Y yo le diría: “Chico, 80 nuevos donantes de médula en España cada día en 2020”. Y él se sonreiría y haría algún gesto mínimo para adularse a sí mismo jocosamente y enseñarme su dentadura perfecta. Y en otro día le habría dicho: “Chico, hablé con los estudiantes de un instituto y les dije que tu ilusión era que, a los 18, todos los jóvenes quisieran hacerse donantes de médula antes que sacarse el carnet de conducir”…
Son solo dos de las muchas cosas que, se me ocurre, le diría a mi hermano pequeño de poder tenerle al lado. Aunque, si lo tuviera en frente, no tendría que informarle de esas noticias, él mismo estaría disfrutando de ellas; él mismo estaría hablando con los chavales próximos a su edad para inspirarles y contarles por qué es necesario que se descubran a sí mismos, y él mismo se pondría de ejemplo como bambú que se dobla, pero no se rompe. Siempre hablo de cómo la pena es mi compañera, porque a mí la extrañeza por no tenerle no se me pasa.
Bastantes cosas han cambiado desde que Pablo murió. Y muchas ya comenzaron a cambiar cuando enfermó. Es tan abstracto pensar en la muerte de alguien a quien quieres y, sin embargo, tan real y tangible. Una de las cosas más traumáticas para mí fue verle degenerarse, cómo cambiaba su aspecto y cómo su mirada reflejaba esa tristeza silenciosa. El cáncer es una enfermedad dura pero, como cada cosa que es dura, también es poderosamente transformadora. A mi familia también la transformó, a mis padres y a mí. Desde que él se fue he asistido a la fractura total de mi núcleo familiar, al abandono, a eso de ponerte a un lado, a aceptar aquellas acciones que no me gustan, a respetar las decisiones que no comparto. Al fin y al cabo, yo lo único que siempre he querido es vivir al son de mi integridad.
Mi hermano me ha concedido un espacio que he nutrido con silencio hasta ahora. Y aunque antes ya haya escrito algunos pensamientos o me haya atrevido a decir que sufro, lo más honesto sería decir que a través de él sólo recibo cosas buenas. He tenido períodos de oscuridad con él, momentos largos en los que no he querido (tampoco podido) mirar sus fotos ni sus vídeos ni sus escritos… y sigo sin poder hacerlo, pero mi disposición empieza a ser distinta. Ha sido una prueba difícil enfrentarme a cuatro años sin mi hermano, a cuatro años de condolencias en goteo, incesantemente. Y, aunque a veces no hubiese deseado este impacto en mi vida, cada día que pasa empiezo a abrazarlo más. Mi hermano necesitó poner el foco en sí mismo, desarrolló un don de palabra que acompañaba con su energía de persona buena, de hombre amoroso, de niño delicado. Y, por fin, comienzo a estar en paz con ser la hermana viva.
Cuando me quedé embarazada de mi hija, viví con tristeza que él no estuviese. Y sólo cuando ella nació hace 18 meses, por un instante, pensé que él estaba realmente allí. Ahora mi hermano es el Tito Pablo, y mi madre le ha presentado a mi hija, Sofía, y le cuenta historias sobre él; le enseña sus fotos y sé que, pronto me preguntará por él. Será un momento que no puedo imaginar, porque sólo pienso que no seré capaz. Casi como cuando yo era pequeña y me contaban que mi tía Mª Esther (por quien yo fui nombrada tras su muerte) era la niña más bella y más buena que se había conocido, pero que no podíamos tocar sus juguetes ni ver sus cuadernos porque, entonces, todos llorarían. Quisiera no caer en estas mismas trampas, en los tabúes familiares de cada clan. La muerte, de la muerte no se habla. Y para ello me preparo desde hace mucho, para ser valiente y sacar de mi corazón con palabras habladas todo aquello que mi hermano me dejó para ella, para mi hija. Los dos deseábamos fervientemente formar nuestras familias algún día y, a menudo, bromeaba con que él lo haría antes que yo. Y, en su humor más característico, enfermo y casi muerto, me decía que sería él el primero en tener un hijo dado que yo, a los treinta y tantos, todavía no me había lanzado. Casi hubiese parecido que deseaba ser tío antes que padre, en ese orden. Y lo deseaba así por mí.
Mi madre ha atravesado su duelo con tremenda paciencia y perseverancia, con energía titánica para no evaporarse de dolor. Y yo aún guardo mis propias lanzas puntiagudas, esas que me culpan de los daños causados, de esas cosas a las que no atendí estando él en vida, a los dolores de su alma que tenían que ver conmigo, su hermana mayor. Mi se concentra en ser ayuda para los demás. Estoy segura de que todo esto lo ha extraído de su calvario y de lo que hemos aprendido a través de Pablo. Tenemos una gran responsabilidad ética y moral para con mi hermano: él quería que fuéramos felices, que aceptáramos los cambios, especialmente, mi madre. Y, con el permiso de mi madre, cuento que esto fue lo último que él le dijo: “Mamá, acepta los cambios”.
Generosidad, libertad, respeto y amor: basarme en todo esto para hablar de él y no en lo que me duele recordarle. Porque ahí viene la vida de mi hija imponiéndose en presente, diciéndome alto que el dolor se transforma, que sólo hay cosas buenas tras lo traumático una vez entendido el origen. A Sofía querré saber contarle con mi voz cómo era su tío cuando era pequeño, cómo era cuando nació y cómo le acuné cuando llegó a casa, la canción que le canté. De cómo creció con alegría y cómo se convirtió en quien hoy todos conocen, de cómo es de duro vivir sin él y cómo he transformado con terapia y sabiduría el dolor que me produce que no se conozcan, y de cómo enfermó y de por qué murió, para qué. Y las respuestas no son únicas ni son mías ni correctas, son sólo mis respuestas, aquellas que le servirán a mi hija para mirar a su tío Pablo con los ojos del amor de una sobrina y con el abrazo que sé que él siempre tendría preparado para ella.
Y yo le diría a mi hija: “Sofía, tu tío Pablo te quiere desde antes que hubieras nacido, y ha ayudado a cientos y cientos de personas a sentirse mejor consigo mismas, a creer en su interior y a respetarse, a ser generosas. Él querría que tú fueras tú, que sacaras todas tus cualidades a la luz y se las entregaras a todos los que quieres; que te amaras sin condiciones y que hicieras deporte, que comieras sano y que te enamoraras sin freno. El tito Pablo le dijo a la abuela que aceptara los cambios, y de ahí la más grande de sus semillas… porque eso mismo es el amor”.
Gracias a mi hermano pequeño, Pablo Ráez Martínez, por haberme dado la suerte de ser su hermana mayor. Siempre Fuerte.