Es sábado pero hay poco que celebrar. Hoy me toca trabajar. En uno de los primeros mensajes que me manda mi jefe, me pregunta que si me apetece salir de fiesta. Miro la hora, son las 10.30 de la mañana y acabo de apurar el último trago al café. Quizás es un poco pronto para el cubata.
La propuesta bien podría ser una forma de celebrar el 100 aniversario del nacimiento del etílico escritor Charles Bukowski, pero no van por ahí los tiros; aunque sí que esconde cierta nostalgia. Quizás la noche de este sábado sea la última que se pueda bailar en Madrid en mucho tiempo. Acepto.
Por el periodismo, por supuesto.
Este viernes, el Ministerio de Sanidad y las comunidades autónomas han aprobado aplicar un paquete de medidas que afectará a todo el país. Las más contundentes, y sorprendentes, de las 11 que se han sacado adelante han sido las de prohibir fumar en la calle y el cierre de las discotecas y lugares de ocio nocturno. Ya no habrá juegos con los horarios ni nada por el estilo, el cierre es absoluto. A partir de ahora dependerá de cuándo lo quiera aplicar cada comunidad, pero se da por sentado que la de este sábado será la última noche con las discotecas abiertas en Madrid.
Con este contexto, lo que uno se espera es una noche de desfase, un sálvese quien pueda en las barras. En Madrid, además de ser un sábado de agosto, se junta con la festividad de la Paloma. Los tres elementos forman una suerte de Santísima Trinidad de la fiesta y alentarán a hordas de gente buscando sedientos el último baile de Madrid. Eso pienso.
Pues... para nada. Me acabaré encontrando un centro de la ciudad como si fuera un martes en una capital de provincia, poca gente quiere salir o bailar y los trabajadores de todos los los locales ya andan preocupados por lo que vendrá. No es sólo que van a cerrar sino que no saben cuándo van a abrir ni qué pasará con sus puestos de trabajo. Da la sensación de que todo se hunde, y así se le corta el rollo a cualquiera.
El mero hecho de planear la salida ya empieza a dar señales de en qué se convertirá la cosa. Miro por internet las grandes discotecas de la capital, Joy Eslava, Kapital, el Teatro Barceló; todas cerradas. Miro el Ocho y Medio, tan dado a sorpresas aleatorias, y tampoco. La mayoría de los grandes locales de ocio ni siquiera han abierto sus puertas tras el fin del confinamiento. En medio de esa sequía, me recomiendan que me acerque a Republik Club, una pequeña sala en el distrito Centro que esta noche celebra su fiesta con el suntuoso nombre de El puticlub de Charlotte. Con esa planta, fiesta seguro.
20.30, en Republik
En esta nueva normalidad parece que para salir de fiesta hay prácticamente que madrugar. El cierre obligatorio de los bares de ocio nocturno a las 1.30 de la madrugada ha obligado a aquellos que quieran sobrevivir con su negocio a adelantar la hora de apertura. Por ejemplo, el Republik ha decidido que su puticlub de Charlotte empiece a acoger gente a partir de las 19.30.
Se hace raro ir hasta ahí. Las terrazas del centro de Madrid están abarrotadas, aún ni siquiera han cenado y hace sol. Me siento, por un momento, como un joven de 15 años que se dirige a una de esas discotecas light para menores, de las que abren por la tarde y en las que no sirven alcohol. Al llegar, tres personas en la puerta me miran sorprendidas, como si no me esperaran. “¿Puedo pasar?”, pregunto, para que me hagan hueco. “Sí, sí, por supuesto”, dicen al salir del letargo.
-¿Conoces la fiesta? -pregunta la encargada.
-Bueno, la he visto por internet.
-Vale, es que es para un público -y vacila mientras me examina-, en un 80% gay.
No sé bien qué quiere significar eso. No sé si es pura cortesía, por explicarme el rollo; si es que no parezco lo suficientemente gay para su fiesta y piensa que estoy perdido, que voy a salir escandalizado como si fuera la época del Stonewall Inn. Luego veo que es lo primero. “Me lo he imaginado por el flyer”, le respondo. Y empieza el ritual.
Primero, en la puerta me toma la temperatura con un termómetro-pistola. Luego, la encargada apunta mi nombre y número de teléfono, por si hay un brote, y el puerta pivota al datáfono para cobrarme 12 euros por dos consumiciones. De nuevo la encargada me lleva a la primera barra, me explica que la mascarilla siempre puesta, entre trago y trago. En la barra hay una retahíla de mascarillas, por si se rompe la que llevamos, pantallas de plástico por si se hace incómodo y gel hidroalcohólico. Está todo preparadísimo.
Después, llega otro trabajador del local que me va a acompañar a mi zona reservada. Tanta gente pendiente de ti y tanto protocolo empieza a apabullar un poco. Sigo al trabajador, que se dirige a una pesada cortina desde la que sale una música electrónica atronadora. En medio de tanto misterio me pregunto qué habrá al otro lado. Paso la cortina. No hay absolutamente nadie.
Son las 20.30, ¿quién va a haber? Es como si el cierre absoluto que vendrá no fuera más que el último golpe a una situación que se ha ido cociendo poco a poco. Pido una copa -por fines periodísticos, insisto- y me pongo a hablar con uno de los trabajadores. “Al principio, cuando abrimos después de la cuarentena, fue bastante bien la cosa. Ahora ha bajado mucho. Aquí antes cabían 400 personas y ahora sólo podemos meter a 85”, explica. 400 personas a 12 euros mínimo por la entrada son 4.800 euros solo por entrar. Con 85, la cifra baja estrepitosamente a 1.020 euros.
“Es que es una hora muy rara”, sigue el trabajador. “Ahora la gente está todavía en las terrazas. Nos harán un ERTE cuando cierre todo esto”, añade. Estoy ahí hora y media, hasta las 22.00, separado de nadie por mesas que se han colocado estratégicamente para que se guarde la distancia de seguridad. Termino la consumición y me voy. Solo ha entrado otra persona en todo ese tiempo. “Gracias por venir”, dice el puerta a la salida. Y lo dice realmente en serio.
22.30, por Malasaña
Al salir, las terrazas del centro de Madrid siguen abarrotadas y la gente espera de pie a que quede una mesa libre. Algunos echan los últimos cigarros, antes de que también prohiban eso, bajo la mirada disgustada de los no fumadores, que hacen una suerte de alarde de superioridad moral al juzgar a gente que tiene una adicción que ellos no. Decido ir por la zona de Malasaña, por los míticos bares de La Movida, otrora abarrotados y con colas en la puerta. Quizá ahí encuentre otro ambiente. Nada.
Las calles que no tienen terraza están absolutamente vacías. Entro, primero, en La Vía Láctea. Recuerdo que la última vez que quise entrar en aquella época pre-Covid no lo hice, cansado de esperar en la fila, mientras veía que colaban a una actriz famosa, excluyéndonos a los mundanos de sus placeres divinos. El puerta no la conocía, a pesar del Goya que tiene, pero bastó con que alguien le dijera que había salido en una película. Ahora entro de una, me echo gel en las manos y sigo la flecha de cinta aislante que hay en el suelo.
Está prácticamente vacío, también.
En la barra hay un par de personas. Al fondo, un grupito juega al billar y dos parejas se reparten en las mesas. Por los altavoces suena Lola de The Kinks y, cuando acaba, antes de que empiece a sonar el Hit the road, Jack de Ray Charles, las conversaciones se distinguen nítidamente. También tendrá que cerrar a pesar de que la escasez del negocio es una especie de seguro para que no haya un brote, a pesar de que nadie lleva mascarilla.
“No sé qué va a pasar, cariño, es todo muy confuso”, explica la camarera. ¿Os harán ERTE?, le pregunto. “No lo sé, no nos han dicho nada. No tenemos ni idea de cuándo volveremos a abrir siquiera. Y mira cómo está la gente. Esto se empieza a llenar sobre las 12.00, cuando han cerrado las terrazas”, explica. “Pero tendréis que cerrar a las 1.30”, le digo. “Imagínate el negocio que hacemos…”, apuntala. Detrás de su cabeza la televisión muestra la película de La 2, como si fuera un bar de pueblo.
Pago y me voy a otro bar mítico de la zona, El Penta, el bar de La chica de ayer, de Nacha Pop, antes también siempre abarrotado, más si era sábado y festivo. El local tiene 43 años de historia y ahora luce sin orgullo sus mesas vacías. Me siento en la barra, entre dos cintas que delimitan mi zona con la de la pareja de al lado. En la pantalla hay un concierto de Loquillo y no para de circular un mensaje: “Uso obligatorio de mascarilla”. La Covid-19 está cercenando el rock and roll.
-Vais a cerrar, ¿no? -le pregunto a la camarera.
-Todo.
-¿Y qué vais a hacer?
-No lo sé. Tú mira a tu alrededor, ¿crees que aquí se va a contagiar alguien? Si no entra nadie. Es muy difícil. Pero nos echan la culpa de todo. La culpa es de los botellones, del metro y de la gente que no cumple. Es el Gobierno el que lo está haciendo todo mal y somos nosotros los que estamos pagándolo. Porque no somos un bar, somos miles.
-¿Cuándo cerráis?
-Estamos esperando a que la semana que viene la Comunidad de Madrid lo publique en el boletín. Y chao.
Ahora que habla del metro, he encontrado más gente viniendo en el transporte público que en los bares a los que he entrado. Pienso en Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, y en que espero que tenga un buen plan para cuando en septiembre vuelvan todos al trabajo. Y yo, que salía para pegarme el último baile, ya no pienso en eso sino en todos los trabajadores que perderán su puesto. Pago. Me voy.
00.00, al Independance
Queda poco tiempo para que cierre todo y pienso que será mejor volver a una discoteca, a ver si encuentro ese baile que era el objetivo inicial de todo esto. Como las grandes están cerradas, me dirijo al Independance Club. En su página web pone que este sábado abría. Pero cuando llego ahí, está cerrado. Me doy cuenta del error, me he dirigido a la antigua ubicación. El nuevo inquilino del local, el Icon Club, ni siquiera ha llegado a abrir tras el confinamiento. Es un no acabar.
Como la nueva localización queda más lejos del centro, decido volver al Republik Club, el primero al que fui, a ver si la cosa ha cambiado y me puedo pegar ese baile. Voilà. Por fin.
Ya nada tiene que ver con la imagen que había antes, aunque sólo queda una hora para que cierre, quizás definitivamente. Son las 00.30. Aunque sin llenar del todo, la gente está bailando al ritmo de la música electrónica y ya se empieza a parecer a esa vieja normalidad que no sabía que echaba tanto de menos. Me acerco a la barra, pido, el camarero le hace un gesto a otro cliente que responde “un güisqui, por favor”. “Que no, que te pongas la mascarilla”, le espeta el camarero. Lo hará. Y cuando ya no esté pidiendo se la volverá a quitar.
Y esa será la tónica en la noche que ya boquea. A pesar de los grandes esfuerzos por parte de los trabajadores para que se cumplan las normas de seguridad -yo, por ejemplo, me puse en el pasillo y me dijeron que ahí no podía estar- la gente hacía más bien caso omiso. Bailaban eufóricos, con la trampa de la mascarilla puesta pero sin que cubra nariz y boca, sorteando a los encargados del local que hacían todo lo que podían.
Mi mascarilla y yo nos ponemos en un lugar más vacío. Pienso que soy de los pocos que la lleva, sobre todo cuando uno se acerca a hablarme y noto su aliento en la oreja. Pienso en si sabrán que, al no cumplir, pueden contagiar a alguien, que ese alguien puede morir; miro a ver si se dan cuenta que esas actitudes son las que llevan a que la gente que le sirve las copas pierda su trabajo. Pienso en eso. Pero bailo, por fin. Bailo triste. Da lástima. Pero podría ser el último baile en mucho tiempo.