Cuando a Yolanda le sonó el teléfono jamás se imaginó que su nombre ya estaba en una base de datos identificado como “contacto cercano” de un paciente de Covid-19. El positivo de un compañero de trabajo con el que había mantenido una reunión pocos días antes la señaló. Antes, unos rastreadores habían entrevistado al paciente diagnosticado para averiguar sus movimientos y encuentros en las 48 horas previas a los primeros síntomas. Y Yolanda estaba entre ellos.
Se da la paradoja que Yolanda es médico de familia y que había asistido a un taller con otros médicos al que también había acudido uno de los doctores que atendió al primer caso de coronavirus diagnosticado en España. También se da la coincidencia de que Yolanda llevaba con un catarro varios días, lo que disparó las alarmas.
“Hay un momento de parálisis cuando te suena el teléfono y te dicen Eres un contacto de…. Sientes miedo y ansiedad, sobre todo por tu familia. Hay que decir que se sabía poco de la evolución de la enfermedad entonces y te impacta mucho”, explica Yolanda a EL ESPAÑOL.
La coincidencia del positivo de su compañero y sus síntomas hicieron que se acelerase el proceso. Yolanda ya no solo era un contacto cercano, sino que automáticamente pasó a ser sospechosa. Y le hicieron una prueba PCR.
En paralelo se aisló en su dormitorio. “Fueron 24 horas de preocupación, de miedo por lo que podría pasar”, recuerda. Por fortuna, el test dio negativo. De hecho, todos los médicos que tuvieron contacto con el doctor del caso cero también dieron negativos. Y todo se quedó en un susto. Aunque no siempre sucede esto.
La llamada que le hicieron a Yolanda provenía de un despacho contiguo al del epidemiólogo Eduardo Briones, en el distrito de Atención Primaria Sevilla. Junto al imponente hospital militar, un edificio abandonado de 12 plantas y 750 habitaciones que nunca llegó a ponerse en funcionamiento para la población civil. Desde allí se coordinan los rastreadores asignados a los 695.000 habitantes de la ciudad de Sevilla, donde apareció ese primer caso de contagio comunitario. A estas alturas, solo su servicio ha realizado ya 4.000 pruebas PCR. Aunque en esos primeros compases, los datos eran otros.
Eduardo, a sus 60 años, mira tímidamente a la jubilación y no es el primer verano que vive agitadamente. El año pasado trabajó rastreando el brote de listeria que provocó en Andalucía tres muertes, cinco abortos y afectó a 210 personas. La peor crisis sanitaria hasta la fecha y el mayor caso de esta enfermedad en Europa.
Desde el caso cero
Por eso, cuando el pasado 27 de febrero se detectó en Sevilla el primer contagio comunitario en España por coronavirus, Eduardo se echó las manos a la cabeza e, incrédulo, pensó: “¿Otra vez nosotros?”. “Pero no, veo los números y me da mucha alegría”, confiesa.
Andalucía, la comunidad autónoma más poblada de España, ha registrado una menor incidencia del virus que otras. Al momento de la redacción de este reportaje y según datos del Ministerio de Sanidad, 12.639 andaluces han sido diagnosticados y 1.404 han fallecido. 62.60 personas han requerido hospitalización y 770 de ellos han pasado por alguna de las unidades de cuidados intensivos (UCI).
En el resto de España, la comunidad de Madrid ha sido la que más contagios y fallecimientos contabiliza con 68.451 y 8.691 respectivamente. Le siguen, en número de casos, Cataluña (58.427), Castilla y León (18.682), Castilla La Mancha (17.068) y País Vasco (13.489) antes de llegar a Andalucía, sexta en el ranking. El mismo lugar ocupa en número de muertes.
Este periódico fue el primero en poner nombre y apellidos al primer positivo: Miguel Ángel Benítez, un varón de 62 años, trabajador de la banca e ingresado por una neumonía siete días antes en el hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Originario de Huelva, pero residente en Sevilla, había mantenido varias reuniones en Málaga, donde se contagió.
Su positivo se conoció de madrugada, en torno a las tres de la mañana. El teléfono del Ministerio de Sanidad sonó poco tiempo después, también de madrugada. Eduardo lo supo al despertar. Y ahí inició un detectivesco rastreo al que ya está habituado. Sabe que el tiempo juega en contra, de ahí la importancia de conocer los movimientos del caso índice para contener la progresión del virus.
“Las indagaciones nos llevó hasta Málaga, donde detectamos un brote que afectaba a unas cinco personas”, recuerda Eduardo, de apellido Briones y una dilatada experiencia en enfermedades infecciosas a sus espaldas. “La lista de contactos de ese primer positivo fue amplia, porque había mantenido varias reuniones y había estado en un funeral”, detalla el epidemiólogo.
—¿Se imaginaba que a sus 60 años viviría una pandemia mundial como epidemiólogo?
—No, no con esta magnitud. Siempre hablamos de estar preparados. El brote de listeria del año pasado nos puso las pilas y puso a prueba el dispositivo de forma importante.
—¿La listeria del año pasado ha salvado vidas en esta crisis del coronavirus?
—[Ríe]. Es una pregunta complicada. Sí afirmaría que nos supuso una preparación en el dispositivo que nos ha hecho actuar más rápido y mejor coordinados. Ahora tenemos una capacidad que en otras comunidades no hay.
A Eduardo no le gusta la palabra rastreador. Le suena a “cacería”, aunque asume el término, que se ha popularizado —según explica— por una mala traducción al término inglés trackers, vinculado a la informática. Sin embargo, fue el propio Ministerio de Sanidad el que acuñó la palabra para referirse a esos profesionales que monitorizan el virus para frenar su expansión y que son obligatorios para que las comunidades autónomas puedan pasar de fase en el desconfinamiento.
450 rastreadores y 8.104 enfermeros de apoyo
En Andalucía, la Junta tiene desplegados por su territorio a 450 profesionales para rastrear el coronavirus a las que se suma una red de 8.104 de personal de enfermería de Atención Primaria dedicada a realizar el seguimiento a los pacientes que hubiesen dado positivo en una prueba PCR y a sus contactos más estrechos.
Junto con Eduardo trabajan María del Mar y Cristina, ambas son enfermeras y rastreadoras. Su detectivesca misión empieza cuando se confirma un caso positivo. Una vez informado el paciente, son ellas quienes elaboran una ficha con la que establecer los movimientos que ha tenido durante las 48 horas previas al inicio de los primeros síntomas.
“Es como una cebolla, va por capas. Primero preguntamos quiénes son las personas con las que convive, después las relaciones laborales y, por último, su círculo social”, explica Cristina, que se incorporó al servicio especial hace apenas una semana. Cuatro profesionales forman la plantilla permanente, que ahora se ha ampliado a 10 personas entre epidemiólogos, enfermeros o médicos residentes. Cada entrevista tiene una duración dispar, desde media hora a una semana.
“El problema es que con el coronavirus hay que ir muy rápido, vamos haciendo círculos concéntricos y cuanto más cerca del centro, más prisa hay que darse”, asegura María del Mar Caballero, enfermera de 56 años y coordinadora de los estudios de tuberculosis, una enfermedad que se parece al coronavirus: ambas se transmiten por las vías respiratorias y para ambas se usan metodologías similares en las investigaciones de contactos.
—¿Cuál es el secreto de un buen rastreo?
—Contactar bien con la persona, llegar a entenderla, y saber qué es lo que necesita rastrear. Que la persona tenga la sensación de que no le están rastreando en su vida para indagar en ella, sino porque es necesario para la salud pública. Cuando lo entiende, generalmente, suele ser fácil.
Cuenta María del Mar que no siempre se obtiene toda la información en la primera entrevista y que hay cierta población de “difícil acceso”. Desde familias desestructuradas a personas drogodependientes o inmigrantes. “Indagar en aquellos que no quieren comunicar sus relaciones es complicado”, asegura la rastreadora, que cuenta para sus quehaceres con mediadores sociales, asociaciones o entidades religiosas que tienden puentes entre el sujeto a estudiar y el personal de prevención.
Labor detectivesca y colaborativa
Uno de los casos que ha traído de cabeza a todo el servicio de vigilancia epidemiológica del distrito Sevilla es el de cinco personas que conviven con un diagnostico positivo. Todos son inmigrantes y residentes en La Candelaria, epicentro de uno de los barrios más pobres de España según el Instituto Nacional de Estadística. “Son gente de economía sumergida, que dependen de la calle y que acostumbran a moverse de determinada manera. No son familia, pero deben confinarse juntos”, relata la enfermera. “Y para conseguirlo —narra— se ha movilizado a incontables personas de muchos departamentos, desde asuntos sociales, trabajadores sociales de Salud, ayuntamiento de Sevilla, centros hospitalarios a Cáritas”.
Pero salvo casos aislados como este, las rastreadoras cuentan a EL ESPAÑOL que lo normal es contar con la colaboración de la gente. “En esta fase jugamos con ventaja porque las relaciones se han limitado a las convivientes o más cercanas, así que podemos identificar los contactos estrechos. Es más, son los propios casos índices —los positivos por PCR— los que anticipan la llamada a aquellos que se han identificado”, concreta Cristina.
Se entiende como contacto cercano aquel que ha pasado más de 15 minutos con alguien que ha dado positivo, sin haber usado medidas de protección como mascarillas y en una distancia inferior a dos metros. Automáticamente, estas personas quedan obligadas a un confinamiento estricto durante 14 días, tiempo en el que reciben llamadas recurrentes de seguimiento de los rastreadores para saber si presentan síntomas. Si los hay son considerados sospechosos y pasan a hacerse una prueba PCR para confirmar el diagnóstico; si no, se descartan pasados las dos semanas.
En el parking del sótano del centro de especialidades Carlos Castilla del Pino, dependiente del hospital Reina Sofía de Córdoba, varios de esos sospechosos se someten a las pruebas PCR en un autocovid. Un equipo de enfermeros realiza las pruebas sin necesidad de que los pacientes se bajen del coche.
Elisa es una de esas enfermeras. Va enfundada en varias capas protectoras y pide que nadie se le acerque. Tiene 26 años y aceptó el contrato que le ofrecieron a sabiendas de que si lo rechazaba no trabajaría en todo el año. Aunque hubo dudas. Hace un año se independizó con su novio, pero ha vuelto a la casa de sus padres para no contagiarlo. Dice que allí hay dos plantas y un cuarto de baño independiente que le permite aislarse. También cuenta que lleva desde el 26 de marzo viviendo sola. “Me veo con ellos por videollamada, sin que nadie me dé un abrazo”, apostilla.
PCR, el inicio del rastreo
Elisa es la enfermera que realiza las PCR a esos casos sospechosos. Cuenta que llegan con dudas y mucho miedo. En los pocos minutos que tarda en hacerse, ella trata de calmarlos con la poca información de la que dispone: los resultados llegarán en 48 horas y es obligatorio quedarse en casa. “Saldrá bien”, dice para tranquilizarlos.
Todos los que pasan por sus manos bajan la ventanilla del coche e inclinan su cabeza para que Elisa recoja las muestras con un hisopo, como un bastoncillo largo y fino con la punta de algodón. Ella misma se ha hecho la prueba y asegura que es molesta, aunque no duele. Dio negativa, por eso juntó varios días de descanso para verse con su novio. Aunque hace ya semanas de eso.
“Esto es duro”, acierta a decir inmediatamente antes de echarse a llorar. Ha parado de hacer pruebas para atender a EL ESPAÑOL y, pese a los esfuerzos, no consigue contener la emoción. Las dos mascarillas que tapan su boca están mojadas por sus lágrimas. Solo se le ve los ojos.
—¿Tienes ganas de que esto acabe?
—Muchísimas, pero sabemos que esto va a durar. Mi contrato es hasta el 30 de junio y en las próximas semanas ofertarán los contratos de verano. Si me lo ofrecen, continuaré. Lo hago porque estoy habituada a esto. Sé cómo actuar. Conozco el protocolo, sé tratar con los pacientes y me gusta mi trabajo.
—¿Qué sientes al haber hecho estas renuncias y ver cómo otros se echan a la calle a manifestarse en plena pandemia?
—La gente piensa que ya ha pasado lo más grave. Yo pido que nos aplaudan menos y respeten las normas más.
Todos los positivos que se recaben en esas pruebas irán a una base de datos compartida con varios agentes implicados, desde los médicos de cabecera que comunicarán el diagnóstico al paciente, a los enfermeros que harán la trazabilidad del virus o los equipos de coordinación que informan al sistema de vigilancia epidemiológica de Andalucía, situado en la Consejería de Salud y Familias de la Junta.
El cerebro de la información rastreada
Al frente de este servicio dependiente de la Dirección General de Salud Pública está el italiano Nicola Lorusso. Estudió medicina preventiva en su país, pero una beca Erasmus lo llevó al hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Es epidemiólogo y coordina el servicio de vigilancia. Cada tarde sale pasadas las ocho de la Consejería. El teléfono le suena a cualquier hora.
Cuenta Lorusso que supo del coronavirus cuando preparaba un simposio sobre los aspectos epidemiológicos de la listeria el pasado mes de enero. “En la última diapositiva advertía: no sabemos cuándo vamos a tener la próxima alerta de salud pública, pero es seguro que lo íbamos a tener. Pero jamás pensé que estaríamos así”, sostiene el italiano.
—¿Y qué parte de responsabilidad del milagro andaluz ha tenido el brote de listeria del año pasado?
—Creo que de todo se aprende. La listeria fue un antecedente importante en el que se hizo una buena gestión y el control fue muy efectivo. Tensionó mucho la red de epidemiología y nos impulsó a mejorar estrategias de comunicación. Afinamos las intervenciones de salud pública y la coordinación.
En ambos casos, por el carácter explosivo de la listeria y la expansión silente del coronavirus, se da una alta concentración de casos en poco tiempo. Aunque el virus se aborda de forma diferente al virus, que no requiere de estudios de contacto.
A su juicio, la rapidez con la que Andalucía activó los protocolos para captar los casos sospechosos y el rastreo estrecho del virus ha servido para contener su expansión. Esta comunidad autónoma también fue la primera en comunicar los datos de forma telemática al Ministerio. “Se facilitaban números y características para poder analizar su distribución geográfica, diferenciar por edades o sexos. Esa información resultó clave para poder centrar la vigilancia y conocer al virus cuando menos información se tenía de él”, concreta Lorusso.
“Además, Andalucía tiene su red de vigilancia en los centros de salud y en los distritos sanitarios, por lo que la cercanía con la comunidad es mucho mayor que la que tienen otras comunidades. Podemos captar información relevante que nos ayude a anticiparnos a los acontecimientos”, asegura el italiano, también epidemiólogo del distrito Costa del Sol.
“Algo bueno hemos hecho”
Como el resto de epidemiólogos andaluces, también él se echó las manos a la cabeza al ver que el primer caso de contagio comunitario se daba en Sevilla. “Temí por tener una transmisión fuerte en Andalucía. Creí que íbamos a padecer el coronavirus más que otras regiones”, confiesa Lorusso.
—Pero al final no ha sido así, ¿por qué?
—Esa es la gran pregunta. Y creo que una cosa es consecuencia de otra. Fuimos los primeros en detectarlo, de ahí que pudiéramos actuar antes. Algo bueno hemos hecho. El compromiso del sistema sanitario ha sido clave.
—¿Viviremos una segunda ola?
—Ese es el gran dilema. No tengo la respuesta, pero sí puedo decir que estaremos preparados. Que tenemos que estar preparados. Que vamos a estarlo.
Como Eduardo, tampoco Nicola sabe si podrá irse de vacaciones. En su caso, a ver a su familia a Italia. Tiene el teléfono abierto a todas horas. En el primer contagio diagnosticado fue a él de los primeros en sonarle el teléfono a las tres de la madrugada. Ahora, con las cifras bajas de los últimos días en la comunidad, sale antes de la Consejería. Le gusta pasear por la orilla del Guadalquivir. Y ve a aquellos que no cumplen con las medidas, ni con la distancia de seguridad ni con la mascarilla.
“El virus no se ve”, razona. “La gente tiene una percepción del riesgo equivocada, y cuesta explicarles que los esfuerzos no se hacen para obtener un beneficio individual, pero sí colectivo. Y para entenderlo hay que tener cierta sensibilidad y generosidad”, zanja Lorusso.
Escasos días antes de realizar las entrevistas para este reportaje fallecía en Córdoba una enfermera que se había reincorporado al trabajo después de haber estado de baja por coronavirus. Se llamaba Nanda Casado y trabajaba en el centro de salud Castilla del Pino. Según el Colegio de Enfermería, era una profesional “ejemplar, querida y respetada, tanto por sus compañeros como por sus pacientes”.
Rastreo para un bien común
Días después, uno de los dos rastreadores de esas instalaciones en las que convergen varios servicios atiende a EL ESPAÑOL. Se llama Jorge Padilla, tiene 38 años y es enfermero. En los 40 minutos que dura la entrevista no para de sonarle el teléfono. Lo llaman desde el epidemiólogo a la coordinadora de Servicios Sociales o el coordinador de Urgencias. A él le ha tocado ir a los hogares a realizar las pruebas PCR, ahora rastrea.
A diferencia de Lorusso, no han sido pocas las veces que Jorge se ha dirigido a aquellos que incumplen las normas de forma excesiva. “Tengo mucha cara. ¿Qué me van a hacer? ¿Me van a pegar?”, se pregunta el sanitario, que se queja de lo mal que lo están pasando los profesionales. “Claro que recrimino, y hay quien me pide perdón y se avergüenza, pero hay quien contesta y no siempre salgo airoso, me doy la vuelta y me voy”, narra.
Cuenta Jorge que la gente tiene una percepción distorsionada de lo que es un rastreador, una tarea que tiene más de “repartir juego como Xavi Hernández” que con los detectives privados. Aunque para desarrollar los estudios de contacto deba aplicar todo tipo de técnicas.
—¿Les mienten? No sé, para ocultar infidelidades.
—Pues no es ninguna tontería, solemos darle tiempo para que haga repaso de sus movimientos. En general colaboran. Y si hay reticencias les fomentamos su responsabilidad, les hacemos ver las consecuencias que acarrea una mentira. Los hacemos sentir importantes. Les hacemos ver que hay que dejar de ver por él y que debe pensar por el resto. Si todos lo hacemos bien, saldremos de esta todos juntos. Si somos egoístas, lo pasaremos todos mal. En Andalucía vamos en muy buen camino, ahora tratemos de no estropearlo.