 horas de autobús y tres de avión pasando por Berlín y Madrid como paradas intermedias, ante el riesgo de quedarme estancado en Polonia por la crisis del coronavirus.
Veinte horas de estrés, de nervios y de mucho riesgo. Supongo que las embajadas españolas hacen lo que está en sus manos en función de las herramientas que les proporciona el Gobierno. No lo sé. Lo mío fue un Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como. Pero para contar bien mi particular Gran Evasión tenemos que retroceder al pasado sábado cuando dos hombretones polacos entraron en mi piso en Cracovia ataviados con escafandras y semblante (en mi imaginario) de encontrarse en los intestinos de Chernobyl.
Meses atrás, un unicornio fintech, un neo banco, me hizo una oferta de trabajo. Tenía que elegir entre Oporto y Cracovia entre otras opciones. Acepté rápido por aquello de probarme en una empresa que está en boca de todo el sector financiero. Al fin y al cabo, hablar noruego es un seguro laboral que te permite prestarte a estas aventuras, y dejar las puertas abiertas de mi anterior trabajo parecía una magnífica red de seguridad.
Fue todo muy deprisa. En enero viajé desde Noruega para hacer el papeleo y elegir piso en Cracovia, en febrero me despedí de mis amigos en Oslo, y el 2 de marzo empecé a trabajar en Polonia. Aquel 2 de marzo, el coronavirus era sólo una molesta música de fondo, como la que te ponen en un call center. No es agradable pero puedes apartar el auricular del oído, atento eso sí, hasta que deje de sonar. Pero la música subió de volumen y se tornó en siniestra, como si fuese Black Metal noruego.
Al octavo día en mi nuevo trabajo, las oficinas diseñadas con la misma estética y privilegios de las de Google o Facebook, se vaciaron. Del ajetreo de 1.000 trabajadores al silencio absoluto, en cuestión de horas. Con apenas 20 casos de contagio, el Gobierno polaco se puso las pilas. Cerraron universidades, bares, restaurantes y advirtieron de que todo trabajo que lo permitiera se debía hacer desde casa.
Con apenas 20 casos de contagio, el Gobierno polaco se puso las pilas. Cerraron universidades, bares, restaurantes...
Minutos antes, justo había preguntado a mis responsables cuánto tiempo pasaría hasta que pudiese trabajar solo, sin asistentes a mi lado: sospechaba que las medidas contundentes eran inminentes y me preocupaba que el training, en el que todavía estoy inmerso, es exigente y hay muchos conceptos financieros que absorber. Me contestaron que en el escenario más optimista, un mes.
Sin wifi no hay paraíso
Empecé a trabajar desde mi piso al día siguiente, jueves 12. ¿No tienen la sensación de que cada día dura lo que duraba un mes en nuestra vida anterior a la pandemia? Webcams, conversaciones a cinco, pizza en el sofá y dos portátiles. Suena bonito, pero no lo es. Dejando al margen dolores de espalda y la falta de material de oficina en mi nueva casa, no había tenido tiempo ni de instalar Wifi. Y Wifi is my new best friend en mi nuevo trabajo.
Entré al pasado fin de semana repleto de dudas. "Tengo que ganar Wimbledon y ahora mismo tengo por raqueta una sartén", pensaba para mis adentros. Volvía a pedir pizza para comer. Envié la foto a una amiga, que me contestó con humor: "Me están dando ganas de que te entre el coronavirus". Palabra de bruja. Diez minutos más tarde me empecé a sentir mal. Me subió la fiebre repentinamente, empecé a temblar, no podía ni escribir un mensaje de texto.
Me dolía la cabeza, llamé al trabajo, me dieron teléfonos de urgencia, pero en tres de estas líneas escuché: “Po polsku, po polsku!" -en polaco, en polaco-. En urgencias. “Sabemos que se está muriendo, pero cuéntenoslo en polaco”. Genial. No soy exactamente Winston Churchill en el noble arte de la diplomacia, pero con una fiebre del averno se disipan todas las dudas. Los juramentos en castellano cervantino y la impotencia se dispararon.
Me empecé a sentir mal. Me subió la fiebre repentinamente, empecé a temblar, no podía ni escribir.
Finalmente me atendió un chico y me dijo: "Te mando dos paramédicos". Dos horas más tarde, aparecieron en mi piso los dos tipos de la imagen superior. No parecían demasiado enérgicos ni dominadores de la situación. Mentiría si dijese que no recordé la famosa serie de Antena 3, 'Manos a la obra'. Cómo olvidar a Manolo y Benito. Uno de ellos se acercó, me tomó la fiebre. "Cuarenta", le dijo a la chica, jefa de epidemiología del Hospital de Cracovia, por teléfono.
Se oían gritos al otro lado del auricular:
- ¿Dónde has estado en las últimas dos semanas?
- En Madrid -contesté-.
En realidad no era exactamente así. Había estado tres semanas atrás, me di cuenta más tarde. Me ofrecieron hospitalizarme para hacerme la prueba y vigilar mi estado. Pregunté la diferencia entre quedarme en casa y hospitalizarme. Al ver que el tratamiento era el mismo les dije que no quería ocupar una cama. "De momento no hay falta de camas. Te daremos Paracetamol para controlar la fiebre", escuché al otro lado del auricular. "Me quedo". Me dieron un número directo por si empeoraba. "No salgas de aquí en siete días".
Me sentía bien, pese a la fiebre. Esa noche me desperté y estaba ardiendo, pero me habían advertido que si el paracetamol actuaba rápido, no tenía por qué preocuparme. Fue el caso. El domingo la fiebre bajó sin ayuda de medicamentos y el lunes trabajé. Tenía dudas de si era coronavirus o no, al no haber hecho la prueba, pero por si acaso, no salí ni a tirar la basura.
Tenía dudas de si era coronavirus o no, al no haber hecho la prueba, pero por si acaso, no salí ni a tirar la basura
Durante la semana, tanteé a mis jefes. "Esto que estoy haciendo en mi piso lo puedo hacer desde San Sebastián, en mejores condiciones. No es culpa de nadie, sé que hacéis lo que está en vuestras manos por que yo esté cómodo y que todos estamos sufriendo las consecuencias de este virus, pero... ¿Me dejaríais trabajar desde España?”, pregunté. Al primer atisbo de respuesta positiva, empecé a acribillar a llamadas a la embajada de España en Varsovia.
Comienza el cierre de fronteras
Polonia había cancelado todos sus vuelos internacionales. Alemania había cerrado sus fronteras con Austria, República Checa y Francia... Y Polonia también. Sólo seguían abiertos un puñado de puntos geográficos por los que todavía se permitía el tránsito de personas. De repente, me vi atrapado. Quería una solución. Creo que es humano ponerte en situaciones adversas en las que no puedes volver de urgencia a España, y es una sensación horrible que nunca había vivido en mis otros periplos laborales en Londres o Noruega.
Además, como todo trabajador residente en Polonia, mi contrato inicial es de tres meses. Generalmente es un trámite pero... ¿Y si me quedo estancado en un país en tierra de nadie y sin trabajo? Descubrí que, desde el primer instante, Polonia, a través de la aerolínea LOT, estaba repatriando polacos. No solo residentes en Europa. Fletaron aviones hasta a Bali o Chicago.
Mientras tanto, llamaba a la embajada española y me decían que el Gobierno no tenía recursos para hacer lo propio. Yo, que como ciudadano español creía que jugaba en la Champions League, me di cuenta de que me habían engañado. Era un bolo de verano. Como decía, LOT está saliendo al rescate de sus ciudadanos polacos en la diáspora desde Varsovia. Pero esos vuelos, a priori, están destinados a hacer la ida vacíos. Así que la aerolínea ofrecía la posibilidad, a extranjeros residentes en Polonia, de volver a sus lugares de origen. Si LOT volaba a Lisboa a repatriar polacos, la embajada, en este caso de Portugal, ofrecía la opción de coger uno de estos vuelos.
Yo, que como ciudadano español creía que jugaba en la Champions League, me di cuenta de que me habían engañado
Este fue el caso de los padres de Ekaitz Zabala, estudiante de Zumarraga (Guipúzcoa), que se encuentra de Erasmus en Gdansk, a orillas del Báltico. El cierre de fronteras y cancelación de vuelos internacionales les pilló en fuera de juego, visitando a su hijo. De pronto, se vieron en tierra de nadie, perdiendo dinero y días de trabajo a 2.000 kilómetros de casa, sin que la embajada les diese una sola vía de escape. Finalmente, volaron a Madrid con LOT el pasado jueves.
Me empezó a entrar una pequeña crisis de ansiedad. Los vuelos a España, de unas 200 plazas, se agotaban a las horas y el riesgo de que no hubiese más aviones fletados comenzaba a ser evidente.
En Cracovia todavía se puede salir a la calle. Consiguieron ralentizar el número de contagios, actuando con rapidez y contundencia y evitando, por ejemplo, publicitar manifestaciones para 100.000 personas en plena pandemia -otro bolo de verano-. Pero el confinamiento obligatorio es cuestión de días. Así que empecé a diseñar un plan, tras recibir el ok de mi trabajo. La opción para escapar era Berlín.
Ryanair acababa de anunciar, el pasado miércoles, que anulaba todos sus vuelos a partir del 24 de marzo. El tiempo se me acababa. Asimismo, estaban cancelados el 80% de los vuelos con destino España hasta esa fecha. Pero yo seguía viendo un Berlín-Madrid el viernes por la mañana. Ahora, sólo tenía dos problemas: llegar a Berlín y dar negativo en el test del coronavirus.
Sólo tenía dos problemas: llegar a Berlín y dar negativo en el test del coronavirus
Llamé al teléfono directo que me proporcionaron los paramédicos. Les expliqué que necesitaba conocer el resultado con urgencia, argumenté el motivo, y me vino una ambulancia a buscar a mi piso. El jueves a primera hora de la mañana, tenía el resultado. Había sido una falsa alarma. Negativo. Y aquí empezó la escapada.
Encontré un autobús nocturno que conectaba Cracovia con el aeropuerto de Schonefeld en Berlín, de donde salía el vuelo de Ryanair, todavía no cancelado. Compré el billete de autobús, pregunté por Twitter a la compañía si me garantizaban que iba a llegar a tiempo. Me dijeron que se había cancelado esa ruta por el cierre de fronteras.
En la embajada, me habían asegurado que se podía acceder a Alemania todavía. Incertidumbre elevada a desconcierto. Después, me di cuenta de que con los nervios, había comprado un billete para el sábado.
Volví a Twitter. Y me contestaron que la noche del jueves, al menos esa noche, la ruta Cracovia-Berlín figuraba en el sistema. Mi hermana y una amiga polaca que domina el alemán llamaron por teléfono a la compañía de buses, que atiende sólo en este idioma. Tras varias conversaciones con el jefe de fronteras de esta multinacional de transportes, me dieron el ok. Eran las seis de la tarde del jueves.
Comienza la yincana
Había trabajado, y tenía 44 kilos de maletas por hacer en las tres horas que restaban para que el autobús saliese rumbo a Berlín. Todavía no había comprado el billete de avión y me di cuenta de que el plan tenía una fisura importante: si el vuelo se cancelaba, no podría volver a entrar a Polonia en 14 días.
De pronto me vi como Tom Hanks, en La Terminal. Como Tom Hanks, en Náufrago. Como Tom Hanks, recientemente diagnosticado de coronavirus, en Forrest Gump. "La vida es una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar".
Si el vuelo se cancelaba no podría volver a entrar a Polonia en 14 días. De pronto me vi como Tom Hanks en La Terminal
Pero quedarme tirado en Berlín, con dos maletas, de forma indefinida, sin techo para dormir, no tenía punto dulce. Podía comprar una guitarra y tocar en una boca del metro del barrio de Mitte, pero ese plan también tenía fisuras: no he tocado una guitarra en mi vida, 'Hulio'.
Conseguí cerrar mis maletas casi con alicates y a las 21.00 estaba en la estación de autobús de Cracovia. Leí "Berlín" en un luminoso electrónico. Vi a una pareja. Eran de Hamburgo. Les pregunté si iban a coger el mismo autobús, y me dijeron que habían confirmado que salía. Respiré tranquilo y nos empezamos a reír. La complicidad de quienes se han visto estancados en una situación de pandemia.
Llegó el autobús, anteriormente bautizado como Polskibus. Una línea que surgió con motivo de la Eurocopa de 2012 que ganó España. Cuando fuimos los mejores que diría Loquillo. Íbamos 8 personas en el vehículo como medida de seguridad. Los asientos, eso sí, eran duros como rocas. No me importaba. Hubiese viajado de pie. O en un colchón de fakir. No me dormí en horas. Me puse la radio y escuchaba sin demasiada atención la radio mientras pasaba por todos aquellos lugares en los que fui feliz en mi Erasmus tardío en Polonia.
Katowice, Wroclaw... Tengo la sensación de que no acabamos de asimilar al 100% el momento que estamos viviendo. Es una situación que parece irreal aunque no lo es. Creo que en ese trayecto de autobús empecé a tomar conciencia real de la situación. Suena ya a cliché, pero ese "éramos felices y no nos dábamos cuenta" se ajusta bastante a lo que pensé camino a Berlín.
Aproveché el trayecto para hablar con mi jefa noruega. He trabajado en las oficinas del hotel de Noruega con mayor ocupación. Un gran hotel. Tan bien cuidado como dirigido. Una máquina de hacer dinero. Pese a todo, si la situación se dilata, tendrá dificultades para reabrir. Uno de los hoteles más rentables de Noruega.
Los asientos eran duros como rocas. No me importaba. Hubiese viajado de pie. O en un colchón de fakir
Primero, erradicar el virus. "¿Cómo vamos a salir de esta?", retumbaba en mi cabeza. El Gobierno noruego -bendito Fondo Soberano- no les dejará tirados. Paradojas de la vida, llegué a arrepentirme esta semana de marcharme de Noruega, como si pudiese haberme adelantado a los acontecimientos con una bola de cristal. El Hotel ha cerrado. Gracias a mi pulsión aventurera, tengo trabajo. Hoy, estaría de paro forzado en Noruega.
Creo que me quedé dormido antes de entrar en la frontera alemana, pero no hubo sobresaltos. A las 05.30 estaba en el aeropuerto. Lo siguiente que hice fue ir directo a la pantalla de salidas porque, a simple vista, se veían muchas cancelaciones. Miré, y el vuelo con destino a Madrid seguía en pie. "Información sobre la puerta de embarque a las 08.55". Me acerqué al mostrador de la aerolínea para depositar las maletas, y me dijeron que era pronto. Pero el vuelo salía.
Aunque en Schonefeld había más actividad que en Cracovia y Madrid, donde horas más tarde me encontraría un panorama fantasmagórico. Fui el primero en acceder a la sala de espera de mi vuelo. Aquello estaba vacío. Me invadió una extraña sensación de calma. Al fin y al cabo, podía seguir trabajando. Iba a estar confinado, sí, pero en mi casa y cerca de los míos. El mundo de la música y la guitarra acústica estaban a punto de perder a una nueva estrella.
El vuelo se desarrolló sin problema. Estrictas medidas de seguridad, guantes y máscara en la práctica totalidad del pasaje, y un viajero por fila por motivos de seguridad. De repente, estaba en Madrid.
Última etapa
Adoro Madrid y sus gentes. Soy un apasionado de Londres porque como decía Shakespeare "what’s the city, but the people?". Pero la conexión directa con el aeropuerto de Oslo ha ayudado a amplificar mi amor por la capital de España.
He perdido la cuenta de las veces que he viajado en estos tres últimos años. Pasar del frío, la nieve, la comida y la expresividad zombie de parte de la sociedad de Oslo al talante acogedor de los madrileños, sus tapas y su bullicio malasañero es lo que en Noruega denominan “balsam for sjelen”. Bálsamo para el alma.
Sin embargo, Barajas parecía un aeropuerto en pleno holocausto nuclear. Esto no era Madrid. Era otra cosa. Había más operarios que viajeros.
Recogí mis maletas y me llamó mi padre. "¿Has cogido autobús para San Sebastián?". No lo había hecho. En mi aventura de las últimas horas, yo era el Eibar. Y necesitaba ganar a Real Madrid, Barcelona, Atlético y Leganés para salvar la categoría. Cuando me llamó mi padre, tenía la sensación de acabar de doblegar a los tres primeros. EL Leganés no preocupaba.
Yo era el Eibar. Y necesitaba ganar a Real Madrid, Barcelona, Atlético y Leganés para salvar la categoría
"Queda un billete para esta tarde. Si no, te tienes que quedar en Madrid hasta el martes y van a cerrar todos los hoteles", escuché al otro lado del teléfono. Triunfo en el 94 ante el Leganés en Ipurua, sobre la bocina y con asistencia impagable de mi padre. Mi billete para San Sebastián, en la cartera. Sólo necesitaba esperar cuatro horas. Me senté a descansar.
A mi lado, Ana, una chica colombiana, estudiante de Ciencias Políticas, había llegado a España para empezar su Erasmus en Santiago de Compostela en febrero. Ante el inminente cierre de fronteras en su país, no se lo pensó dos veces y volvía a casa. Iba a hacer noche en Barajas y consultaba constantemente su tablet.
"Cada hora cambia la situación. Sólo pienso en el momento de meterme en mi cama en Colombia. La sensación de haberlo conseguido, de abrazar a los míos, estrenar sábanas limpias y descansar por días. He tenido muy mala suerte. Supongo que igual que tú. Y que todas las personas en realidad. Esta pandemia no entiende de clases o sectores. Unos pierden un trabajo; otros, dinero; otros tienen que mudarse. Al menos, tenemos salud". Me contó que dos tías suyas viven en Nueva York y que estaba asustada, porque Donald Trump ha reaccionado tarde y el aumento de casos parece inminente.
Ya camino a San Sebastián, con siete personas en el autobús (no vendieron más por seguridad), miraba el paisaje con tristeza. Los aledaños de Barajas parecían Chernobyl. Ese Madrid que a mí me ha cargado las pilas tantas veces durante tres años era un pálido reflejo de lo que alguna vez fue. Durante el trayecto llamé a varios amigos donostiarras. Cada uno tiene su herida por esta pandemia: ERTEs, familiares ingresados...
Mi herida, dentro de lo que cabe, tiene sutura fácil. Hace dos meses tenía una vida cómoda en Noruega. Salí justo a tiempo, antes del descarrilamiento. Ayer, tuve que reencarnarme en Steve McQueen, sin moto y con dos maletas y estoy en cuarentena en mi propio hogar donostiarra mientras trabajo para un neo banco con sede en Londres y oficinas en Cracovia.
Ojalá todas las consecuencias no vayan más allá de ajetreadas escapadas por Europa Central. Que termine cuanto antes. Es todo muy extraño.