"Quiero venganza, esos legionarios no merecen el uniforme de mi hijo": Juanjo, tras el giro del caso
Un juez militar desmonta el plan urdido por un capitán para ocultar que el disparo de un sargento mató a Alejandro Jiménez, de 21 años.
29 agosto, 2020 02:36Noticias relacionadas
“Yo ya he perdido lo que más quería. Ahora es el momento de que esos hijos de puta paguen por lo que hicieron”.
Juanjo Jiménez lanza un beso a la pantalla de la tablet cuando observa la imagen de su hijo. Al chico, Alejandro, se le ve feliz vistiendo el uniforme de la Legión, a la que ingresó en 2018. “Entró en la Legión por vocación. Jugaba a rugby, decidió perder peso y transformar su cuerpo. Mi hijo deseaba ser legionario, no entró allí por necesidad o por tener algo que hacer”, explica su padre, exmilitar y desde hace diez años piloto de helicóptero de Salvamento Marítimo.
Juanjo atiende a EL ESPAÑOL la tarde de este viernes. Es madrileño pero vio nacer a su único hijo en Mallorca y ahora él está destinado en Jerez de la Frontera (Cádiz).
El paso de su hijo por el Ejército acabó pronto. Murió a los 21 años. No lo mató ningún enemigo. Fue su propio superior. El 23 de marzo de 2019, Alejandro falleció en unas maniobras con fuego real en Agost (Alicante). A su padre y a su madre, separados, les dijeron que una bala había rebotado en una piedra y le había perforado la axila derecha, provocándole heridas fatales en los pulmones. Un desgraciado accidente, les hicieron creer.
Un año y medio después, y tras una exhaustiva investigación de la Guardia Civil, Juanjo está muy cerca de demostrar que su hijo no murió por un proyectil perdido. En un auto fechado este pasado miércoles, el juez togado militar número 23 de Almería procesó al sargento que disparó sobre Alejandro y a quienes lo encubrieron, un capitán, dos tenientes, un cabo y tres soldados de la Legión.
El magistrado los acusa de distintos delitos, tales como encubrimiento, deslealtad, desobediencia y obstrucción a la justicia, según el auto al que ha tenido acceso este periódico. Alejandro murió, pero no como todos ellos dijeron. Los acusados orquestaron una trama para intentar ocultar lo ocurrido y anular la responsabilidad del sargento al mando de Alejandro Jiménez.
“Estoy más cerca de hacer justicia”, afirma su padre. “Desde el principio sospechamos que algo raro pasaba. El capitán quería que se le incinerara lo antes posible y cubrir al sargento. Si no llega a ser porque el proyectil se quedó en el interior de mi hijo, me como su muerte como un accidente sin más”.
Muerte de Alejandro
Tarde del 25 de marzo de 2019. Un grito de dolor se eleva por encima de todos los disparos del campo de tiro militar en Agost. Un hombre cae al suelo. Es el caballero legionario Alejandro Jiménez, perteneciente al Tercio Don Juan de Austria y destinado en Viator (Almería).
“¡¡¡Ahhh, me han dado, me han dado!!!”, grita el chico. Alejandro muere casi de inmediato. La versión oficial: un accidente. Llamada a los padres, que ni siquieran pueden despedirse de su hijo. La ministra de Defensa, Margarita Robles, les presenta sus condolencias por teléfono el día del funeral, el 27 de marzo, cuando Juanjo, el padre de la víctima, cumple 51 años.
Pero, transcurridos cuatro meses, el juez levanta el secreto de sumario. La Policía Judicial de la Guardia Civil desmonta la versión A. Hay una B. Las dudas de los padres de Alejandro se convierten en certezas.
Ni fue una bala rebotada, ni le entró por la axila, ni procedía de otro pelotón. A Alejandro Jiménez Cruz, el “legionario Cruz”, lo mató una bala que le entró por el pecho, nunca por la axila. El chaleco que llevaba estaba caducado y se le habían quitado las placas de protección.
Tampoco hubo rebote en ninguna piedra. El disparo vino directo, según confirmaron los peritos del servicio de balística de la Guardia Civil. Y lo que es más grave: a Alejandro lo mató su propio sargento, S.A.G.P, que se encontraba a 12,5 metros de él dándole directrices.
Las maniobras
Sobre las 4 de la tarde de aquel 25 de marzo de 2019 los militares fueron divididos en dos pelotones de siete personas cada uno y debidamente separados. Ambos grupos realizarían el ejercicio de forma simultánea, alejados entre sí para evitar que una bala de fuego amigo acabase provocando una tragedia. Los dividía un merlón, un montículo de tierra, una pequeña elevación en la que se ubicaron los blancos contrarios.
Cada legionario disponía de su propio fusil de asalto y obedecía las órdenes de su sargento que, desde una posición más retrasada, daba la orden de abrir fuego, de cesarlo, de cambiar de objetivo o de finalizar el ejercicio, clavar rodilla en tierra y descargar el arma. Así estaba Alejandro Jiménez Cruz cuando lo mataron: desarmado y con una rodilla en tierra.
El pelotón obedecía las órdenes del sargento S.A.G.P, que era el que ordenaba disparar. Pero cuando parecía que había concluido la práctica de tiro, el sargento se inventó un enemigo de última hora. Otro objetivo al que disparar que hizo que la alineación inicial de los soldados en forma de W se modificase. En esa W, Alejandro ocupaba uno de los vértices superiores, el flanco izquierdo.
En el derecho se encontraba F.J.P., el mejor amigo de Alejandro en la Legión. Su compañero de piso y de vivencias desde que ambos ingresaron en el tercio. El militar al que le han destrozado la vida algunos de sus propios compañeros a posteriori. El único que ha contado la verdad y que se encuentra de baja psicológica. Los otros, los que presuntamente han mentido sobre cómo murió Alejandro, acaban de ser procesados.
Todo sucedió muy rápido. Después de improvisar este último objetivo a disparar, los soldados recibieron órdenes de su sargento de clavar rodilla a tierra y descargar el arma. El ejercicio, parecía, había concluido, mientras en el otro pelotón seguían disparando a sus dianas. Fue entonces cuando se escuchó el estremecedor lamento de Alejandro.
El sargento S.A.G.P es en ese momento un bilbaíno de 32 años destinado en Viator. Estaba al cargo de la coordinación del ejercicio. Él fue, según los testigos presenciales, el primero en ir a socorrer a Alejandro. A pesar de que se encontraba en una posición más retrasada y que debería haber sido el que más problemas tuviese para identificar lo que había sucedido, salió como una exhalación a ayudar al soldado herido. Mientras, gritaba “¡Alto el fuego!” y su teniente advertía por radio de que había habido un accidente al grito de “Real, real, real”.
Alejandro perdió la conciencia. Tanto el sargento como otro legionario con conocimientos sanitarios fueron los primeros en auxiliarlo. Ellos taponaron la herida con sus propias manos. Ellos vieron que el chico había recibido el tiro en el pecho y no en la axila, como le contaron a la familia. El chico murió esa misma tarde, tras evacuarlo a un hospital.
“Ahí empiezan las mentiras”, dice el padre de la víctima, ojos llorosos, mirada clavada en el reportero. “Pero ahora van a ser ellos los que lloren. No yo. Mi vida está rota. Si hubieran asumido lo que pasó, yo trataría de comprenderlos. Entre todos han querido que una mentira se convierta en verdad, y no estoy dispuesto a permitirlo”.
Miente el capitán
Si el caso empezó con irregularidades, siguió con mentiras. Al frente de la compañía estaba A.C.R., un joven capitán tinerfeño que en el momento del accidente no se encontraba con el resto de los militares durante el ejercicio. Estaba en otra base, recogiendo munición, contó.
Uno de los tenientes que vio caer a Alejandro fue el que le comunicó por walkie que se había producido un accidente. Acudió raudo al lugar de los hechos. No era obligatorio que estuviese presente durante el ejercicio, pero él sostuvo, desde el primer momento, que sí que se encontraba allí cuando Alejandro recibió el tiro. Mintió.
Lo explicó de esa manera en su testimonio ante la Guardia Civil de Novelda (Alicante), cuyos agentes se desplazaron hasta el lugar de los hechos para iniciar una investigación. En todo momento, el capitán A.C.R. se mostró esquivo y poco colaborador con los investigadores.
Su rango militar, superior al de los agentes que le interrogaban, hizo que les contestase con impertinencias. En su cabeza, una única teoría: la bala había llegado rebotada por el disparo de algún soldado del otro pelotón: “No hace falta ser un lince para saberlo”, les contestaba con altivez, al tiempo que apremiaba para que el cuerpo de Alejandro fuese “incinerado para poder recibir un funeral”.
Pero la investigación abierta motivó una autopsia concienzuda del cadáver del chico. El proyectil no había salido del cuerpo de Alejandro, algo que resultaría clave finalmente. Le entró por el pecho, siguió por las costillas, le dañó el pulmón derecho y acabó entre el izquierdo y el corazón.
“Como mi hijo tenía la rodilla en tierra, el proyectil roza el lomo de la culata del fusil de asalto de mi hijo, pierde energía y luego le entra. El proyectil va cabeceando y le hace un destrozo de cojones”, dice Juanjo.
Con la investigación en marcha, el capitán convocó el día 27 a los militares que habían estado presentes durante el suceso, para afinar las declaraciones. Les hizo formar un corro. Silencio sepulcral. Mientras, él, en el centro, les ordenó mentir:
“A mí me va a caer un puro muy grande. Yo sé que dentro de tres meses me voy a ir de la compañía. Me mandarán a alguna oficina. Vosotros no sois culpables de esto. Ha sido un accidente y no voy a permitir que nadie os inculpe y os destroce la vida. Decid absolutamente la verdad. Pero no le digáis a la Guardia Civil que consolidásteis a vuestro pelotón arriba. Decid que estábais unos cuatro o cinco metros más abajo”.
Tras las consignas del capitán, prácticamente todos los testimonios empezaron a concordar. Todos declararon con frases cortas, breves, concisas. Pocos recordaban que el capitán les hubiese mandado mentir respecto a su posición. Todos creían en la teoría del rebote de la bala. Todos… menos F.J.P., el amigo de Alejandro, que fue con la verdad por delante hasta las últimas consecuencias.
La Guardia Civil determinó que el proyectil que mató a Alejandro había salido del fusil del sargento. También se supo que el capitán mandó limpiar el lugar de los hechos a las pocas horas del fallecimiento del legionario.
- ¿Qué cree que pasó en torno a la muerte de su hijo?, pregunta el periodista.
- No creo que el sargento apuntara a mi hijo y le dijera: 'Hasta aquí han llegado tus días'. No. Entiendo que se pone a jugar y a vacilar para atemorizar con un arma de guerra a los chavales, pero acabó matando a mi hijo.
- ¿Se ve más cerca de hacer justicia?
- Yo sé que a mi hijo ya no lo voy a recuperar, pero el que lo ha hecho la tiene que pagar. ¿Venganza? Pues sí, tengo ganas de vengar mediante la justicia la muerte de Alejandro. Lo que hizo ese hombre es para no dejarle tocar un arma de nuevo jamás. Y las mentiras del resto los convierten en mierda, en basura. La Legión no es el uniforme y pasear por la Castellana con una cabra. La Legión son valores y se llevan dentro. Tanto como defienden la verdad, el honor, la integridad... Esos hijos de puta no se merecen el uniforme que llevan puestos. No merecen el uniforme que portaba mi hijo.
El juez ha procesado al sargento por homicidio imprudente, abuso de autoridad y obstrucción a la justicia. Le pide 330.000 euros de responsabilidad civil y le mantiene la retirada del pasaporte y una comparecencia quincenal en sede judicial.
Al capitán lo procesa por deslealtad, encubrimiento y desobediencia a agentes de la autoridad. A los dos tenientes, por deslealtad (elevaron un informe falso a sus superiores), desobediencia, contra los deberes del mando y encubrimiento, delito que también se atribuye al cabo y los tres soldados, entre otras acusaciones. Los ocho han sido citados a declarar el 7 de septiembre.