"Yo quisiera que me dijesen si es que el coronavirus se transmite más por la noche que durante el día. Porque si no, no me lo explico. Por la tarde un 66% de aforo. Por la noche, en el mismo sitio, un 33%. No tiene sentido, lo mires por donde lo mires”.
Mascarilla puesta, Miguel Ángel Salinas trata de controlar todo lo que va a suceder en su discoteca esta noche. Es el propietario de Hïde Club, una de las salas más emblemáticas del centro de Zaragoza. Ahora, el lugar tiene reminiscencias de nave industrial o de central nuclear. Unos adhesivos en el suelo, negros y amarillos, marcan dónde se puede colocar uno y dónde no. En la barra igual. Una estampa inédita en la España de la fiesta.
“Esta noche va a ser clave. Es la reapertura después de estos meses de confinamiento y hay que ver cómo va a comportarse la gente. De momento bien, entran y ellos mismos buscan el gel para las manos. Veremos cómo acaban a las 3 o las 4 y dónde tienen puesta la mascarilla colgada a esas horas”, avanza Salinas a la 1 de la noche, que es cuando abren puertas.
La gincana sanitaria
La gincana sanitaria empieza en la cola: distancia de seguridad obligatoria. Tampoco es que se produzcan aglomeraciones, porque el cliente que entra es porque ha reservado previamente. Además, de casi 600 personas de aforo habitual, las normas impuestas han dejado el número en menos de 200. “135. Es menos del 33%, pero queremos hacerlo bien”, sostiene el gerente.
Al llegar a la puerta, lo que uno no quiere encontrarse nunca: un portero apuntándote a la cabeza con una pistola. En realidad es un termómetro láser con el que toma la temperatura. “El que pase de 37,5, para su casa. No pasa”, adelanta el guardia de seguridad. Y no pasa. Viene Travolta con su fiebre del sábado noche y no pasa. Otros se exceden de cautos: una chica da la friolera de 34,7 grados. “Aquí pone que estás muerta”, le informa el portero. Aparece luego otra clienta que no está en lista pero le acaba convenciendo de que la deje entrar “porque lo pone en el BOE”. Como el portero no se ha leído el BOE, la deja entrar.
El clima general es ese: de buen humor y chistes con las nuevas normas, pero cómodas no son. Nadie sabe muy bien cómo reaccionar esa primera noche. Van con cuidado, preguntan y aceptan las órdenes de los porteros, que tienen en la taquilla una reserva de mascarillas por si a alguien se le rompen. “Aunque me han reducido el aforo un tercio, yo mantengo el mismo personal de seguridad, porque ahora es imprescindible cumplir las normas. Pero claro, económicamente no salen los números”, recalca el propietario.
20 clientes = manguerazo
La siguiente pantalla del juego es la alfombra de la entrada. Han dibujado unas huellas para que el cliente sepa dónde tiene que esperar. Otro portero, armado con una manguera cargada de desinfectante, controla el trasiego de gente. Cada vez que hayan pasado 20 personas, manguerazo de líquido al felpudo y a volver a empezar el conteo. Contar gente y tomar la temperatura, nuevas funciones para los porteros cortesía del coronavirus.
Dentro, alegría y desconcierto. Un chico de poco más de 20 años se lía y hace ademán de pegarle un trago al gintonic con la mascarilla puesta. Las puertas se acaban de abrir y ya se producen estos equívocos; la falta de costumbre. El chaval se mira a su amigo como diciéndole "esto no va a funcionar". El colega se lo mira como respondiéndole "el que no funcionas eres tú, que mira cómo vas y no son ni las dos”.
“En general, la gente está respondiendo bien a estas nuevas normas. Incluso los que no pueden entrar. Ha venido un grupo que quería entrar y no han podido porque estamos completos. Las mesas se reservan previamente. Lo han entendido y se han marchado”, resume el dueño, que además del Hïde Club tiene un pub británico en el local contiguo y dos restaurantes en Zaragoza: “No han cuidado a nuestro sector. Esta situación no se puede sostener demasiado tiempo".
Mesas separadas
La pista se ha convertido en una especie de sala de estar, con mesas separadas entre sí. Por un lado un cumpleaños, por el otro, varias parejas celebrando su primera salida tras el encierro. No hay contacto ni de lejos. Se acabaron los roces y las aglomeraciones. Alguno se anima a bailar, pero no puede salir del perímetro de seguridad que le marca su puesto. O en la barra, o en las mesas. Nada de andar dándolo todo como cabras, aunque sea lo que pide el cuerpo después de la cuarentena.
En la barra lo mismo: dos metros de distancia para pedir las copas. Otro adhesivo negro y amarillo marca el límite. Los camareros se pasan la mitad de la noche corrigiendo posiciones, como entrenadores de fútbol. Porque la cosa tiene bastante más que ver con preparar un partido de lo que parece. El portero del lavabo, que juega a waterpolo, cuenta que la plantilla se ha pasado allí toda la semana para aprender las nuevas directrices y que nada se les vaya de las manos. “Después de trabajar nos veníamos a preparar la noche”. Todo al milímetro.
El portero del lavabo, sí. Esa es otra nueva figura: se coloca en la puerta de los aseos, custodiando un bote de gel hidroalcohólico y rodeado de carteles explicativos. Porque ahora hay que aprender cosas antes de ir a mear. Toda persona que entre está obligada a lavarse las manos con el líquido, al entrar y al salir. Lo tiene que advertir constantemente. “Dentro solamente pueden estar cuatro personas al mismo tiempo”. En el interior, varios urinarios deshabilitados y cubiertos con plástico, con el mismo adhesivo negro y amarillo. Ahora, con el aforo reducido, cuatro personas es una cifra razonable. Pero si esta norma se mantiene cuando se incremente el aforo, se pueden generar unos cacaos importantes en la puerta. Si antes ya había colas...
España quiere bailar
La noche avanza entre camareros que llevan botellas a las mesas. Es el formato habitual de los reservados de las discotecas. Ahora, como todo el local parece un gran privado, este tipo de consumiciones proliferan más de lo normal. Uno pide un mechero, pero no para fumar sino para intentar arreglar la goma de la mascarilla. Alguno hace amago de bailar, pero tiene el espacio limitado y acaba sentado otra vez. Otros bailan, pero de lejos. Eso sí, ni una pelea. La discoteca más popular de Zaragoza se ha convertido en una especie de pub enorme donde la gente charla en sus sillas. Como curiosidad está bien. Para quitarse el mono de estos meses sin salir, también. Pero.
¿Hasta cuándo se puede sostener este modelo? Los empresarios del sector creen que muy poco tiempo. Económicamente no se aguanta. “El 50% de las salas de Zaragoza no han abierto, y es que realmente es muy difícil hacerlo en estas condiciones. Luego está el tema de los ERTES, de mantener a toda la plantilla cuando el aforo es tan reducido… Esperamos que aflojen las condiciones. Mientras tanto hay que hacerlo bien. Pero necesitamos que se suavice”.
Esta primera experiencia piloto ha servido, al menos en apariencia, para ver que la gente está concienciada. Mascarillas, distancia, poco contacto y nada de besos. Pero eso no es vivir, y menos en España y menos aún de fiesta. Porque nos hace falta un meneo, pero de verdad. Se le ve a la gente en la cara, en las piernas que se le van. El DJ se manda un temazo y hay quien se anima, pero son como pitbulls encadenados. España quiere bailar, toda la noche. Y eso de una mano en mi cintura y deja que mueva, mueva, mueva, eso, eso, eso... eso, de momento, se ha acabado. No estamos honrando ni a Sonia ni a Selena y debería darnos vergüenza.