“Esto está siendo una locura, todo el mundo quiere comerlos”. Enrique tiene tres bares en Sevilla y varias décadas de experiencia sirviendo caracoles a sus clientes. Regenta la Bodega Vargas, uno de esos lugares en los que estos gasterópodos desatan pasiones llegando el mes de mayo. Y este año, pese al confinamiento, no está siendo una excepción. “Servimos a domicilio y la demanda está siendo horrorosa. Si el año pasado hacíamos dos ollas diarias, este año ya vamos por cinco o seis. No damos abasto —sentencia con apuro—; la gente está loca. Jamás habíamos vendido tantos caracoles”.
El furor de los sevillanos por el guiso de caracoles está mitigando las pérdidas de muchos bares de la provincia por el cierre decretado por el Covid-19. Algunos que se mantenían cerrados han abierto para atender la alta demanda que, aunque no llega a compensar las ganancias perdidas, sí permite sobrellevar los costes fijos. Solo se sirven caracoles, y a domicilio, está prohibido recogerlos en los bares, aunque hay quien se ha saltado el veto con la consecuente sanción.
“No nos salvan las cuentas, porque tenemos a parte de la plantilla en casa, pero sí nos da para tener actividad, pagar el alquiler y mantenernos activos”, explica Enrique Martínez. En la cocina de la Bodega Vargas su esposa cocina los caracoles, él prepara los pedidos y dos de sus empleados, camareros antes del confinamiento, se encargan de los repartos. “Solo a Triana, Los Remedios y el centro —puntualiza—; porque a un pedido mínimo de seis euros, lo que cuesta un kilo de cabrillas, no me compensa llevar una tarrina de caracoles a Bellavista o al Tiro de Línea”.
Su carta se ha reducido drásticamente a solo ofrecer cabrillas en salsa y caracoles blanquillos, de menor tamaño y distintos en cuanto al gusto. Los caracoles que se consumen en Sevilla nada tienen que ver con los de Borgoña que se comen en Francia, enormes de tamaño en comparación con los del gusto sevillano. Tampoco son cabrillas pequeñas, que tienen éxito en la vecina provincia de Córdoba.
“A los sevillanos les gustan los blanquillos y no se le puede vender el de Córdoba, que se cría en viveros sin problema, haciéndolos pasar por blanquillos. Hay quien está sirviendo esos caracoles en Sevilla haciéndolos pasar por los blanquillos, pero es un mal negocio. Es preferible esperar, no merece la pena perder la clientela, que nota la diferencia de sabor”, explica Enrique, que guisa en un solo día cien kilos de blanquillos y unos sesenta de cabrillas en salsa.
El texto Caracoles de Lebrija en los carteles de los bares es un reclamo para los eruditos en este manjar. La materia prima proveniente de la zona de las marismas del Guadalquivir goza de fama, aunque los recolectores lebrijanos hayan perdido desde hace años la batalla frente a sus homólogos marroquíes. En la actualidad, casi la totalidad de los caracoles blanquillos que se consumen en España provienen de Marruecos, donde la mano de obra se paga barata y el caracol se cría en abundancia.
Un caracol de calidad: sabroso y dulce
El de Lebrija es un caracol más sabroso, más dulce, que se alimenta bien en la vegetación de las orillas del Guadalquivir. Se ven buscar altura entre los espinos, en el trigo cuando ya está seco, después de haber fortalecido la espira logarítmica en la que se envuelven a base de comer el carbonato cálcico que les brinda la tierra.
Los pocos que recogen caracoles en Lebrija, situado entre las provincias de Sevilla y Cádiz, lo hacen por encargo o para satisfacer su propio consumo y el de sus allegados. Aunque también sirven a los bares del municipio. Con el confinamiento, las veredas están llenas de caracoles sin coger. Nadie se expone a cogerlos por miedo a las multas. Y eso que el kilo se paga a entre ocho y 10 euros —a diferencia del 1,5 euros que se paga en el país alauita—, aunque también depende de la entrada del caracol de Marruecos. A más caracoles marroquíes, más bajo es el precio.
“Este año debería estar más caro, porque en Sevilla no hay caracoles”, explica Antonio Fernández, agricultor de Lebrija y experto recolector de estos gasterópodos. “Y eso que esta primavera ha sido buena”, asegura. A menos fríos y más lluvias, más vegetación y, con ésta, más caracoles.
La temporada del caracol varía de las condiciones climatológicas, que afectan el crecimiento del bicho. Si se cogen cuando están alimentándose de hierba, amargan. Por eso hay que esperar a que la cocha esté formada, que tenga el clásico dibujo y estén listos para hibernar durante el verano. Cogerlos a destiempo, o demasiado pronto o demasiado tarde, afecta al sabor del guiso. Por eso su consumo, estacional en los meses de mayo a junio, desata la locura en la zona.
“Los campos deberían estar llenos de gente cogiendo caracoles, pero todavía no he visto a nadie cogiéndolos”, asegura. Antonio, como muchos agricultores de Lebrija, va diariamente a la marisma del Guadalquivir, una de las zonas más productivas de Europa. El confinamiento no ha detenido la siembra del tomate de suelo, utilizado para la industria. La parcela que Antonio regenta está lindando con el río, donde el caracol crece a sus anchas. “Le gusta esa zona porque allí no hay herbicidas ni se fumiga, tampoco hay animales que se coman la hierba”, explica.
“Eso le da un sabor especial al caracol. Es el que yo como, porque sé que es de calidad. Yo no me fío del caracol de Marruecos, porque allí no hay control. El caracol puede venir de zonas que han sido tratadas con productos agrícolas y haberse nutrido de ellos. El nuestro se coge en las habas, en las alcachofas, en los armajos, en las espigas o tréboles”, razona el lebrijano, que años atrás podía recoger unos cien kilos en apenas una hora. Este año no ha cogido nada.
Un guiso picante y rentable
Esa es la única forma de cogerlo. “El de Lebrija es un caracol salvaje, se ha intentado criarlo en viveros, pero no funciona. Es muy especial, busca la humedad, es muy caprichoso y, a diferencia de la cabrilla chica que se consume en Córdoba, no renta a los criadores”, zanja el agricultor, que también los guisa.
La receta de los caracoles varía en función de la parte de la provincia en la que se cocine. Aunque más o menos no hay variación, el sabor cambia si se come en la Campiña o en el Aljarafe. En esencia es así: se deja en ayunas al caracol hasta que expulse todos los excrementos. Se lava bien para quitarle la tierra. Luego se ponen a hervir a fuego lento, aún vivos, con una cebolla, pimiento, ajo y demás verduras y sal. Durante el proceso se espuma, se le quita los restos que va surgiendo con la ayuda de una espumadera. Cuando el caracol ha expulsado toda la espuma se sube el fuego y se le echa una muñequilla de especias. En una gasa se echa pimienta, cayena, cilantro… al gusto de cada cual. Hay quien lo complementa con hierbabuena o con menta poleo.
La de Manuel es la receta de su familia, pero de su fábrica salen diariamente 1.000 kilos de caracoles cocinados. Hace diez años fundó Caracoles Sevilla, una empresa de cría de estos gasterópodos que dos años después acabó convirtiéndose en una de elaboración y venta de producto final. Envía a domicilio por toda España, pero este año —por la fiebre desatada por el coronavirus— ya solo vende a pequeñas tiendas de alimentación.
“Recibí 8.000 pedidos en un día. Empezó a sonar el ordenador y tuve que desconectarlo. Esto se ha desmadrado, es una locura. Si no llego a cortarlo, se me habría ido de las manos. No me lo esperaba y podía haber pedido el control de mi empresa”, reconoce el creador de Caracoles Sevilla, Manuel Felipe López, un joven de 35 años y natural de Albaida del Aljarafe. En este pequeño municipio situado a no más de 20 kilómetros de Sevilla y de poco más de 3.000 habitantes una plantilla de unos 20 trabajadores surte de caracoles principalmente a las provincias de Sevilla y Cádiz, aunque también a Córdoba, a la zona del Levante o a Cataluña.
Desabastecimiento de caracoles
El precio de una tarrina de un kilo de blanquillos sale a 6,5 euros, aunque hay un envío mínimo de dos. “Nos llaman distribuidores de toda España, pero tenemos que decirles que no podemos atenderlos. Ya nos gustaría, pero es que es imposible”, lamenta el gerente, que asegura haber multiplicado por tres su producción por el coronavirus. Su pico, unas 30 ollas de cien litros.
“Está siendo un año excepcional. Es cruel, pero la empresa ha crecido por el coronavirus”, asegura Manuel, que antes de invertir en este sector se dedicaba a la carpintería metálica. Pero llegó el estallido de la burbuja inmobiliaria. En estos diez años ha invertido unos 90.000 euros en equipos. De esta crisis le preocupa el desabastecimiento. “No tenemos cajas en las que hacer el envío, también tenemos problemas con los proveedores de etiquetas, por no hablar de los caracoles”, detalla el empresario, que pide a los reporteros de EL ESPAÑOL que eviten sacar determinadas partes de su proceso productivo para evitar que la competencia les copie. En su fábrica no hay letreros. Ni siquiera sale en Google Maps. Solo unas cajas delatan el lugar.
Manuel emplea caracoles de Marruecos. Su volumen de ventas es tal que es imposible abastecerse del producto nacional. Tampoco puede obtenerlo en viveros. La poca rentabilidad del blanquillo ha provocado que los criadores hayan desistido en el intento. Los que hay deben ser recogidos en el campo, ya bien sea en la marisma o en Marruecos. El problema está en la frontera y en el riesgo que corren quienes los importan dada la inestabilidad del mercado.
Hay otra opción: elaborar caracoles de invernadero, que no salvajes, pero esos no satisfacen a los sevillanos. “Esos son cabrillas chicas que se consumen en Córdoba, pero no se pueden hacer pasar por blanquillos. No saben igual. Y eso es dar gato por liebre”, apunta Manuel, que no se arriesga a perder clientes.
“El 80 por ciento de los caracoles que llegan a Sevilla se consumen en los bares, y con estos cerrados, nadie se atreve a traerlos con la fluidez que nosotros necesitamos. Eso nos obliga a producir cuando hay género y parar cuando no lo hay”, explica López. En estos años ha aprendido a diversificar su cartera de proveedores, entre los que hay nacionales y marroquíes. Con ellos habla frecuentemente y tanto unos como otros no le esconden su preocupación por la incertidumbre provocada por el cierre de los bares. Eso sí, en Marruecos hay caracoles. Y gente dispuesta a echarse a la calle a recogerlos.
El año pasado pasaban la frontera del orden de 10 a 12 camiones diarios. Este año se ha reducido drásticamente a tres o cuatro a la semana. Según ha podido conocer EL ESPAÑOL, traer un camión repleto de caracoles sale por unos 30.000 euros. “En Marruecos hay mucho miedo, porque ellos ganan mucho dinero con esto, pero si en España no se consumen…”, razona Manuel, que necesita 600 kilos de blanquillos para producir mil kilos de producto cocinado al día.
Un manjar estacional
A todos preocupa la estacionalidad del producto. Llegando el calor, allá por el mes de junio, el caracol se vuelve incomestible. Una larva se apodera de él, creándole un gusano en su interior. “Es algo radical, un día puedes vender mil kilos y al siguiente ninguno; tal y como llega, se acaba. La gente está acostumbrada a cocinarlos en sus casas y saben perfectamente cuando la temporada se ha acabado”, detalla el gerente de Caracoles Sevilla.
Esta estacionalidad está detrás de la fiebre del caracol. Más si cabe teniendo en cuenta que la incertidumbre pende sobre el sector hostelero por el coronavirus. Nadie sabe cuándo volverán a abrirse los bares, por eso hay quienes aprovechan la venta a domicilio para satisfacer su apetito.
En las redes sociales se han visto imágenes de colas de clientes a las puertas de los bares para recoger sus pedidos, fotografías que —de momento— no se volverán a ver. Dado que esta práctica no está permitida en el decreto del Gobierno. El Ayuntamiento de Sevilla ha informado a EL ESPAÑOL de que en casos “muy puntuales” la Policía Local se ha visto obligada a multar a aquellos negocios que han incumplido la norma.
“Han sido casos muy puntuales”, insiste el teniente de alcalde delegado del Área de Gobernación y Fiestas Mayores, Juan Carlos Cabrera. “Durante el periodo del decreto de alarma la mayor parte de los establecimientos de hostelería de la ciudad han cumplido estrictamente la normativa y han limitado su actividad al servicio a domicilio. Así lo han hecho muchos negocios en los últimos días con la distribución de un producto tan típico de esta época del año en la ciudad como los caracoles”, presume el concejal.
Al otro lado del teléfono, un joven hostelero con el que habla el reportero de EL ESPAÑOL insiste en la tesis del resto de protagonistas de este reportaje: el coronavirus está desatando una locura imposible de satisfacer. “Por favor, no me saques en el reportaje. De verdad, cuando todo esto acabe te vienes a mi bar, te invito a una cerveza y hablamos de lo que quieras, pero por favor, no me saques en este reportaje”, insiste el propietario de un bar en el que se sirven caracoles, y muchos, de Sevilla.
“No es por hacerte un feo, pero es que si me sacas me llevas a la ruina. Como la gente se entere de que estoy vendiendo caracoles no va a parar de sonarme el teléfono y ya no puedo más. No doy abasto. Y más publicidad sería ya la puntilla”, razona. “Mira que he vendido caracoles otros años —zanja—, pero lo de esto año es una locura”.